Sin
compañía no es grata la posesión de bien alguno1. Séneca,
Epístolas
morales a Lucilio, libro
I, epístola VI
La
primera dificultad con la que me tropiezo al comenzar esta
correspondencia, querido Séneca, es que en latín no existe el
tratamiento de cortesía; y en castellano o español, que es un
dialecto del latín, tal lo definió Dámaso Alonso, se va perdiendo
a chorros, como la sangre torera. Dirigirme a una persona mayor con
el tratamiento de tu, me parece un poco irrespetuoso. Pero hablarte a
ti, querido Séneca, utilizando el tratamiento de cortesía, usted,
me suena tan falso como el doblaje de algunas películas,
supuestamente de romanos, en las que los soldados, o el soldado, se
dirige al general, en el castro, rodeado de bárbaros, tratándolo de
tal guisa. Sufrí un verdadero pasmo ante tal cosa. Olvidémonos,
pues, de dicho tratamiento, que no de la cortesía.
Te
lo confieso: no puedo pasar sin escribir. Y llevo ya una larga
temporada en la que no ejerzo: falto de inspiración, o de
motivación, no hago más que leer y ver películas. Pero no es lo
mismo. Confiaba en que la lectura de algún libro, o la visión de
alguna buena película, me serviría de acicate, y comenzaría a
escribir de nuevo. Sería, como decía Gustavo Adolfo Bécquer, la
mano de nieve que sabe arrancarlas2,
las
notas, claro.
Pero
lo mano de nieve no ha aparecido. No es la primera vez que me sucede.
Aunque ahora, y no sé si por influencia de tus libros, o por tu
larga compañía, ni me he desesperado, como en otras ocasiones, ni
he forzado ninguna situación. Ya tengo mis años, por otra parte, y
sé que, en ocasiones, es cuestión de esperar: la olla está en el
fuego, y los alimentos se tienen que cocer a una determinada
temperatura, y en un tiempo determinado, si no queremos echar a
perder sus sabores. Tiempo al tiempo, como me decía mi padre cuando,
siendo un niño de pocos años, quería conseguir algo, y lo quería
en ese mismo momento.
Sea como fuere, esta mañana se ha
aclarado todo, y parece que vuelvo a funcionar, a escribir. Anoche me
acosté muy tarde. Y hoy me he despertado demasiado temprano: estaba
obsesionado por hacer la compra, por volver a llenar la nevera que se
vacía más a menudo de lo que yo quisiera. Sí, tenía claro que
tenía que ir a comprar; pero no ha sido ese pensamiento el que me ha
desvelado. Como me viene sucediendo a lo largo de todo este
pesadísimo verano, me he despertado teniendo un largo monólogo, o
un diálogo sin respuesta, en un idioma que, en un principio, entre
el sueño y la vigilia, identifico con el latín. Ni que decir tiene
que me río de mí mismo: es imposible que yo sueñe en latín. Sí
que utilizo, al parecer, un galimatías que mezcla mucho vocablo
tomado de esa lengua, eso desde luego.
Esta
mañana, pues, me ha sucedido lo mismo; pero era conmigo mismo con
quien estaba teniendo un pequeño debate. Yo, imitando la imagen del
magister
y
del discipulus,
era,
al mismo tiempo, el uno y el otro. Ambos estábamos de acuerdo, el
uno sentado, de pie el otro, hay cosas que nunca se discuten, y que
suelen ser las esenciales, en que todo el proyecto iba a girar en
torno a ti, a Séneca; pero eran distintas las formas de abordarlo.
Yo, no sé si como magister
o
discipulus,
proponía
hacerme pasar por un moderno Lucilio, siempre he envidiado a este por
haber nacido en Pompeya, y por haberse carteado contigo; y yo también
asumía el papel de magister,
es
decir me transmutaba en ti, en Séneca, y comenzaba a escribir una
larga serie de cartas tocando los temas más diversos. Pese a las
pocas horas de sueño, vestido ya y camino del mercado, me he
percatado de que el proyecto se me quedaba grande, grandísimo: para
asumir yo tu papel, para escribir largas epístolas como tú, tenía
que conocerte a fondo, tenía que leer y releer, en original, sin
traducciones, tu obra. Y si bien no descarto este último proyecto,
todo lo contrario, sí que he descartado ocupar tu lugar aunque fuera
como una broma literaria. Estoy muy lejos de dar la talla.
Manteniéndome, o manteniéndonos,
en el proyecto que te tiene a ti como figura central, he pensado
entonces, como hice en otros viejos acercamientos a otros autores,
ser yo, bien como discípulo, bien como maestro, quien te escribiera
a ti, otorgándome la capacidad, de vez en cuando, de que me
contestes con tus propias palabras. No creo que tal planteamiento
ofrezca muchas dificultades. Mientras, sigo leyendo tus obras, por
supuesto. Y, por supuesto, en lengua original.
