. Mujer y lucha. Un matrimonio cambiante, lleno de matices y tan de actualidad aunque no coincidamos con las épocas y lugares elegidos por la autora. “La mujer habitada” es una hermosa historia llena de lirismo y magia con profunda temática donde la palabra «libertad» lejos de ser un término etéreo se convierte en un hecho necesario, real y por el que aún es necesario seguir luchando.
Lavinia es “La mujer habitada”. Una arquitecta de familia bien que evoluciona por compromiso. Ese al que nadie está obligado al nacer, pero que marca la vida de quien pelea en ese camino. Un hecho fortuito relacionado con su pareja sentimental, Felipe, le hará abrir los ojos aunque sus dudas sean infinitas. ¿Por qué debería complicarse si su vida podría ser perfecta y cómoda? Gioconda Belli desmenuza el proceso mental de contradicciones, estudio de pros y contras, miedos y mil debates interiores más de la protagonista. Un proceso narrativo con el que he disfrutado muchísimo porque resuena en lo personal. En el de la propia autora y el de cualquier lectora/a que no se identifique con la resignación.
Lavinia, en vez de limitarse a «existir» sin preocupaciones en el escenario imaginado de Fraguas –como metáfora del régimen de Somoza en Nicaragua–, se sumergirá en la lucha del Movimiento Nacional de Liberación mientras el lector escucha el parloteo de su cabeza. Con sus pánicos y satisfacciones. Pero Lavinia está habitada. Desconoce que está dentro del naranjo de su casa donde reside el alma de Itzá. Ella sí es guerrera convencida; una mujer indígena que se revolvió contra los colonizadores españoles. Respira con Lavinia, la observa, infunde valor cuando flaquean sus fuerzas, en una mágica conexión que de forma tan hermosa refleja la portada de este libro. Itzá practica esa palabra tan bella y que tanto me gusta llamada sororidad. Ambas mujeres. Ambas rebeldes contra lo injusto. Cada una a su manera y las dos luchando contra el machismo de sus guerreros varones. A los que tanto cuesta verlas como iguales aunque de valor anden sobradas. La infiltración en las redes de lucha conlleva su liberación como mujer. Al menos, su trabajo en ese sentido. La voz ancestral de Itzá es la de la experiencia frente al discurso que Lavinia está aprendiendo a pronunciar sobre la marcha. Desde que el debate de la ética explota en su cara. Es un juego metafórico precioso el relato de estas vidas en paralelo, donde los hombres –en el marco de la novela– son secundarios y no por ello, menos importantes. Ni mucho menos. Porque el amor habita con mayúsculas en estas páginas. También con sus contradicciones y matices. Ha sido una lectura emocionante. Puede que pausada en determinados pasajes. Pero siempre bonita. Con esos toques de magia que deleitan, que hacen paladear las frases. Sobre todo cuando Lavinia está cerca de ese naranjo que creció en la casa de la tía Inés, ya fallecida. Su tía es el tronco al que se agarra para sentir el apego que no conoció con sus padres. Ellos protagonizan escenas que me han resultado especialmente tristes. Pertenecen al estrato de la sociedad al que su hija está diciendo adiós. En esa tortuosa pelea emocional que la acompaña donde quiera que camine. Hay otros muchos secundarios interesantísimos en esta historia. Como los nuevos y viejos amigos de Lavinia que reportan momentos de todo signo cuando revuelven sus entrañas con los bandazos de su nueva existencia. Qué duro es elegir… Esta era la novela que todo el mundo me recomendaba cuando hablaba de Gioconda Belli. Publicada hace treinta años y que me llega ahora, con valores que siguen vigentes aunque el mundo haya cambiado a mejor. Al menos en apariencia. Porque las batallas nunca hay que darlas por ganadas. Mantenerlas vivas y frescas, renovarlas cuando las caras cambian, sigue siendo tan necesario…