. Valiente como su protagonista. Fracaso y dignidad como tándem narrativo. Tejida más que escrita, lo cual, me encanta. La forastera conmociona y seca los labios en su árido escenario, tan personaje como la propia Angie, que ha llegado al pueblo de sus orígenes para quedarse aunque no la quieran.
La madera consumida de las lindes y el óxido del metal que las une, anticipa en la portada las astillas que se clavarán durante la lectura. Olga Merino te encierra en esta cárcel a cielo abierto en un lugar tan recóndito e inquietante del sur andaluz como sus moradores. Cuando Angie descubre ahorcado a don Julián, el señorito Jaldón, se desata la tormenta que ya se cocía lenta desde el pasado. La autora juega esta carta de manera hábil en la narración desentrañando el lastre que guarda el presente.
La llaman loca porque Angie es diferente y poco le importa, por no decir nada y eso, me ha resultado fascinante. Es un personaje trabajado, muy logrado, creado con mimo para cautivar al lector. Conmigo lo ha hecho, desde luego. La mujer con sus cincuenta a la espalda habla con su madre muerta en el cementerio; ríe y bebe sola acompañada de sus perros, los únicos que no la defraudarán tras una existencia que carga hiel en su mochila; se desentiende de las normas no escritas que hacen funcionar el mecanismo del lugar y sus gentes. Se retiró a la casa familiar buscando una calma que se hará imposible con la suma de circunstancias y su carácter peleón. La curiosidad mata a la indómita, su afán por rastrear terminará con la invisibilidad de la que pretende hacer gala. Algunas informaciones abren la puerta a lo que entierra el pueblo con olvido interesado. La autora retrata los sitios pequeños donde nadie habla –o se menciona con dobleces– de lo que todo el mundo sabe o imagina. Ahí es donde –como decía– Angie acaba por meterse “donde no le llaman” porque necesita respuestas. El suicidio del patrón es uno más de los que abundan en el historial de la aldea. ¿Coincidencias o fatalidad? Angie empieza a darle vueltas a la cabeza, ya no puede parar; así que todo puede ir a peor. Husmea donde y con quien puede: Rodales es para mí un secundario fundamental y maravilloso. El típico “tonto del pueblo” al que nadie escucha pero la mujer intuye que es una mina de datos que podrían ayudar a atar cabos. Aunque me desconcierta el papel ambiguo del cura, en general, me chiflan sus secundarios y cuando los reúne en la cantina es fantástico. ¡Qué maravilloso universo tan de western...! En la entrevista que publicará El libro durmiente en breve con la escritora, nos hablará precisamente de esa etiqueta de western que le han adjudicado a la novela y que reconoce que le gusta. Desde luego, tiene ingredientes para esa clasificación. Pasaba las páginas y en mi cabeza escuchaba la típica banda sonora de dicho género cinematográfico, con sus típicos “duros” con polvo tras sus pasos, jugando con silencios, frases cortas y categóricas donde las miradas se cruzan un instante aunque estén deseando posar los ojos sobre el otro. Esa misma brevedad de los diálogos invade la técnica narrativa de Merino. Con frases igual de cortas, abruptas, que terminan en puntos suspensivos aunque no estén en el papel. Ideal para la ambientación de lujo de La Forastera; factor que suma puntos a la historia junto a las descripciones de la naturaleza que rodea a los habitantes de la narración. Quizás lo que me ha sobrado son términos asociados al mundo rural que describe. El exceso en este sentido resulta recargado. No quiero olvidarme de otro estupendo secundario: Tomás, el propietario de la cantina. «Otro cachivache como yo en el trastero de la aldea»; así lo define la propia Angie para hacerlo consigo misma. Pero el excelente plantel lo completan el dúo formado por Ibrahima y Vitali; también el capataz del terrateniente muerto (menudo historión...), las hermanas del muerto... Son piezas necesarias del cubículo cerrado y extraño que asfixia bajo los cielos andaluces. Angie parece un soplo de aire fresco pero como “al llegar a la ciudad” saca pecho en cuanto tratan de someterla, el oxígeno se empantana. Es una superviviente antipática con un pasado que la sitúa en Londres con romance incluido junto a un pintor obsesionado por los colores. Un artista chiflado que marca la experiencia vital de la protagonista, aunque tampoco debemos culparle al cien por cien del material del que la propia Angie está hecha. Y frente a lo inhóspito, al desarraigo, la marginalidad, la maldad y el pus de las heridas, Olga Merino consigue hacer un retrato de la libertad, inspirada por la dignidad de las almas que parecen perdidas. Hasta el ser más diminuto en la tierra es capaz de entregarnos esa virtud como un legado para sus semejantes. Es cuestión de comprar el mensaje. Por mi parte, lo he hecho con grandes dosis de placer. Como lectora y ciudadana. Para finalizar no puedo dejar de hacer mención de la novela Intemperie de Jesús Carrasco que también me encandiló. Mientras leía, resonaba el eco de aquella lectura. Nada tienen que ver las historias y sin embargo, la hostilidad y crudeza del escenario además del perfil de perdedores en la vida que abunda en las páginas, conectan de alguna manera, el espíritu de ambas novelas.