Los
bienes humanos se tambalean y desaparecen, y no hay en nuestra vida
una época tan expuesta y delicada como la que más nos gusta, y por
eso la muerte es de desear, incluso para los más dichosos, porque en
tan gran mudanza y confusión de todo nada hay seguro si no es lo que
ya ha pasado.1
La ventana de mi habitación,
querido Séneca, en la que leo, estudio, escribo y paso la mayor
parte de mi vida, da a una concurrida avenida con bastante tráfico,
tanto de vehículos como de personas. Y últimamente, de bicicletas y
patinetes. A veces suelo entretenerme contemplando el tráfago, el ir
y venir de unos y de otros. Eso me ha hecho percatarme de que hay
personas que, invariablemente, todos los días, y a la misma hora,
pasan por la esta avenida de la cual te hablo. Dos de esas personas,
madre e hijo, me han hecho reflexionar sobre algunas de tus palabras,
y sobre algunos tópicos que, creo, proceden de tu época. O, tal
vez, y como le gusta repetir a algún trasnochado, de la noche de los
tiempos.
Es
un tópico, y no niego que no sea cierto, que nada hay más doloroso
que ver morir a un hijo, máxime si es de corta edad. Ya son varios
los casos que he conocido, a través de la prensa, de padres
rencorosos, yo te diría que faltos de sentimientos y mal de la
cabeza, que han matado a sus propios hijos, deseando, con ello,
infligir el máximo dolor posible a su ex pareja, que, como puedes
imaginar, estaba en trámites de separación del parricida. Son cosas
que no me caben en la cabeza, como tantas otras. “Nada hay más
injusto” -dices tú con toda la razón del mundo- “que hacer a
alguien heredero del odio a su padre”2.
En la mitología clásica tenemos algunos terribles ejemplos de ello.
No
sé si en la noche de los tiempos; pero sí en Grecia y Roma, la
muerte de un hijo fue considerada como una gran desgracia. Tanto que
dio origen a un género literario, la Consolatio.
Género
en el cual, querido Séneca, fuiste un consumado maestro. Hablas tú,
en una de esas consolaciones, y el ejemplo se ha repetido hasta la
saciedad, de un padre, Marco Horacio Pulvilo, a quien le dan la
noticia de la muerte de su hijo mientras está realizando un ritual
que, como todos los vuestros, no se podía interrumpir. De hecho,
fingió no haber oído nada, y prosiguió con el ritual, guardando
las lágrimas para cuando lo hubiera terminado3.
Más famoso todavía es el ejemplo de Jenofonte, quien al enterarse
de la muerte de su hijo, en tanto realizaba un sacrificio, se quitó
la corona; pero al enterarse, luego, de su gloriosa muerte, se la
volvió a colocar para seguir con el sacrificio. Otros dicen que no
derramó ni una lágrima, y que dijo aquella famosa sentencia,
repetida hasta la saciedad: “Lo engendré mortal”.4
Los ejemplos podrían multiplicarse.
Un hijo es un bien tan precioso que
una madre, Níobe, por haber engendrado muchos, es capaz de desafiar
a los mismos dioses. El orgullo de la fértil Níobe provoca la ira
de Letona, a quien niega un templo, ya que esta solo tuvo dos hijos;
ella, catorce. Letona, incapaz de soportar semejante desaire, hace
matar a todos los descendientes de Níobe, siete chicos y siete
chicas. Apolo y Ártemis, con arcos y flechas, son los encargados de
cumplir la sentencia materna. Y la orgullosa Níobe, de puro dolor,
queda convertida en una roca de la que siempre mana agua.
Si
un hijo es un bien tan precioso, pese a Níobe, que puso por encima
de ellos su necio orgullo, nada hay más doloroso que la muerte del
mismo. Y a nadie resulta más dolorosa la desaparición de un hijo
que a una madre. Es en este género, en la Consolatio,
donde
las mujeres adquieren verdadero protagonismo en la literatura. A
ellas les diriges dos de tus tres consolaciones. Con ellas les pides
entereza ante lo inevitable, mesura, y un comportamiento equilibrado
a fin de no dejarse llevar por el dolor. A nada conduce el dolor,
desde luego; pero de vez en cuando también es conveniente entregarse
a él. Somos humanos, no dioses. No obstante, y como dices tú, la
mesura es lo mejor, cuando se puede ser mesurado. A veces no es
fácil. Nada fácil.
De forma confusa y desordenada
vinieron a mi cabeza todos estos recuerdos de lecturas y más
lecturas al ver, todas las mañanas, a la misma hora, y todas las
tardes, siempre también a la misma hora, cruzar por el paso cebra de
la avenida que diviso desde la ventana de mi habitación, a una madre
y a un hijo.
Todavía son jóvenes ambos. El hijo
no tendrá más allá de veintitantos años, aunque es alto y
fornido. Lleva la cabeza pelada al rape. La madre es bajita, siempre
viste pantalones, por regla general de color rojo. Y va provista de
una enorme bolsa, de las que se adquieren en los grandes almacenes
para hacer la compra, en el brazo derecho. La particularidad de esta
pareja reside en que él siempre va cogido de su madre. Con el brazo
derecho le rodea el cuello apoyándose en ella como si fuera un
enorme bastón. Y lo es sin duda. No sé, querido Séneca, qué tipo
de enfermedad padece el muchacho. La cuestión es que, apoyado en su
madre, camina muy lentamente. Avanza primero la pierna derecha; se
apoya bien en ella, y al cabo de unos segundos avanza la izquierda.
