-Muchos -respondió don Quijote-,
pero pocos los que merecen el nombre de caballeros.
Miguel
de Cervantes, El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Hoy también ha sido otro día
extraño e inquieto: en toda la mañana no me he podido sentar en mi
sillón, ni ponerme delante del ordenador, o, en su defecto, ante un
folio en blanco empuñando cualquiera de mis queridas plumas
estilográficas. Llevo ya una semana en la que no consigo librarme de
varios y diversos problemas burocráticos, y de mis nervios. Tras
idas y venidas de aquí para allá, llego tan cansado y harto a casa
que o no me concentro en la lectura, o soy capaz de dormirme delante
del mismísimo Ovidio. Cosa que me molesta muchísimo.
Deseando acabar con tan desastrada
situación, a fin de tranquilizarme, y terminadas las visitas
burocráticas, me fui a tomar las aguas al único balneario donde
podía curarme: a una librería del centro. Y allí, tras rebuscar y
mirar, remover volúmenes y devolverlos a su estante, me vine a casa
con una biografía de Cervantes, y con un ensayo sobre mitología
griega que, una vez más, comprobé que hacía años que formaba
parte de mi pequeña biblioteca. Aun así me lo quedé: el otro,
comprado hace muchísimos años, es una edición antigua, el papel se
ha ennegrecido; y, al abrirlo, se desencuadernó desparramando sus
hojas por aquí y por allá, como platanero silvestre en pleno otoño.
Sea
porque el largo paseo a la librería me tranquilizó, o porque el
libro sobre Cervantes fue muy de mi agrado, o por ambas cosas a la
vez, volví a centrarme en la lectura, y en ella me engolfé una
media hora sin dormirme. Más o menos. Al cabo de ese tiempo, un
gusanillo comenzó a roerme por dentro: yo también debería escribir
algo sobre Cervantes, o sobre su inmortal novela. Ese fue el inició
de una persistente discusión conmigo mismo, que, dicho sea de paso,
es la mejor forma, y la más auténtica, de discutir. Y, claro, me
resultó imposible seguir leyendo. Para hacerlo con aprovechamiento
debería acallar las voces interiores. Y lo mejor era escribir algo,
lo que fuese, con tal de dormir o desplazar, al molesto gusanillo
interno. Este, sin embargo, no estaba dispuesto a admitir cualquier
escrito: el tema debía ser o Cervantes o alguna de sus novelas,
preferentemente El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Intenté justificarme.
Ni soy profesor ni soy erudito. De
don Miguel de Cervantes, por lo tanto, no sé absolutamente nada.
Para no mentir, sé algo de lo que escriben en los prólogos los
editores de sus obras, o lo que se cuenta en alguna vieja biografía
que hay entre este pequeño montón de libros, polvorientos y
dispuestos a desarmarse en cuanto los tocan. Nada de esto me da
autoridad para hablar sobre él. Y mucho menos, y más teniendo en
cuenta la ingente cantidad de estudios que han generado, sobre sus
obras. ¿Por qué no contar, entonces -me dije a mí mismo- la forma
en la que conocí a Cervantes, las lecturas que hice de su famosa
novela o novelas? No doy para más. Se aceptó la propuesta. Y así
se tranquilizó la voz interior. Lo hizo dejando yo la lectura y
comenzando un texto que hace tanta falta en este mundo como un
caracol verde. Majar en hierro frío.
A
partir de aquí, pues, y antes de meterme en harina, me planteé
escribir mis conocimientos sobre Cervantes como si de una carta se
tratara. La comenzaría imitando a Lázaro de Tormes: Pues
sepa vuesa merced que yo me puse al servicio de mi señor don Miguel
de Cervantes en tal día y en tal hora del año de gracia del Señor…
No
hace falta ser tan preciso. Aunque, cierto es, podía fijar
exactamente la fecha en la que leí, por primera vez, El
ingenioso hidalgo. Sí,
lo podría hacer con toda exactitud, o muy aproximadamente.
Muchísimo.
Recuerdo que, por aquel entonces, el
de la primera lectura, vivíamos en un pueblo de cuyo nombre no
quiero ni acordarme. Estaba enclavado en medio de la huerta. Ni yo
había nacido allí, ni tenía amigos en tan apartado rincón del
mundo. Mi casa formaba parte de una barriada, flanqueada por unos
vecinos que parecían sacados de una novela de Blasco Ibáñez: ni
vivían ni dejaban vivir. A nuestras espaldas se hallaba el
cementerio del pueblo; y la calle tenía el becqueriano nombre de
calle de las almas. En dicha calle pasé unos cuantos años de mi
juventud. Más de los deseados.
