Sonaron las trompetas y al fin llegó la caballería para librar a
los buenos del cerco económico de la maldad, representada en el
virus inteligente. La generosa U.E. siguiendo con su política de
ofertar billetes a cambio de renunciar a la soberanía, aunque ahora
con ciertas dudas, se dice que ha soltado a plazos un vagón de
efectivo —guardándose la llave del candado para abrirlo a plazos y
con condiciones—destinado a ilusionar el panorama veraniego de por
aquí. Si se mira con un ojo político objetivo, se trataría de
mucho ruido y pocas nueces. Un rescate destinado a la
reconstrucción, condicionado a lo de casi siempre, es decir, seguir
mangoneando desde el centro del imperio, para destinarlo a
innovación, sanidad, formación, ajustes, educación,
comunicaciones, energías y otras mejoras, es decir, todo eso
que suena de actualidad, pero respondiendo a intereses de
determinados grupos, preparados para obtener suculentos beneficios
económicos.
Lo más inmediato de este plan a largo plazo es que ya hay algo que
repartir —aunque sea papel— y los promotores de las políticas
sociales disponen de más que palabras para ofertar a sus votantes.
De esta manera ya pueden vender que se van a aliviar todas las
injusticias sociales, esta vez no a cuenta de los ricos, sino de
la generosidad del norte. En cuanto se ha hablado de reparto,
las llamadas comunidades se han apresurado para exigir su
justa parte del pastel. Aunque no ha avanzado el dinero, como muestra
de eficacia, los que mandan ya se han puesto manos a la obra, y cada
promotor exige su tajada para arrojar a los suyos. Unos, para
dedicarlo a recuperar su historia; otros, para dar una vida
mejor a los recién llegados; los más empufados, para pagar
toneladas de mascarillas defectuosas y otro instrumental
inservible; algunos, para seguir abonando salarios a los que
se quedan en su casa disfrutando de la buena vida; los demás
repartidores, destinarán lo que queda a rescatar la empresa de
algún amiguete, por si luego le pone en nómina. Y ya se acabó
todo de lo que había que repartir.
Tras la euforia, resulta que con tanto reparto, puede resultar que
la llamada reconstrucción no se llegue a producir, en parte
porque, más allá de la propaganda, había poca cosa construida, y,
como hay tantos entre los que repartir, el efecto de los millones de
euros se quedará en agua de borrajas. Es probable que del papel
consumido en tratar de edificar realidades sólidas solo permanezcan
por un tiempo cuatro tabiques de panderete que se derrumbarán al
paso del primer temporal. Ahora, el problema de reconstruir reside en
que, más allá de los rescates, el virus ha cambiado en parte la
mentalidad de las gentes, así como la perspectiva de los negocios en
varios aspectos, con lo que lo de antes parece que ya no va a servir.
Para las personas, dedicarse a trabajar en sus distintas
variantes, dada la parafernalia del teletrabajo, los ertes o
simplemente quedarse en casa y cobrar la nómina, ha perdido
atractivo. Consumir sin sentido, tal y como veía sucediendo,
no parece demasiado acertado en el presente. En cuanto a las
empresas, la gran industria de procedencia foránea se lo
piensa o lo tiene claro. La otra industria, la del turismo, se
prepara para salir huyendo escapando de tanta normativa, de los
riesgos sanitarios y de la amenaza de confinamientos. En este sentido
solo cabe reprogramar la mentalidad colectiva para hacerla volver a
redil y tratar de vender a precio de saldo los atractivos nacionales.
Se estaría hablando de un proyecto demasiado ambicioso para los
gobernantes porque requiere imaginación, de la que anda escasa el
personal directivo, asido a los tópicos de siempre para ir tirando.
En general entregados a una minoría política sin cualificación
técnica —salvo esa verborrea natural que siempre ha sido una
exigencia política—, las posibilidades de cambiar el rumbo son
escasas. Los políticos en activo, que encuentran en la política del
reparto la vía para practicar el despilfarro electoralmente
productivo, además están demasiado atados a lo que se suele llamar
el ordenamiento jurídico. Por otro lado, dependientes de una
burocracia que actualmente viene cumpliendo con creces tópicos como
la lentitud, el papeleo, el horario laboral y el apego al protocolo,
efectivamente poco puede hacerse, salvo repartir el maná.
Las consecuencias de la nueva situación derivada de la pandemia,
además de para otras reflexiones, sería oportuna para hacerlo sobre
la gobernanza. En orden a la operatividad se plantearía la opción
de que, frente a ese voto a ciegas en el que ha desembocado la
democracia representativa para legitimar políticos —colocados ahí
por la discrecionalidad del que efectivamente manda— dedicados al
reparto del producto de la solidaridad ajena, tomaran su lugar
técnicos expertos que, más allá de la tómbola electoral,
ya con los debidos conocimientos y acreditados sus méritos, operaran
con realidades. Entonces el panorama podría cambiar, auxiliado por
la preparación de los gobernantes, hacia una creatividad productiva,
para que efectivamente hubiera algo sólido y real que, más allá
del endeudamiento de presente, permitiera luego repartir con cordura.