Nos
encontramos con una fiera en cualquier lugar, y con el hombre, más
perjudicial que todas las fieras. Algún bien nos arrebatará el agua
y también el fuego. Tal estado de cosas no podemos cambiarlo: lo que
sí podemos es mostrar gran ánimo, digno de un hombre de bien, con
el que resistir con fortaleza los azares de la fortuna y acomodarnos
a la naturaleza1.
Tengo
que confesarte, querido Séneca, que nunca he entendido muy bien qué
quieres decir con tus recomendaciones de seguir a la naturaleza, o
acomodarse a ella. Nunca defines la naturaleza, ni a qué naturaleza
te refieres. No es un problema, por desgracia, que te afecte solo a
ti, o a tus explicaciones. Muy a menudo, más de lo que quisiera, me
he tropezado con sistemas filosóficos, razonamientos, narraciones y
todo tipo de interpretaciones o indagaciones, que tratando de
explicar cualquier cosa, terminan por utilizar las palabras de una
forma tan vaga y laxa que, al final, acaban por no decir nada. Tal
vez, pues, fuera mejor tener siempre en mente la sentencia de
Wittgenstein: “Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con
claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”2.
Se puede objetar entonces, por
supuesto, que en ese caso, la historia de la filosofía tal vez
cabría en un volumen de muy pocas páginas. Salvo que tomemos a la
filosofía, como sucede a menudo, por un compendio que trata de dar
reglas para el bien vivir y el mejor morir. Tal vez no sea más que
esto. Y por lo mismo no deja de llamarme la atención, igualmente, tu
continua insistencia en la muerte, en que esta no es un mal, que es,
en ocasiones, la bella salida para un camino equivocado o que no
apetece seguir recorriendo. No tengo nada en contra. No obstante, y
aquí está lo gracioso del caso, tus epístolas, al menos en dos
ocasiones, hablando de la muerte, me han hecho sonreír, no porque
fueran graciosas sino porque me han recordado un par de chistes.
Tanto hablas de la muerte que me has
recordado un chiste que alguien me contó hace mucho tiempo. Un
sacerdote fue a predicar a una ciudad que iba a comenzar sus fiestas
patronales. La plaza del centro ya estaba preparada para el baile de
esa noche con farolillos, banderitas, etc. El cura, temiendo el
pecado, los bailes y el desenfreno, propio de toda festividad, se
lanzó, en mitad de la misa mayor a prevenir a los feligreses de los
peligros y sus consecuencias. Desde el púlpito, y con voz
atronadora, comenzó a describir el infierno con todos sus tormentos,
el manido crujir de dientes, y las voces de los dolientes
lamentándose de aquello que ya no tenía remedio en medio de un
chirriar de cadenas y llantos desconsolados, que nadie atendía. La
atronadora voz del cura conmovió a los feligreses; señora hubo que
tuvo sus espasmos, inicios de ataque de histeria, y lágrimas apenas
disimuladas. Una terrible corriente eléctrica recorría toda la nave
de la iglesia. Y fue entonces cuando un señor del público se
levantó de su asiento, e interrumpiendo al predicador le dijo:
-Mire, padre, déjelo ya: si hay que
ir al infierno, se va; pero no nos joda la fiesta.
El
infierno me parece un invento muy bien hallado; pero que, creo, no ha
funcionado ni para los mismos predicadores, es decir para la Iglesia.
