Nos
apretamos las manos, con más o menos intensidad, para demostrar respeto y educación
para con el rival. Un saludo cordial entre entrenadores y a las espaldas los
padres, madres, amigos y demás van tomando su asiento dispuestos a entretener
sus monótonas tardes. El césped, mojado, resbala en las botas de colores rosa,
amarillo chillón o verde fosforito de los más llamativos y el blanco y negro de
los más clásicos. Precio, marca o prestigio visten por los pies a los intérpretes
de los que en pocos instantes será una bochornosa actuación de barrio.
Suena el
silbato tembloroso, como aquel que lo sujeta, y el espectáculo empieza. De
pronto, todo acto respetuoso, calmado y honorable realizado en la previa desaparece
y todo el paripé de código moral de caballeros de antaño se convierte ahora en
una pelea en el barro, en la que se compite a ver quién se ensucia más. Sudor, golpes fortuitos,
gritos y alguna celebración fugaz se van alternando calentando la temperatura del
ambiente.
Todo parece desarrollarse
con normalidad, choques más o menos duros, entradas más o menos temerarias se
suceden sin causar ningún aparente altercado. Para el ojo espectador. Sin embargo, en cada
lance la agresividad sube un punto. La rabia y un punt d’honor ridículo
se fusionan para dar lugar a las primeras miradas intimidatorias, los primeros “a
la próxima te vas a enterar” y incluso esos sutiles “eres un hijo de puta” a
escondidas del árbitro.
Y claro,
entonces ya se comienzan a vislumbrar gestos o actitudes más criticables: los
insultos crecen en frecuencia, tono y gravedad, los choques dejan de ser tan
fortuitos y el “señor colegiado” pasa a ser muy malo, nefasto o parcial para el
lado de uno de los dos equipos. Su sudor aumenta sin haber corrido un kilómetro
y los brazos, los ánimos y la saliva de los espectadores dibujan la tensión
violenta en la grada.
A pesar de
ello, no hay nada a lamentar, todavía. El hilo de tensión se estira y se estira
con cada jugada dudosa en que el árbitro falla a favor de uno de los dos contrincantes
y al que hace 60 minutos le dabas la mano ahora le propinas un codazo sin
sentido o le escupes los restos de tu furia acumulada. Entonces el circo de la
pena inicia su función.
22 cuerpos
en crecimiento, sudados y a altas pulsaciones se juntan, se empujan, se menosprecian
y en la cima de toda esta lamentable cúspide, siempre se erige el valiente, el
macho dominante, que golpea con su mano, puño, pie o cabeza al contrario, que
entonces tiene 2 opciones: dejar valer su honor y devolver tal tremenda ofensa
o admitir la derrota, dejarse caer al suelo y esperar clemencia del juez del partido.
En cualquier
de los dos casos, la grada comienza a enfrentarse entre locales y visitantes,
definidos así por los colores de las camisetas en el campo, pero realmente confrontados
por la sobre protección, el egocentrismo y estupidez de algunos de los
asistentes. Y claro, el evento ya toma la imagen de batalla campal en la que
cada uno busca su propia venganza sin pensar en nada más, cegados de odio.
¿Y que creéis
que piensa cada actor de tal deplorable situación? Nada. Absolutamente nada.
Sus ojos enfurecidos, su cuerpo refrigerándose como puede y sus articulaciones coordinándose
alternadamente para esquivar y golpear no dejan espacio para la razón, si es que alguna
vez lo hubo.
Inesperadamente,
desde fuera de todo esto, de todo conflicto, de toda rabia o violencia, siempre se
encuentra el típico niño de 5 años, comiendo su merienda preferida y observando
el deplorable paisaje de violencia y caos pintado en el campo. Aquel pequeño e
inocente que se halla intentando desarrollar un corazoncillo tierno y sin maldad,
de la nada, ve a su padre golpear, insultar o lanzar objetos con intención de dañar
a otra persona sin entender los motivos de tal acción. Sí, ese padre que da
igual que gane 700 que 5000 euros al mes. Porque este escenario es el único que
no entiende de clases. Manda narices...
Y claro,
luego queremos que nuestros hijos vayan a la escuela y respeten a los
profesores y a los compañeros. Que se dirijan con humildad a los mayores y que
sirvan de ejemplo a las generaciones que vienen por detrás ansiosas por crecer.
¿Pero qué clase de personas creéis que educan este tipo de comportamientos? Se
crían futuros padres que rodean de bengalas a sus hijos para introducirlas en un estadio como el viral vídeo de
la aficionada de River Plate. Se crían hijos del yo antes que los demás, del no
conocer palabras como “perdón”, “gracias” o “por favor”.
Y ningún
padre ni madre quiere que su hijo sea esa persona. Nadie quiere sentir la
vergüenza de que se les tache de malos padres, o peor, de fracasados en uno de
los aspectos más importantes de vivir en sociedad, crear una conciencia respetuosa
y tolerante a la frustración.
Pero como en el choque de manos inicial antes de
un partido, preferimos correr un tupido velo, y que se encargue la educación
pública del desastre que nosotros mismos hemos creado. El fútbol, como la
sociedad, son dos gotas de agua manchadas por el mismo veneno.