Yo
era un personaje solitario. Y las cosas no iban muy bien. Fue por
eso, sin duda, por lo que me alegraba mucho cada vez que mis padres
se iban a la ciudad, y trataban, lejos de casa, de distraerse. Un fin
de semana de aquellos, raro y memorable por cierto, se fueron los dos
al cine. Vieron una película acababa de estrenar, Doctor
Zhivago, de
David Lean. Ya no existe el cine donde la proyectaron. O mejor dicho,
se ha convertido en un gran supermercado. Nadie se baña dos veces en
el mismo río.
A
la salida del cine, y eso, sin duda, se debió a la iniciativa de mi
padre, pasaron por una librería, que también pasó a mejor vida,
transformada ahora en una pseudofarmacia o en una herboristería, o
algo similar. Allí, mi padre le confesó al librero que a su
muchacho le gusta mucho leer, y que quería un buen libro para él. Y
así, y tal vez sin tener en cuenta mi tierna edad, aquella tarde
noche, por mor de un desconocido librero, me tropecé con una edición
de El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Era
un grueso volumende
la colección Austral. Tenía, dicha edición, una letra pequeña y
apretada, un papel un tanto moreno, y una letra no muy negra. Sin
notas a pie de página ni engorrosos prólogos. Me puse a leerlo
inmediatamente.
Pero tal vez las cosas no sucedieron
de esta forma. La verdad es que no estoy muy seguro. Por eso lo mejor
será dar las dos versiones que circulan por mi mente. Quizás esta
no sea del todo cierta; y la otra, han pasado mucho años, la
recuerdo vagamente. Pero la cuento.
Yo,
ciertamente, siempre he estado dotado de un excelente complejo de
inferioridad. Lo cual tiene su parte buena, y su parte mala. La buena
es que era dado, por eso mismo, a hacer caso, en todo cuanto dijeran,
a mis profesores, y a otras personas tenidas por entendidas en
cualquier materia. Y si ellos decían que La
Odisea, Poema de mio Cid oDon
Quijote eran
libros excelentes, debían serlo sin duda. Di en pensar que yo no los
entendía porque me había propuesto hacer divisiones sin saber
sumar. Retrocedí en el tiempo, abandoné lo que estaba leyendo, cogí
un libro de texto de lengua y literatura, y comencé a leer cuanto
allí se indicaba, desde la primera página. Quería formarme un
sólido gusto estético. Empecé, pues, por la Ilíada,
estuve
a punto de perecer en el intento, y continué hasta llegar a don
Miguel de Cervantes. Me pasé noches en blanco intentando dilucidar
dónde estaba el valor que se le asignaba a muchos de aquellos
libros. Mi angustia iba en aumento. Pero persistí. Así que
seguramente fui yo quien, aquella gloriosa tarde en que mis padres
fueron a ver Doctor
Zhivago, les
pedí la novela. Estaba, pues, al cabo de un cierto tiempo, en el
siglo XVII. Aquel viejo libro de texto era un tanto esquemático.
Hay personas a las que uno, sin duda
por la proximidad o por el parentesco, no se atreve a calificar, o no
quiere. Lo cierto es que cuando mis padres, aquella gloriosa tarde,
me dieron el volumen que me acababan de comprar, se me iluminó la
cara. Pero mi madre, fiel a ella misma, estaba dispuesta a amargarme
el regalo: no sé cuántas veces, cenando, y tras la cena, me contó
el inicio de la dichosa película de David Lean. Se inicia con el
triste entierro de la madre del protagonista. En aquel momento
Zhivago era un niño varios años menor que yo. Mi madre no hizo más
que preguntarme, con una insistencia abrumadora, y a lo largo de
semanas y meses, si yo lloraría tanto como él el día de su
entierro. Y a fin de que pudiera imitarlo, me dio dinero para que
fuera a ver la película. Pasaron siete días, entre una cosa y otra,
siete días exigiéndome el comportamiento del niño Zhivago en un
frío cementerio ruso y bajo los sones de la balalaika.
Cuando
vi Doctor
Zhivago, en
el mismo cine que mis padres, yo ya llevaba varios capítulos de don
Quijote leídos.
Conocía la existencia, por lo tanto, de Dulcinea del Toboso. Y
sorpresa. El entierro, escenas primeras de la película, me
impresionó, y mucho. Pero lo que más me marcó, lo que me anonadó
y me dejó fuera de mí, fue la actriz protagonista, Julie Christie,
a quien imaginé como una Dulcinea rusa, y de quien me enamoré
perdidamente. Como ni de lejos estaba al alcance de mi mano aquella
mujer tan bella, me entristecí. Durante meses y meses fui por la
casa como alma en pena. Mi madre dedujo, al verme de tal guisa y
compostura, que sí, que lloraría como manda la película el día de
su santo entierro. Nada más faltaría la balalaika. No se puede
tener todo en esta vida.