Como todos sus inventos. Aunque, claro, uno siempre tiene tendencia a
creerse mejor de lo que es, y a no ser merecedor de ningún castigo,
sino todo lo contrario. Es probable. También es probable que la
muerte, pese a la Christian
Science, sí
que exista. Y tengas miedo o dejes de tenerlo, se presentará un día
ante ti, y se terminará todo. O mejor dicho, todos los días tenemos
pruebas evidentes de su presencia entre nosotros: nos salen los
dientes, dejamos de comer papillas; nos sale el pelo, nos peinamos; y
con el paso del tiempo, volvemos a las papillas, y nos olvidamos del
peine. Y gracias si podemos contarlo. Tenemos que morir: hasta el más
cobarde pasa por esas horcas. Imagino que eso sí que es plegarse a
la naturaleza, ¿Para qué, pues, tanta insistencia en ella? Hay un
poema, bellísimo, titulado La
danza de la muerte, en
el que esta invita a bailar a una serie de personas. Nadie acepta su
invitación salvo un pobre labrador, harto de trabajar, de estar
encorvado sobre la tierra y de no salir de la miseria, y un fraile
menor. El resto de las personas, ni el papa, ni el emperador, ni
jóvenes, ni mujeres, quiere morir. Es inútil. No creo que un
esclavo de tu época tuviera mucho miedo a la muerte si no es que la
deseaba. Nada tenía que perder. Y muchas personas de ahora, siglo
XXI, aunque te parezca lo contrario, tampoco.
He leído la terrible noticia, esta
mañana, de que en la frontera entre Grecia y Turquía, paso obligado
de los emigrantes ilegales, han aparecido tres mujeres maniatadas y
degolladas. Al parecer, según el periódico que traía la noticia,
hay grupos de salvapatrias que se dedican a perseguir a los
emigrantes para preservar su tierra, su lengua y sus costumbres. El
emigrante es un peligro. O eso creen ellos. Cosa que le ha venido muy
bien a la extrema derecha, propia de países ricos, para agitar el
miedo y ganar votos. El miedo al infierno y al otro siempre, al
parecer, ha dado buenos resultados. Hasta que se levanta alguien y
eleva la voz.
Nadie emigra por capricho. Y ojalá
todos nos sintiéramos ciudadanos del mundo, no hubiera fronteras ni
idiomas ni pieles diferentes. Sin duda, como entonces la vida sería
muy aburrida, alguien inventaría algo para atacar al vecino y
sentirse superior: el miedo a la muerte, a la insustancial nadería
de cada uno, es muy duro de soportar. Para algunos.
Por
eso de que, cuando uno es joven, siempre tiende a ver las cosas de
forma clara y meridiana, en mi época joven se veía al pobre como a
una buena persona, lleno de todas las virtudes y de ningún vicio o
defecto, que eran, por el contrario, propios de los acaudalados. Tuvo
que llegar la famosa película de Luis Buñuel, Viridiana,
para
percatarnos de que, moralmente, poca diferencia hay entre potentados
y los pobres de solemnidad. Magistral la escena de la cena de los
pobres, esperpento de la Última cena. Y magistral cuando el
personaje central compra un perrito que va, atado, bajo un carro
corriendo. Lo salva de su miserable vida; pero a continuación es
sustituido por otro perrillo. Es el cuento de nunca acabar. El cual
no deja de plantear nuevos problemas:
“Es
una disposición excelente la de soportar lo que no puedas enmendar y
acompañar sin quejas a Dios (sic), por cuya acción todo se produce:
es un mal soldado el que sigue con lamentos al general”.3
Tal vez esa resignación que parece
desprenderse de tus palabras nos hubiera abocado a un inmovilismo
permanente; y estaríamos ahora igual que en tu época. Es
conveniente, pues, que haya gente inquieta y que no se resigna a lo
que una pretendida naturaleza determina. Las situaciones y las
personas son cambiantes, y lo de abajo termina por hacerse igual a lo
de arriba, o viceversa. Te lo ilustro.
El
otro día, cuando te escribí la epístola sobre el racismo y la
xenofobia, a propósito de una película, Jorge Gómez, editor de
Letralia,
me envió la siguiente nota:
“Justo ayer iba con mi esposa en
el metro y detrás de nosotros una mujer, bastante morena (más que
yo que soy, digamos, un moreno claro, lo que en Venezuela llamamos un
tipo "café con leche"), iba denostando de un hombre que la
había tropezado. "Negro tenía que ser", concluyó su
perorata. Una amiga que la acompañaba le dijo: "¡Pero si tú
eres negra!". Y la mujer ripostó: "Pero yo soy una negra
bonita, no como ese macaco hediondo".
