Tenían casi todos un carácter
bondadoso y tolerante, dos cualidades que demostraban su
superioridad.
Honoré
de Balzac, Las
ilusiones perdidas.
Aquella tarde, era sábado, antes de
que comenzáramos a hablar, como era habitual entre nosotros, Julia
se asomó a la galería. Durante unos breves segundos estuvo
escudriñando la calle. Luego, cerró la cristalera y se sentó
frente a mí, que estaba intrigado.
-No hay vallas en las calles -me
dijo-, ergo mañana no hay maratón ni carreras, ni impedimentos para
que podamos salir de la ciudad. ¿Tienes tú algún compromiso?
-Ninguno. Nunca tengo compromisos
con nadie.
-Conmigo sí -dijo sonriendo-. Te
propongo que nos vayamos mañana al pueblo. Me apetece mucho ver a un
par de personas y dar una vuelta por algunas calles de mi infancia.
-Será un placer llevarte allí.
-Muy bien. Llamo a un par de
personas, y nos quedamos a comer en el pueblo. ¿Te parece bien?
-Perfecto.
Y así lo hicimos. Motivo por el
cual, a lo largo de varios días, el pueblo, o los pueblos y su
abandono, la famosa despoblación, se convirtió en el tema de varias
conversaciones.
-En
realidad -le dije yo- no es una situación nueva. Te recuerdo que ni
Séneca ni Cicerón, por citar a dos nada más, murieron en el lugar
en el que nacieron. Ambos emigraron a Roma. Y que el famoso Beatus
ille, bellezas
aparte,no
es sino un intento de alejar a la gente de la ciudad.
-Claro
-dijo con ironía- con esto de la democracia todo el mundo ha hecho,
incluidos mis padres, lo que antes sólo hacía la aristocracia o los
pudientes: irse del pueblo, abandonar los campos y los aperos de
labranza. Y sí, comienzan las llamadas al regreso, comienza la
despoblación. Ahí tienes Menosprecio
de corte y alabanza de aldea.
-No
la conozco. Pero sea como fuere, los padres, por supuesto, no
deseaban para sus hijos la vida que llevaron ellos. Y emigraron, como
también lo hicieron antes los pobres, empujados por los
terratenientes.
-Es increíble -me dijo entre triste
y melancólica, como si no hubiera oído nada de lo que acaba de
decirle-. En el teatro del Siglo de Oro siempre el patán es el
campesino, el bruto, el que carece de educación, refinamiento y
buenas maneras.
-Es muy fácil tener todo eso cuando
se tiene la vida solucionada.
-Me recuerda una discusión que
tuve, de muy joven, con una niña bien en la universidad. Esta se
preguntaba, riéndose, que cómo un negro iba a ser capaz de gobernar
una ciudad, si la inmensa mayoría de ellos no sabían ni hablar.
Mira -recordó indignada- no le tiré de los pelos por no rebajarme.
-Siempre han existido los
prejuicios, Julia.
-Es un tópico. Y no está exento de
razón, te lo reconozco. Pero analicemos el porqué de la cuestión.
Lo que más me indignó -añadió tras unos segundos de silencio- fue
hallar esos tópicos entre gente de la Iglesia. Sí, ya sé lo que
vas a decir. Pero que Eiximenis, un franciscano, tildara al campesino
de bruto, de animal y de no sé cuántas lindezas más…
-Mientras estabas tú en la iglesia,
en el pueblo, yo me he quedado fuera, en la calle. Y allí he sido
testigo de una conversación muy interesante. Estaban cerca de la
puerta un padre y un hijo. El hijo, un joven de unos veinte años,
disertaba, sin ninguna discreción, contra la religión, opio del
pueblo, y contra las mujerucas que siguen a los curas, y etc, etc. El
padre, que luego ha resultado ser familiar tuyo, indignado, ha
arremetido contra el hijo. Le ha venido a decir que él piensa como
lo hace porque su abuelo emigró del pueblo, porque ha podido
estudiar, ir a museos, exposiciones, y tener una educación que no
han tenido esas mujeres contra las que se revuelve. El padre ha
destrozado al hijo: quien se creía un revolucionario ha terminado
siendo un niño bien. Y no le ha hecho nada de gracia.
