Matices que fui descubriendo en los entramados que llevaban
a los glaciares.
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Los humedales resecados por los relaves ácidos del oro
Los flamencos agrupados como en oración junto a los salares.
Los hermanos coyas con sus cabras y asnos cruzando cordilleras,
honrando a sus ancestros por Pircas Negras, recorriendo las tres Lagunas en
torno al volcán Ojos del Salado, la del Negro Francisco, la Santa Rosa y la
Verde. Soledades amenazantes siempre, lugares que unos pocos pioneros se han
atrevido a enfrentar.
Los salares, ojos de un océano misterioso que quedo
estampado en fósiles de peces cremados por fuegos milenarios y que gritan su
dolor en las dimensiones de desiertos profundos hacía el cielo, paradojas
ignotas de las montañas.
Caminando por las huellas de carretas tiradas por mulas,
arribo al corazón resguardado de la naturaleza, con su cofre de rocas aceradas,
empinadas como gritos hacia las estrellas. El silencio muerde el alma, la
lumbre de la lámpara a carburo es la única certeza, todo lo demás son astros
que titilan, cometas fugaces, dimensiones límites. Los fantasmas, constreñidos
a escapadas breves, cruzan raudos por las galerías de una mina abandonada, de
un pique pirquinero, por una dosis de muerte que no alcanzó apagar la ambición
dorada y como eco del averno sigue dentro del minero solitario que cuida su
veta de cualquier extraño, por la eternidad.
El tranco es ahora mesurado, el aire se condensa, el corazón
brinca los ritmos azules del cielo y va anunciando necesarios reposos. El
choquero tarda en hervir, el café oloroso empaña la mirada, la jarra quema.