Hasta hace poco, la de por aquí podía decirse que se movía al
ritmo de una economía humeante, no tanto por el calor que despedía
su febril actividad, sino porque se quemaban los últimos restos.
Ahora ya no es es posible hablar ni de economía de humo, puesto que
se ha consumido todo y ya no hay nada que anime una combustión
humeante. Solo queda soñar, a la espera de que venga el rescate.
Lamentable estado del que solo quedan las últimas causas de esta
penuria, con lo que basta con pronunciar el nombre pandemia y
alguien se creerá que la situación actual está plenamente
justificada. No obstante, pese al maquillaje para la ocasión, la
realidad acaba liberándose de ornamentos propagandísticos y se
muestra tal cual es, de lo que viene a resultar que hay poca base
económica y muchos castillos de papel. Entretanto basta con
esforzarse en buscar en el azul del cielo ese humo de antaño, que
ahora no se deja ver porque se ha diluido. Incluso ha desaparecido el
de los aviones que lo copaban en otros tiempos con sus innumerables
rastros, porque parece que el mundo se ha tomado unas vacaciones para
bien del aire que respiramos.
En el ámbito empresarial, ya hablando de esos negocios para
ir tirando, unos, se lo creen y plantan cara a la situación, por ver
si resulta ser verdad que van a resucitar, mientras que, otros, echan
el cierre, porque si antes no sacaban ni para pipas, ahora menos,
puesto que, entre otras medidas, hay que pagar los gastos de
desinfección de la clientela. Por lo que respecta a la industria de
verdad, simplemente se esfuma buscando nuevos paraísos. Queda lo que
se ha llamado sector primario que, de momento, no se queja y
aprovecha la coyuntura en lo que puede, aunque sin mayores
ambiciones. La gran industria nacional de lo relacionado con
el turismo, a base de limitaciones, apenas sueña con subsistir un
par de meses. En cuanto a la otra industria, la relativa a la
enseñanza con su correspondiente cuota de empleo directo e
indirecto, simplemente está obligada a disfrutar unas largas
vacaciones para satisfacción de enseñantes y de enseñados —estos
últimos además beneficiados por el coladero colectivo—, mientras
los que no tienen sueldo fijo se quedan a la espera de alguna
invención que les salve de la quiebra.
Pese a este panorama poco alentador hay algo positivo, socialmente
se aprecia cierto grado de satisfacción, aunque no sea posible
apartar la preocupación por lo que se refiere al asunto de la
enfermedad —muy convencidos de que las farmaceúticas lo van a
resolver a base de estrujar los bolsillos del contribuyente para
engrosar sus cuentas de resultados—. El miedo está en tener
obligadamente que caer en manos de esa sanidad o el riesgo de que te
deje apartado por cosas de la edad. La que en otros tiempos se
declaró ella misma puntera, ahora es casi inexistente, porque los
beneficiados de antes se escabullen como pueden y para el necesitado
de sus servicios solo queda como último recurso el teléfono,
mientras se reservan los medios de que dispone para el asunto del
virus. Lo más tranquilizador está en que el que más o el que menos
—salvo esa legión de desheredados que vienen buscando el sueño de
la vida mejor a una tierra sin presente ni futuro— ha visto
atendidas sus necesidades económicas por obra de papá Estado.
Además de cobrar la nómina íntegra puntualmente y sin trabajar de
verdad, agarrarse —el que puede— al teletrabajo da motivos para
conciliar y conciliarse. Aprovechando las circunstancias, en el caso
de los empleados estatales, como principales beneficiados de la
generosidad del erario público, han acumulado tal cantidad de
efectivo en la unidad familiar que requerirá bastante tiempo y
energías para fundirlo. Descendiendo en la escala, otros, con más
incertidumbre, ordeñan lo que se puede de los ertes. Más
abajo en el escalafón los acogidos a la renta mínima vital
ya tienen para comprar cuatro chucherías en la tienda de la esquina
o aliviar la sed, contribuyendo al sostén de la hostelería. Por
último, el que más o el que menos, dada la parálisis de la
justicia, se limita simplemente a consumir y no pagar la consumición.
Se diría que, vistas así las cosas, la tranquilidad social está
servida, al menos hasta final de temporada.
Para intentar arreglar tal situación, la política opera
a su ritmo habitual, echando mano de la propaganda para
entretener a los ilusos y lanzando el acostumbrado globo sonda
ocasional, mientras pide calma, pero impotente frente a la realidad
económica y caminando errática, solamente preocupada en cómo
conservar su cuota de poder. Todo se reduce a avales y más avales
—de efectivo metálico poca cosa—, a la espera de alguna
ocurrencia de última hora que pueda salvar la situación,
pero no se vislumbra en el horizonte. La política necesariamente
tiene que seguir con lo suyo, contentando a algunos, para sobrevivir
tratando de no espantar a los votantes. Sus escasas aportaciones se
reconducen a abanderar el progresismo de moda, carente de un
mínimo de sentido económico real, salvo para endeudarse y subir
impuestos. En lo político, de progreso hay poca cosa, simples
brochazos que tratan de borrar la historia para hacer la suya usando
las mismas tácticas del pasado. Hay que añadir que, levantando la
capa de barniz, por ejemplo, el amiguismo sigue siendo dominante a
todos los niveles de la práctica política, el resentimiento o el
auge del ánimo de venganza ideológica está más presente que
nunca, y eso por no hablar de algo tal vulgar como la mordaza para la
disidencia o la ocurrencia de expropiar a los ricos —pero
curiosamente la medida no afecta al que se hace rico con un
puestecillo en la política, aprovechando que le tocó en una
tómbola—. Esto, digan lo que digan los progresistas sociales, pese
a sus acostumbradas fiestas de las libertades, no suena a progreso
real, sino a más de lo mismo.
Aunque se insista para dar ánimos que la economía arranca, casi
todo se ha parado, a excepción de lo que va tirando a trompicones,
como lo del comer, lo relacionado con el círculo en torno al virus y
alguna verbena clandestina, mientras aquello destinado al ocio y al
turismo hace juegos malabares, puesto que el que puede se descuelga
del circuito y se busca nuevos motivos de entretenimiento. Claro está
que, si se sueña en el refugio del castillo de papel, resultará que
esto se va a arreglar cuando acuda en auxilio la caballería foránea
e inyecte billetes a mansalva, porque se dice que para eso somos
europeos y también fervientes servidores de los norteamericanos; de
manera que alguien vendrá a remediar tal estado de penuria.
Por otro lado, no hay que olvidar que los nacionales también van a
aportar su contribución, aunque menos de lo que se piensa, porque
aumentar la carga impositiva no servirá para gran cosa y la economía
muerta no va a resucitar como si se tratara de un milagro. En
definitiva, es posible que algún día aparezca de nuevo humo en ese
cielo, que con el auge de la pandemia llegó a ser azul, pero por
ahora solo se observa quietud y aire casi puro.