-Lo mismo le ha sucedido -me dijo- a
algún que otro familiar: salidos del pueblo, y con una media
carrera, creen que han alcanzado el cielo, y se muestran
condescendientes con quienes se han quedado.
-De todas formas -le repliqué
intentando huir del tópico- por mucho que nos empeñemos, los
pueblos se vacían. Y no van a conseguir nada con muros y leyes
antiemigración, aunque sea pasar a palabras mayores. El pueblo, como
economía o forma de vida, está obsoleto.
-Sí, tienes razón. El otro día
-me contó- fui al mercado a comprar. Me gusta hacerlo. El mercado no
está lejos de casa, y así camino un poco. Pues bien, uno de los
puestos está regentado por un vecino del pueblo de al lado. Cuando
llegué al mercado estaba perorando sobre el abandono de los pueblos.
Y le decía a alguien, que tenía a su hijo en el paro, que se fuera
a su pueblo, se comprara no sé cuántas cabezas de ganado, y a vivir
tan ricamente. El hombre se fue con la cabeza gacha. Entonces el
comerciante siguió perorando dirigiéndose a mí. Y yo no me pude
callar: “¿Pero tú -le dije- quieres eso para tus hijos? ¿Que se
hagan pastores? Y si tan ricamente se vive, ¿Por qué has salido del
pueblo?” No le quedó más salida que decir que eso, regresar al
pastoreo, es el fin que nos aguarda a todos.
-Tal vez. Pero ni Séneca ni Cicerón
volvieron a su pueblo natal. Por eso me ha parecido un poco
quijotesco, y encantador, eso que pretenden los jóvenes que me has
presentado.
-Me imagino que hablas de esos que
intentan promover una revista cultural en el pueblo.
-Sí, de esos mismos. Dejando tamaña
quijotada aparte, me han parecido todos un grupo de bellísimas
personas.
-Lo son. Uno de ellos es el nieto de
la mujer que tenía la única tienda del pueblo. Y siempre que venía
algún representante al pueblo, lo primero que hacía la buena mujer
era prepararle un buen almuerzo. Fuese quien fuese. La mujer no podía
soportar que nadie pasara hambre. En aquella época, los
representantes viajaban con el tren. Este llegaba muy pronto al
pueblo. Así que la buena mujer, los metía en la cocina, y mientras
le enseñaban algún pobre catálogo, ella, sin prestarles mucha
atención, les hacía una tortilla de patatas, o huevos fritos con
tocino, o lo que fuera. Salían de la tienda más contentos que si
hubieran vendido todos los productos de su empresa.
-Desde luego en esta vida ha habido
gente increíble. Y todavía la hay. El otro día, en la capital,
entré en una tiendecita a comprar una botella de agua. No puedo con
el agua fría. La pedí natural, y como no había, el hombre se metió
en la trastienda, y me sacó un vaso de agua. No me lo podía creer.
-¿Y vas a colaborar en la revista
de estos chicos?
-Claro que sí. No va a servir para
nada. Quiero decir que en ningún caso nadie va a abandonar la
capital y se va a ir a vivir al pueblo. Este se desangra. Y una
revista cultural no actúa ni siquiera como un pequeño tapón…
pero está bien, me gusta, la idea. Me encantan las causas perdidas,
si quieres.
-Tampoco creo que se trate de ganar
ninguna causa. Saben lo que están haciendo.
-Sí. Lo sé. Uno de estos chicos me
contaba que el año pasado estuvo con sus primos cogiendo olivas. Me
decía que lo que ellos tardaron quince días en cosechar, una
máquina, en un pueblo vecino, donde una multinacional ha comprado
muchas tierras, lo había hecho en dos horas. Imposible competir. No
hay nada que hacer. Igual que pasaba en la Roma clásica. Pero me
gusta la idea de una revista cultural en un pueblo que no llega a los
ochocientos habitantes. Y en el que el noventa por cien ni leen, ni
leerán nunca.
-No me importa. Siguen siendo unas
excelentes personas. Otro día que vengamos tenemos que ir a la
sierra, a un cierto monte.
-Ya, ya sé lo que me vas a pedir
-dije rápidamente a fin de evitar la conversación.
-Pues allí es donde quiero que
deposites mis cenizas.
-Bueno, mientras llega ese momento,
me encantaría que hiciéramos una cena con todo ese material, o una
parte del mismo, que te han regalado en el pueblo. Los últimos
suspiros.