. Pero quizá lo más esperpéntico de los discursos
motivacionales a que nos somete, más propios de un «coach»
que de un Presidente de Gobierno, sea el tono churchilliano que se
empeña en adoptar, hablándonos de «sangre, sudor y lágrimas» y
de «moral de victoria».
En un panorama
político en que el espectáculo
es el mayor y, tal vez, el único valor imperante, por ser el único
lenguaje que las masas comprenden, todo gesto político adquiere, en
mayor o menor medida, la dimensión de farsa,
de ficción más o menos burda. Ello ocurre así por norma general,
pero, en los últimos tiempos, a causa de la crisis generada por el
CoVid-19,
estamos presenciando situaciones que resultarían absolutamente
hilarantes de no esconder tras de sí la muerte de decenas de miles
de personas y, posiblemente, una crisis social sin precedentes.
De entre tales
esperpentos, uno de los más rocambolescos consiste en presenciar a
un Presidente de Gobierno, pacifista y pánfilo declarado como lo son
la inmensa mayoría de gentes en la actualidad, enarbolando en su
discurso la bandera de la «moral
de victoria» y
adoptando en sus palabras un tono propio de tiempos bélicos. ¡Qué
ocurrencias tienen, a veces, los farsantes! ¡Jamás dejarán de
sorprendernos!
Pero, si esto por sí
solo fuese poca pantomima, también el señor Sánchez se atreve a
poner en su boca, en repetidas ocasiones además, para mayor
ensañamiento, la palabra «comunidad».
¡Qué osada es la ignorancia! ¡Y cuánto más lo es la perversidad!
Pero de ningún modo
quisiera convertir este artículo en otra más de las innumerables
diatribas contra Sánchez que están teniendo lugar a lo largo de
estos días. Sánchez, como individuo, me importa tanto como el sexo
de los ángeles, es decir, nada. Entre otras razones, porque
cualquier otro que pudiese ocupar su lugar resultaría tan
esperpéntico y vergonzante como él, sólo que tal vez de otra
manera.
De lo que toca
hablar, más bien, es del régimen político y social que todos
los partidos
representan de un modo u otro, es decir, eso que se ha venido a
llamar «socialdemocracia»
o, en un alarde de irrisoria prepotencia, «sociedades
del bienestar».
En realidad, tal
modo de autodenominarse, en un mundo espiritualmente sano, sería
percibido más bien como un ejercicio de autocrítica. Porque lo
característico de las «sociedades del bienestar» no es que busquen
el bienestar de sus ciudadanos —pues
la práctica totalidad de regímenes políticos habidos hasta ahora
lo han buscado también, cada cual a su modo—,
sino que dicho
“bienestar” constituye su mayor valor,
aquello a lo que todo lo demás remite. El éxito, según esta
concepción, consiste en que “estemos
bien”, independientemente de cómo seamos.
Tal concepción del
éxito constituye, tanto a nivel individual como colectivo, una
auténtica barbarie.
Porque el “bienestar”, cuando es buscado por sí solo, no
solamente es expresión de una actitud abiertamente indigna, sino
que, además, nunca es encontrado —por
eso la humanidad jamás alcanzó tales niveles de apatía y depresión
anímica como agrupada en «sociedades del bienestar»—.
Todo verdadero “bienestar” es, más bien, el fruto derivado de un
modo de ser.
Y, cuando se logra la victoria, el éxito a la hora de lograr ser lo
que queremos ser, encontramos la felicidad. Pero lo que no puede
obviarse de ninguna manera es que no hemos de buscar “estar bien”
sin más, sino “estar bien” como consecuencia de “ser buenos”,
de ser dignos, de ser gentes de provecho.
Por eso las
«sociedades del bienestar» son, en su esencia misma, pacifistas,
siendo el pacifismo aquella ideología que entiende que la guerra
siempre es mala y la paz siempre es buena. Porque de lo que se trata
es de “estar bien”,
de “vivir en paz”, a todo precio...
aunque dicho “bienestar” o dicha “paz” sean más propias de
bestias que de seres humanos.
¿Y cómo logran el
“bienestar” general dichas «sociedades del bienestar»? ¿Lo
hacen, como dice Sánchez, por medio de la «comunidad»?
¡Ay, pobres! Nuestra idea de «comunidad» está tan hondamente
pervertida que, estoy prácticamente seguro de ello, nuestros amigos
socialdemócratas piensan no ya sólo que su ideología sirve de
ayuda a la comunidad, sino que, además, vivimos hoy día el momento
de mayor desarrollo histórico de la misma —¡la
mentalidad progresista, otro fruto más en esta cornucopia de
errores!—.
La realidad, por
desgracia, es antagónica. Porque, tengámoslo presente, no lo
olvidemos nunca: la máxima aspiración de las «sociedades del
bienestar» consiste en que nadie
necesite a nadie. El
ideal que la socialdemocracia persigue es, justamente, el de destruir
todo vestigio de comunidad para sustituirla por el infalible y
omnímodo poder del Estado: que nadie necesite a nadie, que
todos necesiten al Estado
y, además, que únicamente
necesiten al Estado.
Naturalmente, esto
no es más que un ideal que, por supuesto, no ocurre a día de hoy y,
probablemente, no llegue a darse nunca. Pero lo más deseable para la
socialdemocracia consistiría en que el Estado, además de proveernos
de una educación —adecuada,
como es lógico, a la idiosincrasia estatal—,
un sistema sanitario eficiente para cuando enfermamos, o pensiones de
jubilación, pudiese facilitarnos la felicidad misma encapsulada y
lista para servir. En cierto modo, esto es algo que ya en nuestros
tiempos se intenta: ¿a qué responde, si no, el proceso de inaudita
infantilización
a que se somete, con tremendo éxito, cabe decir, a la población, a
través de innumerables frentes? El Estado moderno es forzosamente
paternalista y despótico. No crea «comunidad», sino masas de
sujetos tan sumamente necesitados del “bienestar” que el Estado
les proporciona, tan acomodados en su placidez que, cuando los
aspectos más trágicos y cruentos de la vida asoman mínimamente la
cabecita, son por completo incapaces de sostenerle la mirada a la
crudeza, y requieren de inmediato del arrullo de cancioncitas,
eslóganes y adulaciones.
Porque no, no
somos “héroes”
por quedarnos en nuestras casas. No estamos llevando a cabo un
“enorme sacrificio”, aunque así pueda parecérnoslo, a causa de
nuestro desconocimiento de la cara más dura de la vida. El niño
deja de ser niño cuando comprende que, cuando sus padres le dicen
que esos cuatro rallajos que pinta en el papel son “muy bonitos”,
o “súper guays”, le están complaciendo con mentiras. Entonces,
se siente estafado,
entiende que le toman por un inferior, y desea liberarse de tal
situación. Y el primer paso para hacerlo es asumir que no, que sus
garabatos no son obras de arte. Y, sólo tras aceptar que no es un
gran pintor, habrá dado el primer paso para serlo algún día.
Así pues, no
toleremos que nos llamen “héroes” sólo por ser víctimas
secundarias de una situación desagradable. Asumamos que no es la
nuestra una “moral de victoria”, sino de súbditos. Reneguemos de
ese bienestar frívolo que se nos inocula y esforcémonos en ser
mejores. Sólo así, creciendo cada cual como individuo, nos será
posible algún día hacerlo como «comunidad».
Porque, ¿qué
“moral de victoria” puede profesar alguien que prefiere ser
halagado en el error, antes que le hagan ver con claridad su fracaso?