Nuestro
país se parece más a una enorme guardería que a una sociedad madura.
Nuestro país se parece más a una enorme guardería que a una sociedad
madura. Basta con ver un poco de televisión, leer un periódico y pasar la vista
por las redes sociales para comprender el delirio infantil que gobierna los
corazones de los colombianos. Las redes sociales son, en la actualidad, el
megáfono por el cual montones de personas dan rienda suelta a sus pasiones más
bajas bajo la protección y el amparo impersonal del espectro radioeléctrico que
les permite tener voz, pero no oídos. Zygmunt Bauman denunciaba que esa zona de
confort (las redes sociales) limitaba la interacción razonable del diálogo
entre individuos del entorno cotidiano al trasladarlos a un ambiente artificial
que saturaba la razón haciéndolos más distantes, más solos y autocomplacientes
mientras su realidad se va cayendo a pedazos.
Uno se pregunta qué otra reacción se puede tener en un país obsesionado por
mantener su condición exclusiva de paraíso macondiano, donde el gobierno
nacional pide la intervención de Dios contra la dictadura del país vecino
mientras aquí se acaba la tierra para tanto muerto que produce la dictadura
local, donde el mérito y la preparación educativa son los mayores obstáculos para
ocupar un cargo público, donde la descarada ineficiencia y corrupción se
resuelve con cadenas de oración y toneladas ingentes de fe; donde los entes
investigadores responden “si hay que investigar, se investiga” pero nunca lo
hacen, donde las mujeres maltratadas defienden a sus agresores, donde miles de
personas salen a protestar por las injusticias pero la prensa informa que apenas fueron un puñado, y donde
el ciudadano de a pie se engancha en discusiones virtuales con ciudadanos igualmente virtuales que bien podrían ser nada más que un grupo de adolescentes ganándose el pan de cada día frente a una
pantalla de computador o pasando el tiempo libre.
Estos hechos que apenas resumen un veinte por ciento de las noticias que
cultiva nuestra inverosímil patria del café en tres semanas del 2019 explican
por sí mismas nuestra condición de niños berrinchudos, condición triste que
hemos adquirido después de ver durante tantos años “El llanto y la miseria
abajo, y en la eminencia el deshonor y el crimen” como dijo Flórez.
Estaba escribiendo este artículo cuando pasaron la noticia del atentado
terrorista a la Escuela General Santander de la ciudad de Bogotá. Un acto a
todas luces reprochable que cercena las vidas 21 personas y deja más de ochenta
heridos. La reacción natural de un ser humano común y corriente es la condena al unísono de todo
tipo de hechos de este calibre, mientras la otra parte -en un paralelismo
siniestro- explota los sentimientos bajos de la población que se debate entre
creer en la conspiración pérfida de todos o cada uno de los puntos cardinales
de la arena política y el llamado a la unidad para enfrentar a ese monstruo
invisible, imposible de señalar porque el miedo paradójicamente desvanece las
fronteras sociales y también las perfila mejor. El estado de la nación vuelve a
caer y se hunde en una resaca de desesperanza difícil de superar cuando el
principal ente investigador se encuentra en el ojo del huracán con niveles de
aceptación tan bajos que cualquier silencio o anuncio oficial es controvertido
o respaldado por un ejército de soldados etéreos que haría palidecer al más
experto general del mundo antiguo.
Se sabe que deben pasar varias generaciones para que el juicio de los tiempos
pasados logre tener un rasero capaz de determinar, con cierto porcentaje de
éxito, los cursos de la nación y las consecuencias de sus resultados según los
gobiernos de turno y los procesos sociales que los acompañan. La Colombia
actual tiene el peso de la guerra y la violencia cincelado en los corazones junto con el dolor, el miedo y la inclinación febril por seguir en una
confrontación inhumana entre bandos cuya sangre hierve todavía ante la cercanía
inminente de convertirse en un organismo anacrónico aferrado, con brazos y pies, para no bajarse del tren de la historia como ese hombre que lamenta reconocer
que la vida no es más que dos estaciones dónde subimos al bus con alegría, pero
bajamos lamentando el recorrido porque hemos llegado tarde.
Así seguimos viviendo en una época en la que pensamos
que somos escuchados y damos lecciones de vida a un público inexistente y
predeterminado, porque en esta guardería cada uno hace lo que le viene en gana
y porque es más fácil pensar que se está en lo correcto cuando puedo elegir el
grupo social que más me conviene, qué coincide conmigo y que está de acuerdo con mis percepciones sobre la vida, pero al desconectarme me encuentro que, en
la vida real, no puedo elegir a la sociedad, sino que fuimos todos depositados
en la misma canasta donde cualquier cosa que yo haga o diga tiene un efecto
positivo o negativo en mi prójimo y por esa sencilla razón lamentamos que los
caminos de la violencia quieran volver a la cotidianidad mientras seguimos
testarudamente en nuestro delirio patrio.