Solucionados, pues, estos dos
problemas, quedaba otro no menos importante: ¿qué temas tocar? ¿De
qué hablar? Quedaba claro que no podía obviar el de la relación
del filósofo con el poder, o viceversa, tema un tanto viejo o
manido, así como la corrupción del poder, el poder absoluto, las
camarillas políticas y demás temas políticos y relacionados con la
política. Temas, sinceramente, que me enfadan y me cansan, pues para
ello, salvo el de la relación de la filosofía con el poder, sobra y
basta con abrir cualquier periódico. Por otra parte, hablar hoy de
la relación del filósofo con el poder es absurdo: la mayoría de
los políticos que pululan por este perecedero mundo ni han leído un
libro de filosofía ni saben en qué consiste esto. Y la filosofía,
por desgracia, ni se enseña ni se estudia en nuestras aulas. Un
absurdo y necio pragmatismo está castrando a la mayoría de la
juventud.
Me
pareció interesante, como magister
y
como discipulus,
contar
cómo te conocí, cuáles fueron mis primeras impresiones sobre ti, y
porqué profundicé en la lectura de tus libros, y cómo me propuse
leerte en tu lengua original. Encerraba, encierra esto, un peligro:
convertirme yo en el protagonista, salvo que fabulara sobre ello en
busca de una ley general. Demasiados retos para dejarlos escapar.
Escribir ahora era, pues, cuestión de imaginación, de una búsqueda
constante. Como siempre.
No
recuerdo cómo llegué a ti. No recuerdo cuál fue el primer libro
tuyo que me leí, ni de qué forma me influyó. Sé, de eso no me
cabe ninguna duda, que te leí, o releí, en un momento crucial de mi
vida. Y que la lectura de tus libros me impactó mucho. El libro tuyo
que en aquel duro momento me impresionó fue Consolación
a Helvia. Cartas
de este volumen las leí una y otra vez. Y en una de aquellas
ocasiones, entre el gozo y el dolor, me hice la promesa, o te hice la
promesa, de que algún día leería dicho libro en latín.
Yo no llegué, pues, a la filosofía
buscando la sabiduría o una vida más pura, sino la consolación, la
mitigación del dolor. De poco me hubiera servido, en aquel momento,
haber leído otro libro tuyo que no fuera aquel. Y aquí se produce
otro misterio, un misterio que me ha acompañado, a menudo, a lo
largo de mi vida: en ocasiones he comenzado a leer libros porque al
pasar frente a ellos, en cualquier librería, he sentido una
atracción irresistible, una especie de voz que me lo estaba
señalando. No siempre funciona esto, por supuesto, pues cuando he
tratado de forzar la situación, de dármelas de catador de
volúmenes, he fracasado estrepitosamente.
También
se puede dar el caso, no lo recuerdo, de que alguien, un amigo o un
conocido, me hablará de ti y de Consolación…
en
aquellos momentos. No lo recuerdo. Sea como fuere, ya de mayor, fue
aquel el primer libro tuyo que cayó en mis manos. Y este, como el
hilo de Ariadna, me fue llevando a los otros, a más y a más; y
luego, caminando hacia atrás, a Epicuro, y vuelta a Platón. Y
vuelta a empezar.
Yo sí que tuve la suerte de tener
una asignatura llamada Filosofía durante un curso del bachillerato.
No fue mucho; pero fue suficiente. La parte negativa, no podía ser
de otra forma, es que durante un curso teníamos que abarcar
demasiados autores y épocas. Y yo, con una mente muy poco dada a
abstracciones, no entendía nada en cuanto salía de la filosofía de
Grecia y de Roma. Y de algunos autores. Todo lo demás me parecía un
galimatías increíble, un hablar por hablar, en un lenguaje, además,
que era totalmente críptico, dirigido, nada más, a la gente del
gremio.
Algún que otro profesor, en aquella
lejana época, se empeñó en que hiciéramos lecturas cronológicas,
es decir que no leyéramos a Séneca sin haber leído antes a Platón.
Algunos no hicimos caso, y dimos unos saltos y trenzamos tales
piruetas que podrían dar vértigo. Yo pasé de Roma a Alemania sin
ningún problema. Es posible que no entendiera nada, por eso mismo,
de cuanto decía Nietzsche; pero, como mínimo, disfruté de su
lectura y de la ilusión de saber, en una buena porción de casos, de
lo que estaba hablando. Pese a todo, donde yo me encontraba como pez
en el agua, era con los libros de Platón. No recuerdo haber leído
nada tuyo entonces. Creo que llegaste un poco más tarde. En el
momento justo, desde luego. Fuiste para mí lo que no encontraba en
nadie. Y, por agradecimiento, y más que por eso, he vuelto a tus
libros una y otra vez. Tal vez por eso mismo no sea digno de merecer
tu atención, como sí la mereció Lucilio. No obstante, algo me dice
que no es así, que me hubieras brindado tu ayuda y tu palabra.
Ningún buen maestro, y tú lo eres, puede rechazar a un alumno que
tiene ganas de aprender. Vale.