. A eso me ha sabido esta lectura con mujeres que resurgen de la ceniza a la que fueron condenadas en vida pese a su inocencia. Les dijeron «no podéis» y vaya si pudieron.
Su pelo rojo, anunciado en la portada, simboliza el color del mundo ancestral de la brujería, donde se metía en el mismo saco a toda mujer que destacase. Sobre todo, las osadas que dijeron «no» a los hombres aferrados a las riendas del mundo y su verdad absoluta. Leceaga pinta para esta aventura un escenario situado a finales del siglo XIX donde conviven cómodos, demonios, maldiciones y leyendas.
Los viñedos riojanos de la finca Las Urracas de los Veltrán-Belasco no dan fruto desde hace décadas. La autora convierte la sequedad de las tierras en símbolo de muerte, infertilidad y desesperanza alrededor de los apellidos de tres hermanas residentes de una mansión, tan protagonista como ellas, envuelta del misterio que convive con las chicas, su hermano y el padre. Gloria, la hermana mayor, es la cabeza visible del trío que emprenderá la batalla por el negocio familiar frente a los caciques locales del vino. Por supuesto, varones incrédulos ante las ganas de pelear del género contrario. La ira les supera cuando las Veltrán-Belasco sacan los dientes como legítimas rivales. Una campaña de descrédito, acoso y derribo basado en creencias arrastradas del pasado tratará de anular el ímpetu que no esperaban de unas mujeres observadas como unas “Evas del paraíso”. Por supuesto, serán culpadas de todo lo imaginable. El personaje de Gloria representa la fuerza encerrada en estas páginas apoyada por sus fieles escuderas: sus hermanas, Verónica y Teresa. Distintas y sin embargo, eslabones necesarios del clan que sostendrá la trama narrativa, ilustrativa del devastador juego emocional entre el miedo y la valentía. Sobre ellas –por si no tuvieran poco– pesa también el fantasma de la madre, a la que por supuesto, también condenaron en vida y ya muerta. Esta secundaria me ha cautivado, entre su presencia y ausencia. Otra mujer especialmente poderosa como personaje, –aunque no principal– es Diana, la maestra de las viñas, que vive casi abducida por ellas. Frente al cuidado y mimo de la autora con los personajes femeninos, los hombres de la historia se presentan demasiado planos, como “malos muy malos” (con alguna excepción) totalmente predecibles. Una desproporción demasiado acusada y simple. Una construcción más consistente para ellos no habría rebajado la intensidad de la lucha. Creo de hecho, que la hubiera nutrido. Esto mismo ocurre con los varones “buenos”. Uno de ellos, por cierto prácticamente inexistente aunque –según el argumento– tiene o debería tener mucho más peso. Mejor no explicar los motivos porque se corre el riesgo de contar demasiado. Vuelvo ahora a la casa que como señalaba me parece un personaje monumental. Con vida propia: suma de ruidos en sus noches, cánticos, golpes, que tan recurrentes resultan en ubicaciones misteriosas y malditas de la literatura. Pero, me encanta cómo trabaja Alaitz Leceaga su particular mansión: enorme, con puertas que llevan años sin abrirse, el polvo pululando por habitaciones que suenan... No oculto que soy fan de casas, tierras, espacios y entornos físicos cuando se erigen en protagonistas de novela si están bien integrados y contados. La lejanía de “todo” hace de la mansión un lugar inhóspito y sin embargo, hermoso. La visita a la finca llegada desde otro país –tendrán que leerla para saber más– da cuenta de lo apartada que está de otras realidades posibles y para qué vamos a hablar de avances y modernidades varias. El apego a la tierra en la novela tiene tanto de belleza como de enfermedad y obsesión. “Las hijas de la tierra” de prosa sencilla y cuidada, sin estridencias, se nutre de estupendos ingredientes para componer una lectura grata, un buen pasatiempo donde se agradecen algunos giros narrativos –alguno más, no me hubiera sobrado– para dar mayor emoción a las fantásticas Veltrán-Belasco.FacebookPinterestWhatsApp