. Benito Lacunza es tan impresentable que asquea pero el autor rentabiliza de forma inteligente al vividor hasta darle una vuelta total entre la suma de circunstancias, secundarios de peso y un trabajo narrativo admirable.
Benito malvive en Madrid con el esperpéntico sueño de convertirse en una estrella del jazz con su trompeta aunque no pase de poner unas copas y su única aspiración diaria sea trabajar lo menos posible. Se marchó a la capital con engaños de supuestos estudios a la familia y el pasado de la Estella natal que aborrece, vuelve con la inminente muerte de su padre. Como si pudiera permitirse lujos, desprecia a antiguos amigos y al entorno navarro de la infancia.
Allí llega con su particular verborrea y una lamentable adolescencia de treinta años haciendo gala de su exquisitez con la vida y los que habitan en ella. Solo hay algo en el mundo por lo que siente cariño real: su hermano Lalo, un ser angelical y cándido absorbido por su arte de esculturas con tubos y desechos de metal. Benito –con su infame costumbre de ilustrar a quien le escuche– no se cansará de repetirle lo ridículo de su bondad y como no se fía de su novia Nines, alarga lo que iba a ser una estancia relámpago mientras se prepara el funeral de su padre y se decide sobre su herencia. Nines es una pobre mujer que sin embargo tiene un tesoro que sorprenderá al más insensible entre los insensibles: el pieza de Benito iniciará una peculiar relación con su hija, la pequeña Ainara, que dejará boquiabierto a todos, entre ellos, al lector. Creíble o no, Aramburu se emplea a fondo, en sacar lo mejor de lo peor de su protagonista. Descubriremos que algo parecido a la generosidad emocional puede salir de semejante crápula y si nos dejamos llevar, habrá momentos en los que el susodicho nos emocione. Sin duda, es muy meritoria la habilidad del escritor para que lleguemos a ese punto teniendo en cuenta la calaña del protagonista. La novela convive entre la comedia que aporta el propio Lacunza con su personalidad, lenguaje y acciones y el drama que se cierne por un suceso en el que se ve envuelto junto con su hermano Lalo. Dada la ética y ejemplaridad humana de este último, sufriremos con la desproporción entre las visiones tan dispares que ambos tienen de la vida. El humor más negro se mezcla con la tristeza que subyace en la novela a la que Aramburu consigue elevar en profundidad e intensidad pese a que a priori, pueda parecer solo una historia entretenida, que lo es. Su lectura resulta ágil y agradable aunque me costara soportar –y a cada página más– al personaje construido como centro absoluto de la narración. Pero ahí está la gracia: odias a Lacunza y sin embargo, esperas que algo cambie para no odiarle tanto. Aramburu te enreda con esta posibilidad creando un juego que resulta hasta divertido. Me parece absolutamente genial cómo arrastra al lector con esta argucia que denota y confirma una vez más –la escribió hace muchos años aunque el autor haya arrasado en ventas desde “Patria”– la diferencia entre los buenos y los que no son tan buenos escritores.