. Ello ha sido así
desde tiempos inmemoriales, y lo seguirá siendo hasta que llegue
aquel por algunos ansiado día en que nos convirtamos en dioses. La
diversión es, así, condición fundamental e ineludible para una
vida sana y feliz, pero, ¿puede la diversión llegar a
convertirse en insana, en una necesidad enfermiza?
La teoría hipocrática afirmaba que la salud corporal
consistía en un correcto equilibrio entre los diversos «humores»
del cuerpo. En la biología moderna, encontramos un cierto
paralelismo con tal idea en el concepto de «homeostasis»,
consistente en el conjunto de procesos orientados a mantener el
equilibrio interno en un determinado organismo. A pesar de los
descubrimientos y avances en el campo de la Biología y la Medicina,
la idea de equilibrio
sigue estando, pues,
en gran medida relacionada con la salud.
De igual manera
ocurre en la esfera psíquica, como no podía ser de otra manera. Una
persona que estuviese constantemente seria nos resultaría tan
desquiciante como otra que no fuese capaz de estarlo en momento
alguno. Todo ser humano
tiene la necesidad de divertirse,
en esto estamos todos de acuerdo. Pero, ¿en qué consiste realmente
“divertirse”?
Divertirse consiste,
simple y llanamente, en crearnos una versión (di-versión)
alternativa de la realidad en que podamos olvidar
y evadirnos de sus aspectos más dolorosos, de todos los problemas
que vivir trae consigo y también, cómo no, del que más cercano nos
resulta: nosotros
mismos. Toda persona
sana necesita descansar de sí misma durante un cierto tiempo.
¡Imagínense qué sería de nosotros si no tuviéramos, por ejemplo,
la posibilidad de dormir y, con ello, de soñar!
Pero ya lo decía
Ortega y Gasset: «dime
cómo te diviertes, y te diré quién eres».
Yo me atrevería a extender un poco más dicha afirmación, y diría:
«dime
cuánto necesitas de la diversión, y te diré quién eres».
¿Es un síntoma de salud necesitar mucho de divertirse? ¿Requerimos
nosotros demasiado de la diversión?
Hay un ejemplo muy
ilustrativo que permite responder a tal pregunta. Vivimos
—¿vivíamos?—
en una sociedad en que una costumbre muy habitual, de la gente joven
y no tan joven, consiste en «salir
de fiesta».
No es extraño encontrarse con personas que tienen el hábito de
«salir
de fiesta»
no ya una, sino... ¡varias veces por semana! Tal necesidad, sí, es
“normal” en nuestros días, pero, ¿debería serlo?
«Es
algo perfectamente normal, puesto que la humanidad siempre ha
festejado a lo largo de su historia»,
podría decírseme. Pero lo característico —e
inédito hasta nuestros días—
de la «fiesta
moderna»
es que en ella no se
celebra nada. La gente
«sale
de fiesta»
sin motivo concreto: no se conmemora algún hecho histórico, no se
celebra hazaña alguna, no se festeja el nacimiento de nadie, ni unas
nupcias, ni una recolección, ni nada: simplemente, se «sale
de fiesta».
Esto nos lleva a concluir que, cuando la gente «sale
de fiesta»,
no celebra nada en realidad: simplemente se divierte. Y, como decía
anteriormente, la diversión es un olvido de uno mismo, y de la
realidad en que se vive. ¿No resulta sospechoso que sean tantos
quienes necesitan de forma tan acuciante olvidarse de sí mismos y de
su realidad?
No hace falta ser un
observador muy agudo para percatarse de la ingente cantidad de
entretenimiento
que la vida moderna nos ofrece. Yo diría aún más: las urbes
modernas son, en esencia, colosales factorías de entretenimiento.
Todo cuanto surge de tal modo de vida acaba, de un modo u otro,
convirtiéndose no ya sólo en entretenimiento, sino en mero
entretenimiento. Lo
son la inmensa mayoría de series,
películas y libros
que se producen y consumen —nótese
que empleo tales palabras con toda la intención—
en nuestros días. Lo son los programas de televisión, lo son las
noticias de actualidad, lo son las salas de fiestas, las cadenas de
comida rápida, los centros comerciales. Todo ello pasa por nosotros
sin dejar huella
alguna, nada
permanente de provecho: se consume, se desecha, y se vuelve a
consumir. Nosotros no somos más que meros receptáculos de tan
infinita cantidad de vacuidades. ¿Se puede ahora, tal vez, ir
entreviendo la causa de nuestra insoportable necesidad de diversión?
¿No esperamos, una vez tras otra, ver nuestro vacío subsanado con
más vacío?
En esta «sociedad
posmoderna»,
todo, absolutamente
todo, es producto de consumo,
que nadie se engañe: las ideologías, los movimientos de masas, el
«mindfullness»,
el yoga, las redes sociales, tal vez incluso este mismo artículo. La
«sociedad
posmoderna»
no es más que una descomunal industria de divertimento baldío o,
dicho de una manera un tanto menos fina, de resplandeciente
estiércol.
El confinamiento
a que estamos sometidos estos días no invita, desgraciadamente, a la
esperanza. Si algo nos está salvando de que los psiquiátricos no
estén acabando más desbordados que las UCIS de los hospitales es
que disponemos de una infinita cantidad de estiércol enlatado que
seguir introduciendo en nuestras bocas. Naturalmente, un cambio tan
profundo no puede producirse en tan poco tiempo. Además, nuestra
cuarentena, como ocurre con todo hoy en día, es una «cuarentena
light».
¡Afortunadamente, en aquellos momentos en que empezamos a
aburrirnos, a angustiarnos de nosotros mismos, disponemos de mil
maneras de distraer nuestra pesada conciencia! Veremos un programa de
televisión, una serie, una película, escucharemos alguna
cancioncita o leeremos algún articulito que, con un poco de suerte,
al cabo de un par de
días habremos olvidado por completo.
«¡Salve,
Estiércol!».
Pero será mejor
que, en este punto, me despida: no es mi intención aburrir a
nadie...