Los capítulos iniciales de la
novela de Cervantes, a los que regresé una y otra vez intentando
comprenderlos, sirvieron para curarme, al menos durante algunos
minutos, de mi triste melancolía. Así, gracias a los molinos de
viento, conseguí olvidarme por unas horas de aquella magnífica
actriz a quien perseguí como a un sueño: no hubo película suya que
no viera. No obstante, ella, como otra Dulcinea, jamás ha sabido de
mi existencia, ni me ha visto en persona. Tampoco yo a ella. Ya no
tiene importancia.
Mi
madre al verme tan murrio se llenó de alegría: supo, por fin, que
lloraría, y mucho, cuando falleciera. Pero preocupada, al mismo
tiempo, por mi lamentable estado, y por los suspensos que me caían
en el instituto, trató de animarme un poco. Y yo, en justa
correspondencia, recuerdo que leí, en voz alta, tras alguna que otra
cena, varios capítulos de Don
Quijote. En
realidad decir que leí capítulos de El
Quijote en
voz alta es una tontería, pues la risa, siempre la risa, me impidió
hacerlo una y otra vez.
Y sí, varias aventuras, me hicieron
comprender porqué mis profesores consideraban que aquella es una
gran novela. Pero otros capítulos se me hicieron larguísimos,
pesados, odiosos. De mil amores, si me hubiese atrevido, me los
hubiera saltado. No lo hice. Y terminé la novela. La leí de cabo a
rabo, sin omitir nada. Pero respiré con alivio cuando llegué, casi
sin aliento, a la última página.
Me percaté, leyendo o descansando,
de que no tenía ninguna posibilidad de tener una cita, me hubiera
muerto del susto, con Julie Christie, ni de comprender a don Miguel
de Cervantes. Esto último, sin embargo, al menos en parte, estaba al
alcance de mi mano. Con lo otro, me tuve que conformar con ver todas
sus películas. Y creo, sinceramente, que Julie Christie ha sido una
magnífica actriz que no se ha prodigado mucho. Al menos no tanto
como yo hubiera deseado.
Al
cabo de unos años, sin haber derramado todavía ninguna lágrima en
ningún cementerio, volví a abrir aquella edición de Austral de Don
Quijote. Algunas
cosas ya no me parecieron tan aburridas, ni algunas aventuras tan
divertidas. No obstante, para mejor comprender a Cervantes, o crearme
esa ilusión, di en comprarme, yo, las Novelas
ejemplares. No
entendí el porqué del título. Pero me encandilaron El
licenciado Vidriera, El coloquio de los perros, y
Rinconete
y Cortadillo. No
sé cuántas veces he leído estas novelitas. Y cuantas y cuántas,
El
Quijote, siempre
con el bello rostro de ella presente.
Me
compré otras ediciones, las regalé y las sustituí por otras
repletas de prólogos, de notas a pie de página, de sesudos
estudios, y de no sé cuántas cosas más. No creo, por ello,
entender muy bien la novela. Pero he disfrutado y disfruto mucho con
ella. Eso es innegable. Tampoco sería capaz de explicarla. Y
tampoco, como ya he dicho, he estado nunca al lado de Julie Christie.
Y con esto, con lo contado, mi
pequeña conciencia me deja libre para volver a leer lo que me
plazca. Ya he metido el cucharón en la olla cervantina. Creo que ni
lo ha notado nadie, ni ha servido para nada que no sea quedarme yo un
tantico tranquilo. Aun así, si me lo permiten vuesas mercedes, me
gustaría añadir una última cosa antes de despedirme.
Cuando
leí El
Quijote por
primera vez, mis padres tenían un horno de pan. Era el negocio
familiar. El horno era moruno y se calentaba con leña. Una de las
paredes del horno era una de las paredes de la cocina. En invierno
era una delicia sentarse en la cocina con la espalda apoyada en
aquella pared. Y allí, y en esas condiciones, con una bombilla
penosa, colgando del alto techo, pasé horas y horas leyendo las
aventuras de este gran caballero. Y soñando con ella. No había, por
lo tanto, cosa más triste para mí que el amanecer. Aquello de lo
del alba sería, se
convirtió en una maldición: tenía que dejar el libro, y mis
ensoñaciones, para asistir a una clase de educación física o de
matemáticas. Evidentemente no todos los tiempos son unos. Aun así
he seguido soñando… Pero todo esto ya forma parte del pasado.