Reseña "La fortuna de Matilda Turpín" de Álvaro Pombo

Lectura pesadísima donde el duelo por la muerte de Matilda Turpin se retuerce hasta el desquiciamiento más absoluto. Que no le falte maestría al lenguaje a Álvaro Pombo no reduce el sopor que transmite esta novela como esas cuestas que hacen resoplar.

 

. Que no le falte maestría al lenguaje a Álvaro Pombo no reduce el sopor que transmite esta novela como esas cuestas que hacen resoplar.
 El escenario del tortuoso duelo de una adinerada familia es una casona en algún lugar de Cantabria a la que el viudo Juan Campos decide retirarse para escapar del mundanal ruido junto a Amelia y Antonio, la pareja de asistentes que sin embargo mantiene una sincera relación de amistad desde hace muchos años.

  La visita a intervalos de los hijos, cada cual más amargado, contribuye a que el fantasma de la fallecida conviva con ellos durante todos los minutos del día. Es una presencia creciente con su constante mención y la admiración que por ella sentían, aunque los trapos sucios se esperan desde el inicio de la novela.

  El autor recrea bien un ambiente asfixiante donde cada cual sobrevive a la desaparición de esta mujer emprendedora que tras dedicarse durante años al cuidado de los hijos se lanzó a una carrera en el mundo de las finanzas, acompañada siempre de su inseparable Amelia. Parece Matilda un ente perfecto que no deja escapar nada al azar pero un cáncer le arrebata el coraje y su innata capacidad para tenerlo todo atado y bien atado.

  Pombo presenta a Amelia como la mujer que ya no es nadie sin su amiga. Su estado de ánimo es tan caótico que el marido confía en que Juan Campos le ayude a salir de su depresión, dada la alta estima en que tiene a este hombre de sesudas reflexiones filosóficas. Pero según avanza la novela –con ese ritmo desesperante de tortuga– nos muestra sus múltiples lados oscuros. Eso sí lo ha hecho muy bien Álvaro Pombo: conseguir que de la repugnancia pasara al odio más absoluto por un ser que utiliza la inteligencia para divertirse sin que se le mueva un pelo.

  El personaje que más me ha gustado es el hijo menor de la familia, dispuesto a que su visita sea la devolución de un rencor acumulado contra el padre. Podría tener motivos y sin embargo, tras tantas vueltas a lo mismo, el lector termina confundido con las propias confusiones que le atormentan.

  Los otros dos hijos del matrimonio con sus respectivas parejas, entre idas, venidas y estancias imprevistas, contribuyen a liar esta madeja psicológica donde se desmenuza todo lo desmenuzable hasta límites desquiciantes. Y lo más grave es que la fórmula usada por el autor para incidir en las diferentes cuestiones abordadas son las repeticiones en bucle.

 Por más capacidad que el autor tenga –que la tiene y sobrada– para fabricar su escritura no parece realizar este trabajo para el lector, sino para sí mismo. Muy lícito por supuesto si ese es su objetivo pero hacerlo sudar tanto, roza casi el “autodeslumbramiento” por uno mismo. No solo porque son excesivos los palabros que empalagan sino por la rimbombancia que despliega gracias a la voz de Juan Campos.

  Sí me gusta el análisis de la relación entre los propietarios de la vivienda y los amigos que funcionan como servicio doméstico entre otras tareas. Resulta complicado que se mantenga el equilibrio entre la amistad y sus obligaciones que por cierto, realizan encantados y admirados de sus pagadores. Pero, como suele pasar, las circunstancias dan vueltas inesperadas a la vida. Ciertamente era casi imposible que la armonía fuese interminable.

  Con sus partes buenas, avaladas por supuesto por el dominio del lenguaje que demuestra el autor, no deja de ser esta una novela para lectores muy exigentes que no esperen acción de ningún tipo y que disfruten con lo diferente basado en los excesos de las palabras y el relato reiterado de situaciones similares o la descripción de psicologías de personajes que resultan confusas.

  Suelo criticar la gratuidad con la que se otorgan premios en demasiadas ocasiones con obras banales de escaso peso narrativo pero siempre hay términos medios. Muchísimos y de mil formas posibles. Y este producto que obtuvo el Planeta de 2006, ofrece un extraño extremo opuesto, donde el mérito habría que otorgárselo al lector que consiga llegar al final diciendo: «madre mía, he disfrutado plenamente».

Reseña realizada por Begoña Curiel.

UNETE



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