Eres
animal racional, ¿Qué hay de bueno en ti? La perfecta razón.
Llévala hacia su perfección, hazla crecer lo más posible1.
Con esta, querido Séneca, pongo fin
a la pequeña serie de epístolas dirigidas a ti, que no a mi
relación contigo. Sigo insistiendo en ella. Y en busca de un diálogo
más fluido continúo con mis estudios de latín, así que espero
que, cuando nos veamos en el Hades, nos podamos entender: tú,
seguramente, ya sabrás mucho castellano, y yo sabré un poco más de
latín; los dos, me parece, tenemos ganas de entendernos. No hay más
que pedir.
Ayer,
querido Séneca, se difundió la noticia por todo el Imperio, me la
enviaron enseguida varios amigos, del descubrimiento de una
inscripción en Pompeya. Gracias a la cual se ha podido datar con
exactitud la erupción del Vesubio. La fecha que se manejaba hasta
ahora, dudosa porque contradecía los restos arqueológicos
aparecidos en las derruidas casas pompeyanas, estaba extraída de una
carta de Plinio del Joven. Esta, junto con otras más, fue transcrita
por un monje medieval; y sin duda, el fraile se equivocó en la fecha
al copiarla. Dudo que el error fuera de Plinio, ya que vivió en
primera persona aquellos terribles sucesos. Me impresionó
especialmente esta epístola; en ella narra cómo él y su madre
salieron de Pompeya el día de la erupción2.
Yo amo profundamente a Plinio porque
con él aprendí mucho latín; lo leí con calma y atención. Y lo
amo, además, porque fue un buen alumno tuyo. Es curioso la cantidad
de buenos amigos que llega a hacer uno a través de los libros. Y las
particulares discusiones que se sostiene con unos y otros.
Como sabes, y aquí es donde quería
llegar, soy un gran aficionado al teatro, género siempre en crisis,
y más que nunca en estos tiempos que corren. En la ciudad en la cual
vivo, apenas si quedan teatros en pie. Y apenas si se programa algo
en ellos que tenga un mínimo de interés. Por razones económicas
casi todo el teatro ha quedado reducido a algún monólogo, más o
menos gracioso, o más o menos insustancial. Y más o menos actual y
con tintes de críticas, guiños al público, pequeños rasguños, y
poco más, que no están los tiempos como para perder posibles
subvenciones por un mal entendido o un quítame allá esas pajas.
Hace
mucho tiempo, pues, que por dicho amor al teatro, no pudiendo verlas
en escena, y por varias obligaciones más, leí tus tragedias. Cuando
hablé de ellas en clase, ignosce
mihi, repetí,
como un disco rayado, los cuatro tópicos de siempre: que tu teatro
no es original, que es un trasunto de la tragedia griega, que no se
puede representar, etc., etc. Dije todo esto, y más, mucho más; sin
haber leído, con la atención que se merecía, el largo prólogo a
tus tragedias en el libro que tengo, inencontrable hoy en día, ni
tus obras con el interés y el cuidado que debía haber puesto. Yo
tenía unas ganas enormes de leer las tragedias. Pero antes de llegar
a ellas, había un larguísimo prólogo de unas cien páginas.
Desesperado, inmediatamente acudió a mi mente la famosa frase de don
Francisco de Quevedo: “Dios te libre, lector, de prólogos largos y
de malos epítetos.”3
Ese recuerdo fue la bula que me permitió, problemas de conciencia,
no saltarme el prólogo pero sí leerlo a uña de caballo. No me
enteré de nada, lógicamente. Otro tanto me sucedió con tus obras.
Creo que buscaba lo fácil, la confirmación del tópico; de ahí que
prestara nula atención al resto. Así que en clase, como te he
dicho, perdóname, no hice más que repetir tópicos. Por desgracia
no puedo volver a reunirme con mis alumnos y rectificar lo dicho. Lo
siento. A veces creo que debería haberme hecho profesor cuando me
llegó la edad de la jubilación. Pero ni aun así estaría exento de
error. Hay que asumirlo.
Sí que he leído el prólogo ahora,
en esta gozosa relectura de toda tu obra completa. Lo he leído con
suma atención. Algunos de los pasajes los he vuelto a leer una y
otra vez. Y las tragedias, por supuesto.
Al
parecer, el teatro, en Roma, fue degenerando hasta convertirse en
desfiles militares o de siervos, cuando no en bailes y situaciones
más o menos eróticos, y carentes de cualquier sutileza o conato de
literatura. Algo similar a lo que está sucediendo de un tiempo a
esta parte con el cine. Los efectos especiales, la nadería, y las
más insustancial de las vacuidades, está terminando con lo poco de
calidad que había. Pero creo que ese es un problema de todos los
tiempos y de todos los géneros: hay que vender y hay que llenar las
salas, así que hay que hablar en necio y estar al día: pocas
películas y novelas se ruedan o se escriben en las que ya no
aparezca una relación homosexual, y no se hable de la igualdad de
las mujeres y de los hombres, venga o no cuento. Como hace tiempo,
viniera o no a cuento, y en caso contrario se traía por los pelos,
se tenía que desnudar la protagonista para enseñarnos todas sus
gracias. Recuerdo al respecto, y todavía me avergüenzo al evocarlo,
haber visto una versión de Antígona
en
la que esta pobre mujer encontraba la muerte en lo alto de un monte
pelado y sin árboles (?). La cuerda para su ahorcamiento se suponía
bajada del cielo. De la cúspide de la enana montaña, donde Antígona
permanecía de pie, como si fuera un inocente Vesubio, tras varios
grititos de esta, salía una potente corriente de aire sin más
misión en su corta existencia que arrancar la túnica de la pobre
hérfana, y dejarla ante el adocenado público como su madre la trujo
al mundo. Este, puesto en pie, aplaudió a rabiar. Yo salí del
teatro romano avergonzado y cubriéndome con la toga.