Como siempre he dicho: al final nada
importa; todos venimos de África.
En fin. Vaya un abrazo dominguero”.
Me recordó la carta de tan amable lector un
refrán muy de Sancho Panza: “el que de servilleta sube a mantel,
no te fíes de él”. Sobre ello ha redundado la anécdota también
leída en un diario de hoy: según el periodista que la narra, una
señora, emigrante para más datos, morena, le iba diciendo a una
amiga que había que votar a un partido de extrema derecha para
evitar la masiva llegada de más emigrantes. Supongo que estando ella
a salvo, ya lo estamos todos.
Y esto, querido Séneca, me ha llevado, otra
vez, a una de tus epístolas, y a un chiste que leí en mi infancia.
Hablando tú de la maldad, de la necedad podríamos decir recordando
a los elementos xenófobos que te acabo de mostrar, dices que
“nuestro Átalo solía decir: “la
propia maldad sorbe la parte mayor de su veneno.” “El veneno
aquel que arrojan las serpientes para daño de los demás y retienen
sin prejuicio propio, no es semejante a éste [el mal], que resulta
funesto para sus poseedores.”4
Me ha recordado este fragmento de tu
epístola una lejana tarde de estudio. Estaba cansado de intentar
aprenderme el verbo amo en latín, cuando saqué una revistilla de mi
pupitre, y me puse a leerla. Dí con un chiste en el que una
asombrada serpiente le preguntaba a otro si sus mordeduras eran
venenosas. La otra le contesta que sí. Y entonces la primera,
asustadísima, quiere saber qué va a suceder con ella, pues se ha
mordido la lengua. Me sorprendió tanto aquel chiste que todavía lo
recuerdo. Como también recuerdo el miedo que sentí al comprobar que
el fraile que nos cuidaba estaba detrás de mí, y leyendo el chiste
por encima de mi hombro. Sonrió y no dijo nada. Yo guardé la
revistilla y seguí con el verbo amo.
No
sé si el veneno, la maldad, que llevan las serpientes en su seno,
les daña a ellas o no. A las serpientes es muy posible que no,
aunque se muerdan su bífida lengua. Pero dudo bastante que la
maldad, la necedad, la falta de solidaridad entre las personas, no
acabe por perjudicarnos a todos. Infinidad de guerras dan testimonio
de ello. Y las personas malvadas, necias diría yo, que conozco, la
verdad, no me parecen muy felices, aunque posiblemente esté
equivocado. Vale.
1Et
fera nobis aliquo loco occurret et homo perniciosior feris omnibus.
Aliud aqua, aliud ignis eripiet. Hanc rerum condicionem mutare non
possumus:illud possumus, magnum sumere animum et viro bono dignum,
quo fortiterfortuita patiamur et naturae consentiamus. Séneca,
Epístolas morales a Lucilia, Libros
XVII-XVIII, ep. 107, 7. Traducción de Ismael Roca Melíá en
Epístolas, Gredos,
Madrid, 1989, p. 293
3Optimum
est patiquod emendare non possis, et deum quo auctore cuncta
proveniunt sine murmurationecomitari: malus miles est qui
imperatorem gemens sequitur. Séneca, Epístolas morales a
Lucilio, ep. 107. Traducción
de Ismael Roca Meliá. Madrid, Gredos, 1989, p. 293
4Attalus
noster dicere solebat, 'malitia ipsa maximam partem veneni sui
bibit'. Illud venenum quod serpentes in alienam perniciem proferunt,
sine sua continent, non est huic simile: hoc habentibus pessimum
est. Séneca, ibidem, p.25