Si
hasta ahora en las sociedades modernas se venían guardando las
formalidades políticas y las empresas capitalistas quedaban
sometidas, al menos formalmente, a la legalidad del Estado-nación,
hoy, dadas sus enormes dimensiones económicas, el asunto no está
tan claro. Surge la duda de si no sucederá al contrario y el Estado
resulta que deba cumplir las exigencias empresariales. El tema de
fondo es que el capitalismo global empieza a cuestionar el valor del
Estado más allá de su condición de carcelero
de masasy
lo deja solo en ese papel como aparato aprovechable para guardar el
orden local, perdiendo así el protagonismo de antaño. Incluso en
este punto previene que la llamada soberanía
le ha sido limitada, quedando en lo que se le delega en precario por
los dirigentes del
orden mundial.
Todo ello va a suponer un cambio sustancial en el modelo de Estado
para adecuar a los más débiles directamente a los intereses del
gran empresariado capitalista.
El sentido de carcelero de masas habría que entenderlo como
medida al objeto de establecer un orden territorial limitado,
regulado conforme a lo que marcan las leyes, en el que es posible a
los ciudadanos gozar de derechos y libertades, siempre que no
contravengan el poder establecido ni alteren la convivencia social.
La individualidad como derecho estaba garantizada por ley y
sus límites se sitúan en la barrera del poder oficial, así como en
las demás individualidades portadoras de derechos; si se superan la
doctrina y las creencias, el resto ya es cosa de cada uno. Cabe la
libertad legal confiada al plano jurídico; de manera que,
respetando la normas, ya es posible sentirse libre, e incluso fuera
de ellas, entre las fisuras no contempladas por la legalidad. Pero
con el auge de las grandes empresas tecnológicas vino esa otra
libertad dirigida, que miraba hacia los intereses del mercado,
dispuesta para arrasar con todo lo demás, incluso con las leyes
convencionales, en cuya ordenación última ya no intervienen
solamente los intereses del Estado, también lo hacen los del
empresariado. Ante este panorama los consumidores están con las
megaempresas más que con su Estado, y ellas con los consumidores. Lo
que supone el principio del cambio definitivo.
Limitado el papel estatal al de
guardián del orden local en aquello que no afecte a la buena marcha
del mercado, en cuanto a que sus intereses se vean limitados, al
igual que sucede con los individuos entregados a la
libertad dirigida, las grandes
empresas han introducido a su vez al carcelero de masas en la
jaula capitalista. Estrechado su
poder por imposiciones foráneas, resultado de componendas
capitalistas, estas no dudan en auspiciar cualquier fenómeno
colectivo que teóricamente suponga ampliación de derechos y
libertades individuales o demande particularismo, aunque vaya en
contra del interés general, siempre que redunde en beneficio de los
negocios. Con el mismo fin anima y colabora en derribar fronteras y
trocear Estados, si ello responde a una mejor perspectiva de mercado.
La estrategia del gran
empresariado global es clara, se
trata de debilitar todavía más a los Estados económicamente
irrelevantes en el sistema mundial, para que las grandes
multinacionales impongan sin oposición sus leyes de
mercado con el fin de mejorar
las ventas. En buena parte, el Estado-nación tradicional ha perdido
su anterior significado, arrollado por los intereses de las
megaempresas. El argumento es sencillo, se trata de debilitar el
Estado para ganar en poder y asegurar la libertad de funcionamiento
de esas empresas. Semejante política de actualidad pudiera servir
para entender que, en el plano de la globalidad, se permita la
aparición de nacionalismos minimalistas
o el renacer de viejos reinos
casi anclados en la leyenda, respondiendo con ello al sentido de
territorialidad de sus gentes, manejadas en su ingenuidad política
por los patricios locales, que aspiran a una mayor cuota de poder, y
por las las megaempresas, para vender más. Sin embargo el modelo
político con todo su esplendor de antaño no ha sido condenado a
desaparecer, porque hoy está representado por el Estado-hegemónico
de zona. Esa fuerza centrífuga auspiciada por el capital, que
desmembra viejos Estados, ya sea de derecho o de facto, se compensa
con la fuerza centrípeta de los imperios capitalistas,
como los nuevos guardianes del orden político global.
Basta echar un vistazo al plano social para observar que el dominio
de las grandes multinacionales es total a través de un mercado no
sujeto a límites territoriales que opera a nivel global y avanza
imparable sin que esté dispuesto a tolerar que cualquier Estado
pueda poner trabas a su expansión. Tampoco la garantía del orden
político resulta ser imprescindible cuando quien domina es el orden
del mercado capitalista. Por lo que el Estado-nación se ve todavía
más afectado en su papel de instrumento de control de masas, lo que
le ha llevado a perder valor ante el capitalismo como aparato del
orden. Al no resultar políticamente tan imprescindible, ya no
importa lo que se haga con él, pese a que a corto plazo no sea
previsible la desaparición el Estado-nación.
Aunque
se trocee un Estado, los riesgos desestabilizadores a nivel de masas
hoy ya no son relevantes, puesto que para eso está el mercado global
que determina una nueva forma de orden
basada en el consumo, generalmente consensuado por las masas.
Políticamente se encuentra la dirección delimperio,
como guardián superior del orden general con vistas a asegurar un
mercado común más amplio que el local. Si, por otro lado, el poder
consolidado de esas
grandes multinacionales, como exponente del nuevo capitalismo, está
destinado a cumplir con eficacia la función de crear capital,
necesita eliminar cualquier obstáculo. Finalmente, si resulta que
el Estado-nación tradicional es poco significativo en el orden
general, no existirán graves inconvenientes políticos para que se
divida, surjan de él otros pequeños Estados o incluso desaparezca,
si con este procedimiento las megaempresas mundiales calculan obtener
mayores cifras de ventas aprovechando el cambio de modelo estatal.