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Breve suspiro, y último y amargo,
es la muerte, forzosa y heredada:
más si es ley, y no pena, ¿qué me
aflijo?
Francisco
de Quevedo, Salmo
XVIII.
Recuerdo haberme sorprendido, en más
de una ocasión, en alguna clase, durante el bachillerato, cuando
algún profesor nos explicaba el origen de algo remontándose a
viejas historias, y a posibles influencias sobre esto que juzgábamos
novedoso, por parte de aquello, tan viejo como el mismo hombre. Con
el paso del tiempo los juveniles asombros fueron dando paso al
escepticismo. Y hoy pienso que el hombre, salvo por dos o tres cosas
superficiales, es el mismo allá donde esté o habite. No hace falta
que esta filosofía o esta religión influya en aquella o viceversa,
pues el resultado siempre es el mismo. E idénticas las soluciones.
-Conforme me voy haciendo mayor -le
confesé a Julia aquella tarde de principios de la primavera- voy
viendo al mundo más pequeño, más compacto, y a sus habitantes más
monótonamente parecidos entre sí.
-Sí que estás envejeciendo -me
respondió sonriéndome y ofreciéndome una taza de café-. Hace
muchos años leí, no recuerdo dónde, ni quien lo escribió, que
mientras una persona tenga ganas de viajar, seguirá siendo joven.
Perdidas estas, perdida la juventud. Y si todo te parece igual, me
temo que ni te moverás.
-Pues entonces -le repliqué- yo
jamás he sido joven. Lo he sospechado siempre; pero ahora me lo
acabas de confirmar: nunca me ha apetecido viajar. Aún cuando vivía
ella, me costaba seguirla. Ahora ni me muevo de casa: todo me parece
igual, desde luego, insulso y vacío. No vale la pena recorrer miles
de kilómetros para dar con lo que se tiene en el barrio.
-Me recuerdas una narración que leí
siendo muy joven. De un autor hoy totalmente desacreditado y
desaparecido. El libro me lo dieron las monjas en el colegio. Era un
cuentecito de José María Pemán. ¡Dios, qué mayor soy! En dicho
cuentecito, un galgo, al que hacen correr tras una liebre mecánica,
se percata de que la carrera siempre acaba, sin coger la liebre, en
el mismo sitio que comienza. Así que se queda en la salida, que es,
al mismo tiempo, la meta. Creo recordar que el galgo se llamaba
Séneca.
-¡Por Dios! Eso es un insulto -dije
con el último sorbo del café-. No me gusta esa narración -concluí.
-A mí tampoco. En su momento me
impresionó. Pero luego me hice más cervantina, más de aquello que
vale más el camino que la posada. Y sí, sabemos todos que el fin es
la muerte, pero ¿por qué no aprovechar los años que tenemos que
estar aquí? Digo yo que será mejor caminar que estar tumbado a la
bartola, como dice aquel cantar:
Cada vez que pienso
que me he de morir,
tiro la manta al suelo
y me harto de dormir.
-Una cosa -le repliqué por si me
estaba tomando el pelo- es que no me guste viajar, o no me apetezca,
y otra muy distinta que esté sin hacer nada.
-No, por favor, no te estaba
criticando -me respondió con la mejor de sus sonrisas- ni es esa mi
intención. En esta vida cada uno cuenta la feria según le va en
ella. Y a quienes les gusta viajar, santifican los viajes… Quiero
decir que también tú podrías decir que mientras uno estudia latín
o griego, y lee manuscritos apolillados, es joven. Y se muere cuando
se pierde el interés por los libros o las lenguas.
-Entonces el mundo sería un lugar
de fantasmas.
-¡Dios mío! -exclamó riendo- ¿Y
acaso no lo es?
-Bueno -sentencié sonriendo yo
también-. Has convertido el tema de la monotonía y de la muerte en
algo alegre y casi chistoso.
-Espero que no te sepa mal.
-En absoluto. Al fin y al cabo todos
tenemos que pasar por ahí.
-Efectivamente. Y yo, en contra de
quienes defienden la juventud por los billetes de ida y vuelta, te
diría que se deja de ser joven cuando se deja de temer a la muerte;
cuando una persona no se espanta ni escandaliza al hablar de ella.
-Quizás tengas razón.
-Seguramente la tengo. Ahora bien,
yo no soy una excepción, y también cuento la feria según lo vivido
en ella. Recuerdo una mañana, cuando me iba al colegio, ver a mi
madre hablando con una vecina. Estaban comentando la muerte repentina
de una conocida. Mi madre, pensando en voz alta, dijo que para
morirse sólo hace falta estar vivo. Yo salí corriendo diciendo que
mañana y pasado y al otro, estaría viva. Y seguiría viva.
-Aquello debió de ser un exorcismo
infantil.
