. El texto comienza señalando en su célebre preámbulo que "la libertad,
la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la
dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los
miembros de la familia humana." En efecto, luego de intentos de manifiestos
similares, finalmente la humanidad alanza aquí un escenario y hogar de comprensión
común de la dignidad humana. Se establecen, por primera vez, los derechos
humanos fundamentales que deben protegerse en el mundo entero.
Su renovada
lectura debe llevar a una mirada esperanzadora de la historia. A pesar de los
nubarrones en el horizonte humano, “no debemos tener miedo del futuro. No
debemos tener miedo del hombre”, como dijo Juan Pablo II con motivo de su 50°
aniversario. En efecto, “debemos vencer nuestro miedo del futuro. Pero no
podremos vencerlo del todo si no es juntos.” Para ello, debemos “construir la
civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la
solidaridad, de la justicia y de la libertad”, señala San Juan Pablo II.
A 70 años
de su promulgación es bueno recordar las innegables raíces cristianas de este
texto, las que alimentan su composición final. En efecto, la configuración y
final redacción del célebre texto hubiesen sido impensables en otro espacio
religioso-cultural. Hoy, más que nunca, esa afirmación se ve confirmada por los
peligros que enfrenta la libertad, sobre todo religiosa, de prensa, así como la
igualdad en dignidad y derechos de las personas, que brotan y amenazan la
convivencia humana en algunas zonas. Valores como universalidad e igual
dignidad, liberación y libertad; fraternidad y solidaridad, encuentran su plena
comprensión, despliegue y legitimación a partir del misterio que irrumpe en Belén,
en el Dios hecho hombre que es Cristo. Sin ese crisol cristiano, la gestación
de este texto hubiese sido imposible. Solo a partir de Cristo nos comprendemos
como plenamente libres e iguales. Es a partir de Él, desde donde se va lenta y dramáticamente
perfilando la idea de hombre en su esencial dignidad, como lo comprendemos hoy.
Ello, venciendo incluso reticencias desde el mismo seno eclesial que la hizo
posible. La libertad esencial al hombre es de cuño y sello cristiano, aunque en
tantas ocasiones a lo largo de la historia ella sufrió ataques realizados en el
mismo nombre de Cristo. Incluso la Carta encontró una fuerte reticencia,
incluso rechazo, de parte de círculos católicos. Pero, la verdad se impondrá y será
ese terreno preparado con el abono de la fe cristiana la que posibilitará el
nacimiento de esa visión aglutinadora, unificadora de los derechos humanos que
presenta la Carta.
“Es evidente
que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada
uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más
alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia”, dijo Benedicto
XVI con motivo del 60° aniversario de la Declaración. No hay DDHH como los
comprendemos y defendemos hoy, sin una mirada al Creador y sin una comprensión
cristiana de éstos, en donde se explican, plenifican y comprenden. Al festejar
sus 70 años, es bueno recordar los cimientos de esta casa común, que la
sostienen y dan pleno sentido.
P.Hugo Tagle M, Sch.twitter; @hugotagle