Se queda parado, la madre también se detiene. Pasados unos segundos,
el chico avanza la pierna derecha, se queda parado unos instantes al
cabo de los cuales avanza la pierna izquierda, y vuelta a empezar.
Siempre apoyándose en su madre. Esta forma de caminar los lleva a no
cruzar el semáforo más que cuando este se acaba de poner en verde
dándoles preferencia: debido a la escasa movilidad del chico no
pueden correr ningún riesgo. No lo corren.
Todas las mañanas pasa un autobús
a recoger al muchacho, y todas las tardes lo deja donde lo había
recogido. La madre, con sus pantalones rojos, siempre está
esperándolo.
Muchas
veces me he preguntado qué va a ser de este chico cuando su madre
fallezca, si es que tiene la desgracia de verla morir. Tal vez,
querido Séneca, aquí habría que escribir todo lo contrario a lo
que dices en tus Consolationes:
por muy dolorosa que sea la muerte de un hijo, ante la muerte de este
muchacho, su madre va a estar segura, cuanto menos, de que nadie lo
va a maltratar, o que nunca le va a faltar el cariño que nadie más
que ella le puede dar. Y no es que esté cuestionando ningún
establecimiento público que se haga cargo de personas con este tipo
de problemas. Es que, como tú sabes, y dices: “A
nadie le ha dejado de salir cara una madrastra, incluso bondadosa.”5
Me horroriza pensar qué va a ser de
este muchacho sin su madre. No obstante, no quiero ser injusto con
nadie. No hace mucho tuve que ir a un hospital a que me hicieran una
radiografía. En tanto, en una sala silenciosa, esperaba mi turno, un
celador entró con una cama enorme en la que yacía una señora
escuálida y muy mayor. Apenas se movía. Parecía un cadáver.
Instintivamente me retiré un poco. Y nada más moverme yo, salió,
de otra sala, una médico muy joven. Al ver a la anciana se aproximó
a ella, le habló, le cogió la mano, la acarició y se dirigió a
ella con toda la ternura y el cariño del mundo. Me quedé de piedra.
Y supe, por si alguna vez lo había dudado, que estaba en el mejor de
los hospitales posibles. Tampoco se me escapa, no obstante, el trato
dado, en otros establecimientos, a niños y a ancianos. Y no olvido,
y por ello vuelvo a temer las guerras, lo que les sucedió a estos en
otros tiempos, y sigue sucediendo ahora:
“La
espantosa mortandad producida en Rusia, primero por la guerra,
después por la revolución y finalmente por el hambre de 1921, creó
este pavoroso problema de los niños abandonados. El padre había
sido asesinado por las balas de los alemanes, de los ejércitos
contrarrevolucionarios o de la Checa; la madre había sucumbido de
inanición, y por un verdadero prodigio de la naturaleza, el hijo
subsistía.
Subsistía
en el más completo abandono, viviendo como las alimañas en los
campos, como los perros vagabundos en las ciudades medievales y como
los pájaros. Millares de chiquillos de ocho, diez o doce años iban
a través de Rusia emigrando en bandadas hacia el Sur como las
golondrinas cuando se aproximaba el invierno, y retornando en
primavera a Moscú y Leningrado.”6
Algo similar está sucediendo ahora
con los niños que también se ven obligados a emigrar. Y que están
siendo aprovechados por políticos sin escrúpulos, si es que hay
alguno que los tiene.
Entre
unas cosas y otras, siempre dudando, he pensado, querido Séneca, si
no era más humano lo que hacíais vosotros en la vieja Roma:
deshaceros, en la roca Tarpeya, de aquellos recién nacidos que, por
cualquier tara, no iban a poder valerse por sí mismos. También he
leído y visto relatos de personas que han matado a su pareja o a su
hijo por temor a lo que les esperaba sin ellos. La muerte de un hijo,
o de una persona querida, en algunos casos no sólo no es objeto de
consolatio,
si
no una salida, como el suicidio que preconizas tú, para evitar
futuros sufrimientos. Al fin y al cabo, todos hemos de morir. Tal vez
en ciertas situaciones sea preferible la muerte a la vida, y no sea
tan doloroso ver o provocar la muerte de un hijo. Durísima decisión,
desde luego. Vale.
1Labant
humana ac fluunt neque ulla pars uitae nostrae tam obnoxia aut
tenera est quam quae maxime placet, ideoque felicissimis optanda
mors est, quia in tanta inconstantia turbaque rerum nihil nisi quod
praeterit certum est. Séneca, Consolación a Marcia, 22, 1.
Traducción de Juan Mariné Isidro en Diálogos, Madrid, 1996
2Nihil
est iniquius quam aliquem heredem paterni odii fieri. Séneca, Sobe
la Ira, 34, 3