Viene
esto a cuento de una discusión tenida el otro día con un amigo.
Este sostuvo que tus tragedias no se escribieron para la escena.
Algunos parlamentos de algunos personajes, incluidos el Coro, son
excesivamente largos. Y capaces, por lo tanto, según mi amigo, me
aburrir al aburrimiento. Repuse que el público de hoy en día no es
el de aquellos años. Hoy, por el cine, por las prisas, por
muchísimas cosas, estamos hechos al plano-contraplano; al diálogo
rápido, insulso… El público griego y romano tenía otra noción
del tiempo. Recordé que un año se me ocurrió llevar a unos amigos
al teatro romano de Sagunto. Vimos un montaje de Las
bacantes, de
Eurípides.
Nos
quedamos solos en el teatro. Y desde entonces estos amigos huyen de
mis recomendaciones como el gato escaldado del agua. Y los promotores
de montar semejantes cosas.
Cierto es, no obstante, que los
parlamentos, algunos, son excesivamente largos; y tan eruditos, tan
cargados de mitología e historia, que se necesitan de las famosas
notas a pie de página, o de un diccionario mitológico, para poder
entenderlos. Y ahí sí que le doy la razón a mi amigo: es muy
posible que ni el mismo público, en Roma, alcanzara todo cuanto tus
personajes dicen en sus diálogos. Sería suponerlo muy versado en
mitos e historia antigua. De hecho, remachó mi amigo, eso solo lo
entenderían, dicho esto en voz baja, algunos amigos de tu círculo
íntimo, si es que lo entendían. Es un teatro excesivamente culto,
intelectual, elevado. Suponiendo que las tragedias las hubieras
escrito para la escena, deberías haber tenido en cuenta, si ello
hubiera sido posible, las palabras de don Benito Pérez Galdós:
“Por
esto los que han llevado reformas al teatro, han visto que sus
esfuerzos no tenían la recompensa debida. En el libro se habla al
individuo, al lector aislado y solitario. Se le dice lo que se
quiere, y el lector lo acepta o no. En el teatro se habla a la
muchedumbre, cuyo nivel medio no es muy alto ni aun en las sociedades
más ilustradas; y no hay manera de herir a la multitud, sino
devolviéndole las ideas y sentimiento elementales y corrientes que
caben en su nivel medio.”4
Evidentemente muchos de los
parlamentos de tus obras no caben en ese nivel medio, y no solo por
la erudición sino también por su belleza, una belleza tan hiriente
que, a veces, se necesita apartar el libro de sí, mirar a una pared,
y detenerse como quien ha visto una bello paisaje o una enorme sima
que se abre bajo sus pies.
Pero
al mismo tiempo, querido Séneca, es tu teatro, como toda obra
clásica, de un enorme interés y de una gran actualidad. En esta
Hispania de nuestros amores nos vendría muy bien ver representada
Las
fenicias. No
creo que sirviera de nada, pero sería interesante llevarla a escena
para oír cuanto dices sobre las guerras civiles. En esta tierra hay
mucho interés en que no se olvide la última, la de 1936. Y qué
decir de las palabras de Eteocles al finalizar la obra, cuando se va
a enfrentar con su hermano Polinices, saltando por encima de su
madre, para hacerse con el trono de Tebas, la ciudad paterna:
“Cualquier
precio que se pague por el poder es un buen precio”.5
Eso incluye la muerte de su hermano,
por supuesto, y todos los desastres, matanzas, asesinatos, robos y
despojos, violaciones y masacres, que trae toda guerra. Todo sea por
el poder.
Creo que algunas de tus obras sí
que son representables. Y desde luego son un material de primera mano
para cualquiera clase de cultura clásica: su montaje obligaría a un
enorme estudio, cosa que siempre es muy de agradecer. Al menos para
algunos.
Sea
como fuere, tu teatro es de una enorme belleza, muy tocado, y no
podía ser de otra forma, por el estoicismo. Y tal vez, como también
apuntaba mi amigo en la discusión de la otra tarde, intentaste con
estas tragedias lo mismo que Cicerón en sus obras con la filosofía
griega: romanizar el teatro heleno. La pregunta quedó en el aire: la
filosofía se lee, no se representa; ¿cómo se romaniza, pues, un
teatro que no se representa? ¿Y tenía cabida ese teatro en tu
época? Lo dudamos, lo dudo: cuando vi Las
bacantes, como
ya te he dicho, me quedé solo en el teatro; lo mismo me sucedió
ante un montaje de Fedra.
Ahora
bien, indudable es, tu teatro ha dejado huella en muchos de nuestros
dramas. Y han seguido tus consejos. Con ellos me despido, querido
Séneca:
“Te
recuerdo que también nosotros hemos de imitar a las abejas y
distinguir cuantas ideas acumulamos de diversas lecturas (pues se
conservan mejor diferenciadas); luego, aplicando la atención y los
recursos de nuestro ingenio, fundir en sabor único aquellos diversos
jugos, de suerte que aun cuando se muestre el modelo del que ha sido
tomado, no obstante aparezca distinto de la fuente de inspiración.”6
Algo,
pues, de ti y de tus obras perdura en nosotros. Ahora sólo falta que
nos transforme y nos haga mejores, si eso fuera posible. Vale.
1Rationale
animal es. Quod ergo in te bonum est? perfecta ratio. Hanc tu ad
suum finem hinc euoca, <sine> in quantum potest plurimum
crescere. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, libro
XX, ep. 124, 23.