-Seguramente. Luego, de joven, uno
se cree eterno. Pero poco a poco va viendo desaparecer a unos y a
otros. Y se comienza a comprender, y a aceptar, lo inevitable. Y sí,
para morirse no hace falta más que estar vivo. Pero, y vuelvo a la
misma. ¿por qué no aprovecharnos mientras estamos aquí? Haciendo
lo que nos guste: viajar o estar hablando con viejos familiares.
-Es lo que hacemos, ¿no? ¿Por qué
tengo que hacerle caso yo a alguien que dice algo sobre la juventud y
la vejez y los puñeteros viajes?
-No tienes que hacerle caso a nadie.
Mientras no le hagas daño a ninguna persona, haz lo que te apetezca.
Viaja o quédate en tu poltrona. ¿Qué más da?
-Sí, creo que todo tiene la
importancia que queremos darle. Yo también me he acordado estos
días, quizás por mis taquicardias, por una cierta aprensión, o por
lo que sea, de una conversación en el instituto. Tenía una alumna
con no recuerdo ya qué tipo de deficiencias. Una compañera, sin
duda con la intención de animarla, le estaba diciendo que se había
ido de viaje a Nueva York… La otra chica le respondió que ella
también había ido de viaje a Jérica, Higueras, Caudiel… y que en
todas partes era lo mismo: calles y casas, casas y calles.
-En el fondo -reconoció Julia
sonriendo- no le faltaba razón.
-Creo que esta chica era más
senequista que el perro del cuento de Pemán: todo es lo mismo si no
sirve para transformarnos, o si no nos transformamos nosotros. Y, al
final, y me llevo el agua a mi molino, lo mismo da haber visto la
Acrópolis que la Torre del Molino, que no haber visto nada.
-Tonto en su villa, tonto en
Castilla. Lo importante no es el viaje. De todas formas -dijo
corroborando mis pensamientos- admitamos que el dejar de viajar
supone que hemos envejecido. ¿Y qué? ¿Hay algo de malo en hacerlo?
¿Que estamos más cerca de la muerte? Sí, indudablemente. Pero eso
no es un castigo.
-Séneca
dice que senectus
enim insanabilis morbus est. La
vejez es una enfermedad incurable.
-¡Ah, querido! Se equivoca tu
romano amigo. La vejez sí que tiene arreglo. Pues igual que la
juventud es otra enfermedad que se cura con el paso del tiempo. No
hay ningún mal que cien años dure.
-Lo terrible de esas enfermedades es
lo terriblemente solos que se van quedando los vivos.
-Gustavo Adolfo Bécquer lo decía
al contrario.
-No.
Yo creo que los muertos están muy bien, y muy juntos… Empecé a
perderle el miedo a la muerte cuando leí Antígona.
Por
desgracia no he conseguido ver un montaje de esta obra que valga la
pena. He visto dos y malos. Pues bueno, en un momento determinado,
Antígona dice que es más el tiempo que estaremos con los muertos
que con los vivos. Sobre la tierra estaremos, como mucho, noventa
años. En el Hades, toda la eternidad.
-Vista así la cosa -me dijo
sonriendo- allí deben de haber muchas cosas para no aburrirse. Te va
a dar tiempo a leerte a todos los clásicos. Y podrás hablar con
Séneca.
-Sí, pero toda la eternidad, Julia,
¿no será un poco pesado?
-Imagino. Creo recordar que en algún
momento el pobre conde Drácula se plantea el suicidio, ¿o me lo
estoy inventando yo ahora? Claro, su drama es que no puede
suicidarse. Y el pobre hombre está harto de vagar por ahí asustando
doncellas y mordiendo yugulares. Es un tormento.
-Cosa diferente, digo yo, debe de
ser hablar con Séneca, luego con Cicerón, luego con Aulo Gelio, con
Cervantes…
-No, si tenemos faena para un par de
eternidades. Y a lo mejor estas tampoco duran tanto.
-Sí, resulta difícil concebir algo
que no tenga fin y acabamiento. Hay algo no obstante -dije con una
melancólica sonrisa, tras un breve silencio- que no tiene fin. Es
cierto.
Julia se quedó mirándome
fijamente. Entendió a lo que me refería. Sin duda. Más de una vez
había dado pruebas de que le molestaba verme triste. Tampoco lo iba
a consentir aquella tarde. Le seguí el juego.
-Tienes razón. Pero ya es la hora:
métete en la cocina y haz una sabrosa y ligera cena. En la nevera
tienes de todo. Cultivemos el jardín. Morir es algo más que cerrar
los ojos y dejar de llorar. Cada vez lo tengo más claro.
-Hoy estamos corrigiendo a medio
mundo. Voy a hacer un filete a la plancha con una ensalada con aceite
del pueblo…