¿No
es verdad, además, que nadie realizará debidamente sus actos, sino
aquel a quien se le ha mostrado la norma que le permita en cada caso
cumplir plenamente sus obligaciones?1
Me asombro, querido Séneca, al ver
cómo las personas se mueven por unos intereses bastardos, necios y
absurdos, sin más norma que su propio egoísmo, que les llevan, a
veces, hasta la violencia, a la violencia más extrema. Es cierto que
hay, o debería haber, un conjunto de leyes que traten, hasta donde
puedan, de encauzar esa violencia cuando no de sustituirla por lo
único válido: la razón, la palabra, el juicio, el sentido común.
Lo malo es que tan buenas y necesarias cualidades se pierden con
harta frecuencia. Suceden tan lamentables pérdidas cuando hay
dejación de sus funciones por parte de quien debía regular los
mecanismos para evitar la confrontación. Pero a menudo unos necios
mandatarios, sin más norma que su propio interés, se apoyan en
otros poco escrupulosos para justificar su inactividad, cuando no, su
carencia total de proyectos políticos. Buscan entonces la
confrontación por oscuras e inconfesables razones. Lanzan soflamas y
mentiras unos, y los siguen los otros, con mentes tan vacías como
los primeros. Así que entre todos la mataron, y ella sola se murió.
El hombre es imperfecto; y, en
consecuencia, nada perfecto puede salir de sus manos. Se puede
aproximar, desde luego, a los dioses, y crear cosas o situaciones que
lo sitúan en su vecindad. Es posible, pues, que una de esas
creaciones sea la democracia con todas las imperfecciones que esta
arrastra. La primera de las cuales es, sin duda, la existencia de los
partidos políticos, sin los cuales, terrible contradicción, no
puede existir. Parece ser, querido Séneca, que en la Roma de tu
tiempo los candidatos no tenían ningún programa político, que no
fuera el mismo para todos: sencillamente reclamaban el voto porque
querían ser elegidos. Tal vez porque era un honor ser senador, o tal
vez porque esperaban llenar sus arcas con las trampas y los negocios
que permite el poder. Ninguna diferencia, salvo la honradez, había,
pues, entre la visión del gobierno de la ciudad que tenía Rufino de
la de Rufo.
Está claro que la democracia exige
los partidos políticos, rivales entre sí, que no enemigos. Ahora
bien, la democracia puede terminar, y de hecho así finaliza en
muchas ocasiones, en una tiranía. Los partidos políticos, como los
candidatos de tu época, no tienen por finalidad buscar la felicidad
de los ciudadanos, sino llegar al poder. No nos preguntemos para qué.
Para lograrlo utilizarán todo tipo de artimañas, algunas legales y
otras no tanto, y otras hasta de dudoso gusto. Puesta las miras en la
meta, en el poder, se hará lo que sea necesario por llegar a él, y
por mantenerse en él. ¿Con qué finalidad? No lo sé. Pero desde el
momento que mienten para llegar a la meta, nada bueno, creo, se puede
esperar de ellos, ni del ejercicio que hagan de sus funciones.
Nada hay nada que fatigue y moleste
tanto como oír a un político español: lo que defendía ayer, lo
ataca hoy; lo que ayer le parecía una aberración, lo reivindicará
mañana con uñas y dientes. El único propósito de tanta
incoherencia no es otro, creo, que halagar a sus votantes para que
los voten y alcancen la poltrona por la que tanto suspiran o por
mantenerse en ella. ¿Para qué?
Y si la gente da tantas vueltas que
obliga a los líderes a terminar mareados, sin saber dónde tienen la
mano derecha ni la izquierda, quiere eso decir que a esta sociedad le
hace falta una buena dosis de educación. Me pregunto siempre, con
asombro, cómo fue posible que en Roma llegaran al poder personajes
como Tiberio, Nerón, Calígula… y lo mismo me pregunto hoy en día
cuando oigo o leo ciertas declaraciones de algunos de los presidentes
que están actualmente en el poder. La democracia se ha corrompido
hasta tal punto que llega al poder quien más dinero tiene, o quien
maneja, en interés propio, por supuesto, más cadenas de televisión,
y más periódicos, que esperan, impacientes, su parte del pastel. Y
ahí, entre unos y otros, se ha establecido una alianza tan nefasta
como la que formaron César, Pompeyo y Craso.
En
tu tiempo no había ni periódicos ni televisiones; y eran otros,
desde luego, los mecanismos que utilizaban los candidatos para
triunfar. No hay tanta diferencia entre los de ayer y los de hoy, sin
embargo: aquellos prometían circo y poco trabajo, es decir, el panem
et circenses2;
y
estos ofrecen una televisión y unos periódicos que no son otra
cosa, en el mejor de los casos, que un reflejo de sus absurdas,
vacías y sucias mentes. El pan, por supuesto, queda relegado para
quien no maneja el dinero, que, como sabes, non
olet3.
