. Eduardo Mendoza se lleva a su personaje a cuestas para transitar por los años sesenta y setenta entre Barcelona y Nueva York. Un itinerario que el autor conoce tan bien como la palma de su mano. Por eso, se maneja con soltura en este contexto de lugar y tiempo. Como si le hiciera falta un contexto… Mendoza -a estas alturas de su película- puede hacer y escribir lo que quiera con su mano maestra y estilo propios. Ni con mucho es la mejor de sus tramas –para mi gusto– pero he disfrutado especialmente de la crónica neoyorquina de la época gracias al exilio de Rufo Batalla.
El gato Fritz de la portada, símbolo de la contracultura norteamericana de los setenta avanza parte del contenido de la novela que por otra parte muestra también losmovimientos de Rufo en el ambiente gris de la España de 1968. Aunque le ocurran cosas que serían para tocar las palmas de alegría, mira con ojos apáticos. Por eso no valora lo excitante de su primer encargo de plumilla de periódico (más quisiera un becario de hoy en día): una entrevista en el exilio al príncipe de Livonia con motivo de su boda en Mallorca con una aristócrata. Curioso, ¿no?
Pero estamos hablando de Mendoza. No es para extrañarse. Es otro original perfil típico de sus novelas. Pues bien -lo que decía-, ni con eso disfruta Batalla, que no hace gala de su apellido empeñado en dejarse llevar más que en actuar. Y es contradictorio, porque realmente tiene agallas para hacer lo que otros no tienen ni la osadía de pensar. Huye en busca de algo mejor pero, al final no participa de forma activa (el término «desapasionado» parece creado para él) en lo que le toca vivir.Está cansado de la España oscura, casi tan aburrida como él y corre a librar batalla en un Nueva York que no entiende. Es lógico. Será testigo de acontecimientos sociales alejados -a años luz en distancias físicas y mentales- culturas alternativas, movimiento gay, conflictos raciales… Y como digo -insisto-, el protagonista no se involucra salvo a ratos sueltos. Pero Eduardo Mendoza, inteligente como siempre, aprovecha para contarnos este extraño espectáculo. Porque eso es lo que quiere contarnos.Rufo es su marioneta. Aunque es el prota, la mayoría de las veces es un pan sin sal, nada cuaja en su vida pero porque no quiere. Tan solo, su novia -o lo que quiera que sea-, Claudia, es capaz de verlo. Ella sabe (me encanta este personaje) de sus enormes posibilidades pero está cansada de su apatía. Como para no estarlo. Dan ganas de zarandear por las solapas al tal Rufo en más de una ocasión.Y por cierto, ¿dónde queda este príncipe de Livonia con el que arrancamos? Reaparecerá; vivirá de forma latente bajo las páginas, a pequeños tramos; está y no está. No sé muy bien si es tan relevante (aunque este arranque me conquistó) como para el cierrede la novela, momento en el que se explaya en explicaciones inservibles (para la trama) sobre esa historia de la región de Livonia ya desaparecida. Pero es la decisión de Mendoza. Extraña. Como lo es su novela, porque en realidad su trama no me llega.No es consistente; solo la fórmula ideada por el autor para describirnos el mundo rodeando a Rufo; este personaje junco, que se dobla pero al que no consiguen romper porque simplemente se dedica a ir tirando en su peculiar forma de caminar por la vida.Sea cual sea la trama y/o historia de “El rey recibe” lo destacable una vez más es la tremenda capacidad de exhibición narrativa de Mendoza. Ese oficio que acumula y ejecuta tan bien. Y cómo no, con uno de su ingrediente principal de “Casa Mendoza”: entretenimiento y humor. Así que, amantes de Mendoza, colóquense la servilleta, degusten y disfruten.