Desde
los comienzos del desarrollo en el plano real de la ideología
capitalista, el Estado-nación fue el instrumento utilizado para
ejercer como
poder político en
la sombraa
través del empresariado.
Una construcción que
parte de la referencia del Estado absolutista, adecentado para la
ocasión con derechos y libertades. Con la burguesía controlando los
distintos Estados, ya definidos como capitalistas, estaba presente a
todos los niveles en la conciencia social un factor determinante del
progreso como era la fuerza motriz del capitalismo.
Más
tarde, la cuestión de fondo no cambia y se va prolongando la
estrategia en el tiempo. Si bien apenas perceptible en el plano
formal, sí lo es
claramente en el terreno vital,
porque la existencia general se hace dependiente de la producción de
las empresas y es ahí donde radica la fuerza que mueve las distintas
sociedades
capitalistas tanto
a nivel económico como político.
Hoy,
plenamente consolidada la
sociedad consumista,
no es preciso indagar en profundidad para que salga a la luz ese
poder del que depende la existencia colectiva a nivel casi global.
Partiendo de que la simple actividad de consumo remite a la idea de
bienestar,
las personas, en cualquier sociedad
avanzada,
ya no están dispuestas a renunciar al bien-vivir. Se ha llegado a un
punto en el que, sin ese sistema encargado de generar bienes y
servicios, el caos se impondría sobre el orden y la parálisis sería
sistémica. De manera
que los encargados de dirigir y mantener el consumo son los que
permiten la marcha de cualquier sociedad actual y a esto hay que
llamarlo poder.
En
este panorama hay algo obvio flotando en el ambiente, debidamente
maquillado por la clase
política, se trata de
distraer la atención con otros asuntos como los derechos, las
libertades o la democracia representativa, para que no trascienda a
la opinión pública que quien realmente manda es el empresariado
capitalista.
Efectivamente no se recoge en las constituciones, porque allí se
habla de pueblo, de
gobierno,
de soberanía
y de leyes.
Tampoco se trata de un mandato expreso, porque hay formas de mandar
de forma indirecta, con los mismos efectos que hacerlo por decreto en
los diarios oficiales, bastan las
sugerencias en
término de mandatos o forzando
económicamente una realidad que
obliga a tomar resoluciones oficiales.
Si
bien durante un tiempo, el Estado burgués fue útil a los intereses
capitalistas en cuanto permitía aportar orden social y coherencia en
el ámbito de la política, más tarde, el
capitalismo imperialista
necesitó más espacio para su autonomía. Arrastró tras de sí a
los distintos Estados, pero acabaron rezagados quedando limitados a
sus territorios tradicionales, mientras el capitalismo emprendía el
camino de la
globalización. Con ella
se adelantaba el fin del Estado-nación en los términos hasta
entonces entendido.
Reminiscencia
de la época burguesa, el Estado-nación, animado por el
imperialismo estatal
ocasional de algunos Estados expansionistas, se resiste a desaparecer
oficialmente y subsiste como tal a duras penas, sometido a las
imposiciones del Estado-hegemónico de bloque. No obstante, para el
capitalismo, el edificio primitivo está a punto de derribo por
inservible para sus intereses —lo que no quiere decir que vaya a
desaparecer—, quedando reducido su papel al de simple controlador
de las masas locales, como clientela ordenada dispuesta para el
mercado abierto. Ahora el capitalismo cuenta con otra pieza
fundamental acorde con la globalización, se trata de los organismos
supraestatales, que diseñan la economía, la política y las propias
sociedades a tenor de los intereses empresariales.
Actualmente
se pueden apreciar varios aspectos que apuntan en aquella dirección.
El capitalismo está demasiado presente a nivel mundial como para
ignorarse su poder. Este último no es algo evanescente, puesto que
se ejerce desde el control del mercado, que es demasiado real.
Respecto al Estado-nación, declina en soberanía afectado por los
compromisos que impone el orden político y económico internacional.
Dentro de él, la identidad política de esa entidad llamada pueblo
se confunde con una cultura universal de sesgo capitalista.
En el panorama parecen tomar presencia incontestable las megaempresas
multinacionales, con poder económico e influencia superior al de
algunos Estados tradicionales. Asimismo, existe un entramado
empresarial que dispone de superior capacidad que el mismo Estado
para satisfacer las necesidades de las masas, mantenerlas en un orden
efectivo y abierto a un futuro bajo control. De tales referencias
puede desprenderse que la forma tradicional de gobernar a los pueblos
desde el modelo de Estado-nación soberano se encuentra en franca
decadencia.