.
Hay una imagen de mi juventud,
querido Séneca, que no se me borra de la memoria por muchos años
que pasen. Se me aparece, además, de vez en cuando como una lejana
fotografía que va perdiendo los contornos y los colores; pero a la
que, al mismo tiempo, siempre puedo contemplar como si estuviera
igual, como si no hubieran pasado los días por ella. Es algo
extraño, desde luego. Pues el tiempo sí que pasa por mí, que la
veo, a veces, con un toque de melancolía, con sorpresa otras; y las
más, absorto, sin pensar en nada. Ahí está. Transformada y siempre
igual.
Estoy sentado en un rincón de un
amplio y destartalado comedor rural, en una simple butaca playera,
con tela de colores; el sol entra a raudales. Acabo de terminar la
lectura de un libro, no recuerdo cual, de la famosa colección
Austral. Esta colección, inseparable de mis primeros años de
lector, tenía un bien nutrido índice de los libros publicados por
dicha editorial al final de cada volumen. Yo lo repasaba una y otra
vez buscando nuevas aventuras, nuevas lecturas. Y siempre me detenía
en un título. Estaba al final del índice, dado el apellido del
autor. Aquel título me atraía. Y, sin embargo, nunca compré dicho
libro, y nunca lo leí. No sé porqué.
Ignoro,
además, cuándo leí, por vez primera, una obra de aquel autor.
Muchos años después, desde luego. Cuando ya habían desaparecido de
mi vida la butaca playera, y el comedor rural. Cerrado el libro, al
cabo de unos cuantos años, no sentí nada especial por él, tal vez
porque no estaba de moda, o tal vez porque “de joven leía “para
hacer ostentación”, para hacer gala de conocimientos y alardear de
ellos; más adelante, para ser un poco más sabio, y ahora
simplemente por placer, nunca por el beneficio.”
Creo recordar que fue una amiga, con
motivo de unas Navidades o de cualquier otro evento, quien me regaló
el primer libro que tuve de Stefan Zweig. Como ya he dicho, no le
presté mucha atención en una primera lectura, cosa que me ha
sucedido, también, con otros autores. No obstante, no tardé en
volver sobre ese regalo. Y entonces sí, entonces me sentí tan
cautivado por Stefan Zweig que, poco a poco, me he ido haciendo con
todos sus libros, y con alguna que otra biografía sobre él. Me
quedé anonado cuando me enteré de que se había suicidado, lo cual,
querido Séneca, me hizo acordarme inmediatamente de ti. Sí, por muy
diferentes que fueran las causas y los motivos.
Y
me vi, otra vez, sentado en la butaca playera, extasiado ante el
índice donde figuraba el libro de Zweig, que tanto me atraía, La
curación a través del espíritu.
Fue
Stefan Zweig un espíritu libre e independiente. Tuvo además la
fortuna, muy acertada por cierto, de poder vivir, muy bien, de la
literatura. La verdad es que, desde mi modesto punto de vista, se lo
mereció: sus libros son una verdadera maravilla, no sólo de
escritura sino de sagacidad, de penetración y de elegancia. Y de
tolerancia. Tiene Zweig ese don de atisbar la intimidad de un
personaje, don que me recuerda, y mucho, al que despliega Tácito en
su Historias
o
en su Vida
de Agrícola. Y
al igual que tú, vivió en una época ruin, más ruin que la tuya, y
bajo el imperio del miedo, de la brutalidad y de la muerte; del odio
al otro, y al libro, por supuesto. Fue eso, y el temer por su vida,
lo que le obligó a emigrar, a abandonar su casa donde tantos
recuerdos del pasado, de músicos, pintores y autores, había
amontonado. Escapó de las garras del nazismo. Pero este, de una u
otra forma, lo persiguió. O eso creyó él.
Temió
en Brasil, su último refugio, que incluso allí, tan lejos de
Alemania, iba a ser alcanzado por la bestia, así que junto con su
mujer puso fin a su vida. Creo, con Thomas Mann, que no hubo
necesidad de ello. Eso no impidió, desde luego, que me llenara de
tristeza su muerte, acaecida antes de que yo naciera.
Leer sus libros siempre es un placer
para mí.
Suelo ir poco por las librerías:
ver tantos libros me marea. No soporto estar en ellas más allá de
media hora. Además, cada día confío más en mi instinto, en la
llamada de la estantería, por decirlo de alguna manera. Hace algún
tiempo, paseando por entre los estantes de una librería repleta a
rebosar, sin saber cómo ni porqué, mis ojos se fijaron en un libro,
descatalogado, y vendido a un precio irrisorio. Era ni más ni menos
que una semblanza de Michel de Montaigne, escrita por Jorge Edwards.
