Uno de los temas centrales de nuestro presente y también del
cercano futuro, es por qué Venezuela se ha convertido en una de las naciones
más violentas de América Latina y más allá, durante el siglo XXI. Ya superamos
a Colombia en número de asesinatos por año, siendo que allá hay 20 millones de
habitantes más que acá. Y ya nos acercamos a México en el mismo renglón, a
pesar de que la población mexicana casi cuadruplica la nuestra.
Por tanto, es razonable estimar que las posibilidades de
reconstrucción del país o, por el contrario, de su continuada destrucción, se
encuentran estrechamente vinculadas al referido tema. Dicho en otras palabras:
con la violencia del presente no hay futuro…
Y el estudio de estas realidades es la labor principal del
Observatorio Venezolano de Violencia que dirige Roberto Briceño León, y de
otras oeneges e instancias como el Incosec, o Instituto de Investigaciones de
Convivencia y Seguridad Ciudadana. Labores que merecen un reconocimiento
especialísimo, entre otros motivos porque tienen que llevarse a cabo en medio de
la censura del Gobierno “revolucionario” en materia de información delictiva, y
porque gracias a estas es que sabemos dónde estamos parados o, más
precisamente, hundidos.
Así por ejemplo, se sabe bien que de las 4.550 muertes
violentas que se registraron en Venezuela en 1998, se pasó a cerca de 18.000 en
el 2010, y se estima que los homicidios superen la cifra de 19.000 en el 2011.
En este mismo lapso, la población nacional aumentó en un 25%, pero el número de
asesinatos se disparó en más de 400%. ¿Cómo ha sido posible semejante
desproporción entre el incremento poblacional y el criminal? ¿Cuáles son las
razones que explican la explosión de la violencia?
Una de ellas es de contenido netamente político, y más
específicamente derivada de la naturaleza del régimen que viene imperando en
los últimos años. Pero no sólo en relación con esa incapacidad máxima que
provoca el desbarajuste general de todos los servicios públicos, incluyendo los
policiales. No. Se trata de algo todavía más grave: es la apología de la
violencia y de los violentos en el discurso y proceder oficialista.
Un poder estatal cuyo desempeño se fundamenta en la
violencia comunicacional y/o material contra las instituciones formales, contra
todo derecho que contradiga su aspiración de dominio y contra cualquier forma
de oposición organizada, se convierte en un potente generador de violencia
social en el más amplio y siniestro de los sentidos. Es el efecto demostración
de la violencia desde la concentración del poder. De allí que esta razón
política sea la principal a la hora de entender la masiva expansión de la criminalidad
en el siglo XXI.
Si a esto se le agregan otras razones sucedáneas, como las
enunciadas por Briceño León: la impunidad y los mensajes oficiales que la
estimulan, la desmoralización y desarme de las policías descentralizadas, el
descontrol absoluto con las armas de fuego por parte del Estado, o el
incremento del narcotráfico, entonces se puede entender mejor la catástrofe
delictiva que asola a la nación.
Cuando uno escucha el estribillo de que “hay que
despolitizar el tema de la inseguridad”, sólo puede sentir pena ajena o cierta
compasión, y es que el auge sideral del hampa no se podría entender sin el
contexto político de la satrapía en funciones. Hay una relación estrecha o de
mutua necesidad entre ambas dimensiones.
Es claro pues que la violencia venezolana de este tiempo
tiene un fuerte componente político, y por eso es que las “soluciones técnicas”
han venido fracasando y lo seguirán haciendo, mientras perdure un régimen de
esencia y actuación violenta. Casi 20 mil homicidios al año es uno de los
variados resultados de esta tragedia. Y la situación continuará su mal camino
en la medida que la violencia siga al mando.