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Los
números no mienten e indican que los seguidores de ambos son legión.
Cosas
como éstas me hacen reflexionar sobre los motivos que llevan a la gente a
posicionarse de una forma tan clara en favor del uno o del otro, máxime cuando
en los últimos tiempos los partidos a los que ambos representan han estado
salpicados de escandalosos episodios de corrupción, de ineficacia en la gestión
y de despilfarro del dinero público, que han agravado terriblemente la situación
de crisis financiera mundial que irremediablemente le tocaba sufrir también a
España.
Sin
embargo, a pesar de todo ello, la ciudadanía sigue confiando en ellos. Son
muchos años ya de alternancia política. Alternancia consecuencia de las
elevadísimas cotas de lealtad que un alto porcentaje de la población,
independientemente de cuán honestos, honrados, o eficientes gestores sean,
profesa hacia los dos grandes partidos nacionales.
Sin
ánimo de ofender a nadie y desde el más escrupuloso respeto a la libertad
individual para ejercer el derecho al voto en el sentido que cada cual entienda
oportuno, no puedo, sin embargo, dejar de mostrar mi perplejidad ante una
conducta que, a priori, podría identificarse con los rasgos propios de
comportamientos fanáticos e irracionales.
Pero
en España, sin perjuicio de las cuotas de fanatismo que en el ejercicio del
derecho de sufragio activo, por mera probabilidad, deban existir; el sentido del
voto viene influido por una componente histórica que todavía perdura, 33 años
después. Las dos Españas, los rojos y los azules, la izquierda y la derecha. El
sentimiento de pertenencia a uno o al otro bando determina en gran medida qué
opción política será la receptora de la confianza del votante,
independientemente de lo que una mínima reflexión objetiva sobre el desempeño de
las tareas de gobierno –y, también muy importante, de oposición- pueda
indicar.
Éste
es un capítulo todavía no cerrado en España. Al menos, no para las generaciones
de determinada edad que tienen vivencias, experiencias o recuerdos de la
historia todavía muy frescos en su memoria. Lo que podría suponer un alivio
observándolo desde el prisma del natural reemplazo generacional, pues los más
jóvenes, por la irremediable acción del inexorable transcurrir del tiempo, así
como por el rechazo y desapego que manifiestan hacia la desvirtuada manera de
hacer política que día a día contemplan en los medios, tienden -en su mayoría- a
actuar más objetivamente.
¿Qué
si no impide en España que otras opciones políticas alcancen unas cotas de
representación más significativas? Aparte, claro está, de la injusta ley
electoral vigente.
Es
hora de que los ciudadanos, especialmente los más jóvenes y los medio jóvenes
(entre los que me incluyo), que sientan indignación, decepción e impotencia con
la situación socio-económica y política del país; que reclamen honestidad y
honradez a quienes ostenten el poder y la representación ciudadana, que deseen
que se apliquen criterios de objetividad, de razón, buen juicio y de justicia,
por encima de la mera costumbre o tradición; retiren definitivamente su
confianza a los dos grandes ‘holdings’ políticos de este país.
Es
necesario inyectar savia nueva en la vida política y democrática española; hay
que darles voz y voto a personas que, únicamente armados con fuertes principios
y convicciones democráticos, nacidos del pueblo, libres de ataduras, sin ningún
favor en su debe, y actuando únicamente
con sujeción al mandato de las leyes y no de los mercados y del capital,
sientan, deseen, intentar hacer de este país un país más justo, más igualitario,
más próspero, más cívico, más coherente… un lugar mejor.
¿No
crees que los dos de siempre han tenido ya demasiadas oportunidades? ¿No estás
cansado de promesas incumplidas o injustificadamente alentadoras? ¿No estás
harto de las mismas caras en el Parlamento?
Por
pura higiene democrática no deben ser siempre los mismos los que se sienten en
los escaños. No debemos consentir esta profesionalización del ejercicio de la
democracia y de la representación ciudadana que solo acarrea corrupción y
desapego hacia las normas de convivencia.
Nuestra
democracia debe estar abierta a todos, porque es lo lógico, lo justo y lo
razonable. Y porque así lo dice nuestra Constitución.