. ¿Cómo me
siento en estos momentos aciagos que estamos cruzando?
La sensación es que
estamos tratando de aferramos porfiadamente a la cotidianeidad que teníamos en
la, digamos, vieja normalidad, algo que ya no existe y que no regresará tal como la vivíamos.
Cuando las rutinas
organizaban nuestro tiempo, las expectativas de mayor justicia social nos
agrupaban para abrir espacios a un nuevo orden social, conquistando un
calendario para encauzar la acción colectiva. Vivíamos sumidos, cada cual, en
sus propias certezas, en la perspectiva de una muerte lejana, de un bien morir,
con sepelios amistosos y una despedida fraternal de los amigos. Sin embargo,
hoy la sensación primera es que estamos viviendo día a día, con la muerte
orbitando por barrios y ciudades, en una recolección dantesca de almas que
reclaman su tiempo para sueños arrebatados con crueldad, utopías reventadas por
el espanto.
La sensación de
finitud se ha hecho carne y palpita en cada amanecer una acción de gracias y
una arenga personal para mantenerte en pie.
La siguiente
sensación es la de un condenado a muerte, que trata de ordenar sus cosas en el
breve espacio que le otorgue la peste. No es miedo, es urgencia de terminar lo inconcluso,
lo pospuesto en la desidia, es el ansia de poder releer los libros que
enmarcaron tu camino y que tratas de rescatar de estanterías polvorientas. Es
la necesidad de cerrar episodios pendientes, reconciliándote con tus fantasmas,
sacudiéndote culpas, buscando conversar esas cuestiones profundas que procrastinamos
tras trivialidades. Es la urgencia de escuchar las canciones con las que
enamoraste, con las que recorriste acelerado tantas esquinas de un mundo
abierto. Es la urgencia frente a la sensación de término. Es la necesidad vital
de portar lo indispensable para un cambio de era.
Otra sensación
viva, es entender que los individualismos, el correr hacia el supuesto éxito y
notoriedad, si empatizar con el otro, sin tiempo para valorar lo simple,
comienza a mutar hacia una necesidad viva de reencuentros, de asirnos a un
intangible colectivo que se llama esperanza, que se llama amistad, que se llama
amor.
El tiempo se
estruja y son diamantes los minutos que tratas de rescatar para elevarte a un
pináculo, que permita ver la salida de este desquicio. Divisas las ideologías
aplastadas por frustraciones y traiciones, tratas de leer una inmensa
complejidad, pero sientes que hay que construir nuevas simientes para imaginar
un futuro para las próximas generaciones.
Siendo apenas
minúsculas nanopartículas del universo, pretendemos erguirnos como un grano de
arena en la brisa, para recuperar los sueños que nutren el espíritu, blindan tu
cuerpo y te defienden de las amenazas invisibles. La vida que caminas ahora,
está cruzada por esta sensación necesaria de rebelión, resistencia y osadía
para romper el miedo y apurar el tranco por las urbes, convocándote con el
prójimo que se debate en similares torbellinos.
La sensación de
gratuidad y agradecimiento por la vida van empapando la mirada y surgen
lágrimas niñas en forma espontánea en un proceso de reconquista. Los oropeles, los aplausos
buscados, la vanidad, se deshacen en la lluvia que lava tus rincones y surgen
de la palabra verbos de esperanza, de ayuda mutua, que buscan aterrizar en
acciones anónimas y concretas.
Compartir en la
carencia se siente como un camino práctico, de sobrevivencia, de redención, de
cambio espiritual. Y en medio del espanto, las comunidades van descubriendo el camino para
sobrevivir, como en las catacumbas, expresando esos verbos en la vida diaria,
en las ollas comunes que hermanan a los barrios sesgados por el individualismo
y los egos. La colaboración busca reconstruir confianzas en un clima que exige
la autocrítica sincera.
Hoy, la sensación
de haber tocado fondo y que se debe construir un nuevo marco de principios para
relacionarnos, es un acicate para ponernos de pie, apoyándonos unos a otros, exigiendo
que suscribamos nuevos compromisos de humanismo y respeto al planeta.
Nos cuesta asumir
que caminamos hacia una mayor pobreza material como pueblo y que deberemos
aprender a convertirla en una situación digna que nos exigirá ser solidarios, colaborativos, recuperando las
asociaciones de base, los sindicatos y gremios, los colegios profesionales
retomando su rol ético.
La posibilidad de
volver a confiar en el otro, conlleva una sensación de resguardo inconsciente
de los espacios más íntimos porque todos venimos curtidos por eufemismos y palabrería
engañosa. Forjar confianzas sin bajar la guardia, es una sensación presente
al concurrir a los colectivos, entendiendo que son necesarios para un nuevo
mundo, pero pueden seguir manipulados por los egoísmos e intereses mezquinos
que se busca superar y, por ello, la práctica de la verdad, la integridad y la
transparencia, se hará imprescindible para generar un proyecto de país, de
región, de planeta.
Adivino detrás de
esta reflexión que, de alguna manera, las mismas sensaciones pueden estar
marcando a muchas otras personas, familias y grupos, en esta etapa de
transición y de incertidumbre, que exige que enlacemos voluntades, admitiendo
ser granos de arena en un mosaico universal, cuyo contenido debe ser escrito y
pintado con un sueño colectivo.
Ciertos de que los
acontecimientos próximos, en gran medida, dependerán de nuestra capacidad de
asumirnos febles, finitos, ínfimos, pero en la sinergia de miles o millones,
capaces de labrar el futuro, resistiendo la dominación, superando el miedo,
enfrentando la corrupción, sacudiendo las mentiras oficiales, aceptando al
otro, con una generosidad que se traduzca en transformarnos, los ciudadanos de
a pie, desde nuestra fragilidad, en un tropel que rebasa las represas y las
amenazas, atravesando la peste para cimentar una sociedad a escala humana, en
armonía con la naturaleza.
Periodismo Independiente, Hernán Narbona Véliz, 28.06.2020