Y
por eso mismo se pagan impuestos por todo. Y lo más gracioso es que,
encima, la gente vota siempre a quien más los extorsiona. Hay un
fuerte componente masoquista en el género humano. Creo.
Todo esto tiene la virtud de
irritarme mucho. He comprendido, no obstante, que lo mejor para no
irritarme es mantenerme al margen. No leer periódicos, no ver la
televisión, y no prestar ningún tipo de atención a cuanto dicen o
dejan de decir los políticos. Sabido es que estos, con tal de
mantenerse en la poltrona o de llegar a ella, son capaces de
enfrentar a media población contra la otra media. Lo cual no deja de
asombrarme. Y por lo cual no dejo de preguntarme si, realmente, es
tanto el poder de las televisiones y de los periódicos. Si es así
estamos faltos de un buen sistema educativo, capaz de formar a
personas con sentido crítico. Y aquí tienes un intento de
explicación de por qué no interesa cambiarlo, o hacerlo de forma
que no cambie nada de lo cambiable.
Gente sin sentido crítico. Abúlicos
y que se dejen llevar, como corderillos.
Hay
días, no obstante, que necesito, es un decir, leer los periódicos,
los menos malos, para enterarme de algunas cosas que suceden por el
país y aun por el mundo. A fin de no irritarme en demasía, de tener
armas para mi defensa, di en leer, una vez más, tu tratado Sobre
la ira. Si
nos atenemos a la definición que de ella dio Aristóteles, y que
citas en tu libro, “la ira es el deseo de devolver el dolor”4
nada más absurdo que irritarse contra los políticos, puesto que no
puedo devolverles el daño, o la ofensa, que me hacen al creerme un
palurdo, o tan necio y deshonesto como son ellos. Pero está visto
que la cosa les funciona cuando en una ciudad del interior el
político promete ponerles una playa, si gana las elecciones, y las
gana. Normal que el político, entonces, se burle de quienes le han
votado. No sé si es para reír o para llorar.
Quizás
por deformación profesional, y sin duda por incapacidad para ver más
allá, siempre he creído que estos males de la democracia se podrían
curar, se deberían curar, con la educación, con los preceptos, pero
no sólo con ellos. Estos son los que capacitan para la vida.5
Y la vida, creo, es civilización. Y esta no consiste en ganar
medallas de oro en competiciones atléticas o en tener tres o cuatro
figuras célebres sean del campo que sean. Consiste en otras cosas
mucho más importantes. Permíteme que te cite a un escritor al que,
como a ti, admiro profundamente, y que lo expresó mejor de lo que
puedo hacerlo yo:
“En
la qüestió de la civilització, crec que Balmes digué la darrera
paraula en escriure que la civilització consisteix a crear el màxim
benestar possible per el més gran nombre possible de persones”.6
Nada más alejado de las miras de
nuestros políticos, que se pasan el tiempo tirándose los trastos a
la cabeza, como en un barrio de vecinos mal avenidos, a fin de llegar
a la poltrona, y no, creo, porque eso sea un honor, como en tu época,
o un servicio al ciudadano, sino porque el poder les permite vivir
sin hacer nada que no sea ir de aquí para llá proclamando
vaciedades, retirarse con unas pensiones que ni el mejor de los
cirujanos cobrará nunca, y colocar a los amigos y a los periodistas
fieles, que el ser agradecido es de bien nacido. Así que se
repartirán el pastel entre aquellos que han aupado al señor
presidente. Y aquí paz y allá gloria.
Y
no, no me irrito. Muchas de las cosas que tú propones en tus libros,
difícilmente alcanzables en la juventud, la sabiduría, el ánimo
templado, la serenidad, la imperturbabilidad, se logran con el paso
de los años, con los sucesivos desencantos, y con ver siempre la
misma y repetida película en esta corrompida democracia. No hace
falta más. Vale.
1Quid
quod facienda quoque nemo rite obibit nisi is cui ratio erit tradita
qua in quaque re omnis officiorum numeros exsequi possit? Séneca,
Epistulae, 95,
12
3Frase
que pronunció Tito al preguntarle su padre Vespasiano si olía el
dinero que había sacado del impuesto sobre lo orina, y que aquel le
recriminaba. Suetonio, Vida de los doce Césares, Libro
VIII, 3-4
4Séneca,
Sobre la ira, libro I, 3.
Madrid, 2000. Traducción de Juan Maniré Isidro.
5Séneca,
Epistulae morales ad Lucilium, ep.
96, 6-7
6En
el asunto de la civilización, creo que Balmes dijo la última
palabra al escribir que la civilización consiste en crear el máximo
bienestar posible para el mayor número posible de personas. Josep
Pla, Un senyor de Barcelona, Barcelona,
1982, p.268