Al primero lo conocía, no así al segundo.
A
Michel de Montaigne me condujo Azorín. Tuve una primera edición de
los Ensayos
publicados
con una letra infame, ilegible ahora, aunque entonces, la juventud
todo lo puede, los leí enteros. Algunos capítulos del libro me
gustaron y otros me aburrieron, pese a la admiración que sentía
Azorín por ellos. Fue años después cuando descubrí a Montaigne,
cuando me compré otra edición, y cuando lo leí con fruición
disfrutando de cada una de sus páginas. Y ya, desde entonces, no he
dejado de leerlo una y otra vez. No obstante, querido Séneca, tengo
que decirte que mi memoria, por desgracia, deja mucho que desear,
carece de la más mínima retención: puedo leer los Ensayos
una
y otra vez como si fuera la primera vez que lo hago. Cosa que volví
a hacer en tanto leía el librito, conseguido por un euro, de Jorge
Edwards.
Hasta hace muy poco he sido un
ferviente lector de periódicos, y un visitante asiduo de las
noticias en televisión. Leía diversos periódicos y veía distintas
cadenas televisivas. Pero siempre era, y es, uno y lo mismo: un
infecto lodazal en el que nos han metido, y se han metido, nuestros
políticos, jueces y periodistas. Apestoso y bochornoso. Nada más
deprimente, pues, que oír las noticias y oírlos a ellos. Ni un
debate sobre sanidad, educación, justicia, el precio de la luz, un
intento de mejora de la vida de los ciudadanos… Nada. Todo, como en
un barrio de chabolas de una novela realista, son insultos,
descalificaciones, basura, desperdicios, inmundicia y actitudes
chulescas trufadas de la más pura hipocresía. Sólo falta el
chasquido de cualquier navaja herrumbrosa hundiéndose en las tripas
de alguien. Tanto es así que, por muy cansado que esté, prefiero
más seguir leyendo, aunque no me entere muy bien de lo que pasa ante
mis ojos, que conectar la televisión o consultar los periódicos.
Por
eso fue una enorme alegría cuando, el otro día, buscando un libro
de Cicerón, agotado y desaparecido en este país de lengua románica,
en castellano, desde luego, porque buscar libros en latín aquí es
pedir cotufas en el golfo, me encontré con uno de Stefan Zweig. Y la
alegría fue doble al comprobar que dicho libro se titula Montaigne.
No
hace falta que te diga que me faltó tiempo para cogerlo, pagarlo y
venirme a casa.
Zweig, como siempre, pone al
servicio del biografiado, y, por supuesto, del lector, su aguda
capacidad de observación, y de fino y culto lector. Cabe añadir a
eso la atracción que tuvo para él la figura del ensayista francés.
Fue, como él, un espíritu independiente, consagrado al estudio de
su propia persona en unos tiempos de ira y de cólera. Mantener la
ecuanimidad en medio de una terrible guerra de religiones fue toda
una heroicidad por parte de Montaigne.
Tuvo
este la suerte, nacido en pleno humanismo, de recibir una educación
más que envidiable: su padre le proporcionó un tutor que le hablaba
en latín las veinticuatro horas del día.
Y hasta los domésticos del castillo familiar estaban obligados, mal
que bien, a utilizar la lengua de Séneca y Cicerón para dirigirse
al niño. La lengua materna de Michel de Montaigne fue el latín. Y
su conocimiento de los clásicos total: sus Ensayos
están
trufados de citas en latín de los autores más diversos. Tú,
querido Séneca, ocupas un lugar bastante destacado en dicha obra.
Montaigne
aprendió el latín sin esfuerzo, tal como se aprende la lengua
materna: así lo quiso su padre: “Este método de hacer aprender
latín a su hijo sin esfuerzo, sin libros y como un juego, no es sin
embargo más que una consecuencia de la tendencia general y
deliberada de educar a los hijos sin causarles la menor pena y, al
contrario de la rígida educación de la época, que inculca
estrictos principios a golpes de bastón, tratar de interesarlos y
formarlos según sus inclinaciones personales”.
Nada
se hizo provocando molestias al infante. Y eso, y así lo reconoce
Zweig, no deja de ser un inconveniente, que superó con creces la
naturaleza de Michel: “Una educación tan individualizada, en la
que nada se prohíbe al niño y se da vía libre a todas y cada una
de sus inclinaciones, es una experiencia no exenta de peligros, pues
eso de estar tan mal acostumbrado a no encontrar nunca oposición y
no tener que someterse a ningún tipo de disciplina deja a un niño
la posibilidad de cultivar todos sus caprichos tanto como sus vicios
innatos”.
