Colombia se parece al agua en sus tres estados de la materia.
Una bomba, 21 muertos y alrededor
de ochenta heridos no fue suficiente para lograr que el país se uniera frente
al rechazo natural y propio del terrorismo en cualquiera de sus diversas
presentaciones. Lo que sorprende del caso son las razones por las cuales la
unión fue infructuosa y matizó la división política que se ha vivido desde los
tiempos de La Violencia.
Por una parte, se encuentra la
eterna y bien fundada desconfianza en la clase política gobernante que tiene la
incuestionable costumbre de estar muy por debajo de la altura mínima requerida
para ser considerada con seriedad dentro del peso de la historia. Tenemos un
presidente en formación que intenta navegar el mar sin un barco, un fiscal cínico
untado hasta los codos de corrupción, un gobierno nacional constituido de
partidos camaleónicos que son los mismos de siempre, pero con una lavada de
cara y gomina en el pelo; el mismo partido político que, sin el menor atisbo de
duda ni misericordia, rechaza cualquier tipo de propuesta que tenga el tufillo
de una salida negociada al conflicto cuyas condiciones mínimas incluyan
resarcir las deudas históricas pendientes con las víctimas de un reyerta que
nunca le ha pertenecido.
Este grupo político tomó el
liderazgo en la convocatoria para organizar la marcha contra el terrorismo del
ELN haciendo uso mezquino de la oportunidad para obtener réditos políticos y levantar
la imagen triste que tiene el verde mandatario y su deslucido séquito de gobierno,
haciendo caso omiso a la incoherencia de pedir la paz cuando están enquistados
en continuar una guerra que nadie va a ganar y que, aún si fuera posible salir
vencedor, el costo de las vidas desperdiciadas en el combate solamente produciría
una amarga victoria. No han logrado comprender que su silencio cómplice respecto
a los asesinatos selectivos de líderes sociales, su connivencia con la
corrupción rampante y su general desprecio por las causas sociales les ha
granjeado un repudio común que no se sobrepone con propagandas ni con
anuncios de tiempos prósperos cuándo el presente y la realidad son tan
evidentes, y menos aun cuando sus cautivos seguidores alardean orgullosamente
las virtudes de la mano dura y el plomo para los contradictores como si de una
masa indolente de organismos unicelulares se tratase.
Al otro lado de la marcha se
dividieron entre los que no están dispuestos a marchar con el Uribismo por las
mismas razones anteriormente mencionadas en la antesala de una confrontación
ideológica que no permite convergencias de ningún tipo. Un grupo multicolor que
mira el poder como un objeto lejano, inaccesible, terrible y deleznable pero también
deseable, reviviendo el antiguo maniqueísmo de fuerzas destinadas a chocar por
los siglos de los siglos y que se niega a estar de lado del fuerte. Este partido
político de voz ronca por repetir una y otra vez las incontables injusticias
del gobierno de turno pero que ha sido incapaz de conciliar un plan concreto,
disciplinado y organizado que le permita presentarse como una opción real de
gobierno sin los cuestionamientos naturales a su lineamiento ideológico. A fin
de cuentas, simplificar se vuelve una tarea titánica entre tanta diversidad.
En esta orilla también estuvieron
los marchantes independientes que superponen la tragedia a los egos
individuales, los que salieron a protestar, pero desde la acera contraria en
una acción al mismo tiempo prudente y temeraria. Prudente por solidaridad con
las víctimas y temeraria por prestarse para darle legitimidad indirecta al
partido convocador que puede usar la presión social para erigirse en un estado
policivo con libertades excesivas para reprimir, controlar y censurar.
La marcha del domingo deja en
evidencia que Colombia se divide tres grandes facciones políticas separadas
entre sí como el agua en los tres estados de la materia. Tres estados
antagónicos constituidos de la misma esencia. Aún se necesita el paso de varias
generaciones para que las diferencias se disuelvan y las viejas rencillas sean
remplazadas por la esperanza de poder vivir y morir en una tierra sin que medie
el uso implacable de las armas y donde los desacuerdos nunca sean causantes de
la agresión histórica que pesa en las espaldas de la nación.