Montaigne
es consciente de ello: “Mi virtud es una virtud, o una inocencia,
para decirlo mejor, accidental y fortuita. Si hubiese nacido con un
temperamento más desordenado, me temo que habría ido
lamentablemente”.
No
dice nada de hasta qué punto también ese carácter fue moldeado por
las lecturas de los clásicos romanos y de sus ideales. Zweig insiste
en los beneficios de esa educación: “quien en la infancia ha
conocido todavía inconsciente la voluptuosidad y los beneficios de
la libertad, nunca los olvidará ni los perderá”.
Y
es en este punto donde confluyen la vida del biógrafo y del
biografiado, unas líneas en las cuales se explica todo: el afán de
Montaigne por preservar su yo íntimo, y el de Zweig por su libertad:
“Para poder apreciar la libertad hay que haber conocido la
coerción, y la oportunidad para ello se le presenta muy pronto,
cuando, a los seis años, es enviado al colegio de Burdeos, donde
permanece hasta los trece.”
Allí
es sometido a una disciplina férrea, que evoca recordando palabras
de Quintiliano: “Así como las plantas se ahogan por un exceso de
agua y las lámparas por un exceso de aceite, lo mismo le ocurre a la
acción del espíritu por exceso de estudio y de materia”.
Compárese
con lo que dice el propio Quintiliano: “son [los niños] como
pequeñas vasijas de boca angosta que escupen el líquido cuando se
vierte en ellas con profusión, pero lo reciben si se instila gota a
gota”.
Montaigne nunca olvidará su
aprendizaje, profundizará en él. Y nada habrá más precioso ni
estimado que su propia libertad, su continuo indagarse ensayo tras
ensayo. Y nada habrá más preciado para Zweig que esa libertad, ese
humanismo que teme perder, a manos de los nazis, y por lo cual
recurre a la muerte. Sirva como colofón de uno y otro, unas
bellísimas palabras de Michel de Montaigne:
“Ni
siquiera quien me viese hasta el interior del alma me encontraría
culpable ni de la aflicción y ruina de nadie, ni de venganza o
envidia, ni de ofensa pública, ni de innovación y tumulto, ni de
infidelidad a mi palabra, y pese a cuanto la licencia de la época
permite y enseña a todos, no he metido la mano ni en los bienes ni
en la bolsa de francés alguno, y no he vivido sino de la mía, en la
guerra como en la paz, y no me he servido del trabajo de nadie sin
salario… Yo tengo mis leyes y mi tribunal para juzgarme”.
No
cabe añadir más. Stefan Zweig y Michel de Montaige son la bocanada
de aire fresco en este lodazal hispánico en el que estamos sumidos.
Vale.
Certis
ingeniis immorari et innutriri oportet, si velis aliquid trahere
quod in animo fideliter sedeat. Séneca, Epístolas morales a
Lucilio, I, 2, 2
Stefan
Zweig, Montaigne, Barcelona
2017. Traducción de J. Fontcuberta, p. 60
Pero
la llave de este reino espiritual es en el siglo del Humanismo, el
latín, por lo que el padre de Montaigne decide poner en manos de su
hijo este instrumento mágico lo antes posible. Setefan Zweig,
Montaigne, p. 37
Ibídem,
p. 39
Ibídem,
p. 40
Ibídem,
p. 40
Ibídem,
p. 41
Ibídem,
p. 41
Ibídem,
p. 42-43
Juan
Luis Vives, Las disciplinas,
III volúmenes. Valencia, 1997. Traducción de Luis Pomer Monferrer,
II, p.90
Stefan
Zweig, Montaigne, p. 110
p.sdfootnote-western { margin-left: 0.6cm; text-indent: -0.6cm; margin-bottom: 0cm; font-family: "Liberation Serif", "Times New Roman", serif; font-size: 10pt; line-height: 100%; }p.sdfootnote-cjk { margin-left: 0.6cm; text-indent: -0.6cm; margin-bottom: 0cm; font-family: "Droid Sans Fallback"; font-size: 10pt; line-height: 100%; }p.sdfootnote-ctl { margin-left: 0.6cm; text-indent: -0.6cm; margin-bottom: 0cm; font-family: "FreeSans"; font-size: 10pt; line-height: 100%; }p { margin-bottom: 0.25cm; direction: ltr; color: rgb(0, 0, 0); line-height: 120%; }p.western { font-family: "Liberation Serif", "Times New Roman", serif; font-size: 12pt; }p.cjk { font-family: "Droid Sans Fallback"; font-size: 12pt; }p.ctl { font-family: "FreeSans"; font-size: 12pt; }a:link { }a.sdfootnoteanc { font-size: 57%; }