A unos lustros de que el sistema capitalista democrático se
consolidara como el modelo básico de organización de las sociedades modernas, la
realidad vuelve a poner en entredicho su efectividad. Un debate que en la
práctica parecía había sido zanjado por completo se ha reavivado a partir de
los magros resultados económicos obtenidos durante los últimos años.
Las principales
economías del mundo se muestran débiles, vetustas y abúlicas para reaccionar y
tratar de salir del profundo letargo en el que se encuentran. Enfermedad ante la
cual ninguna receta parece funcionar, los gobiernos han intentado aplicar
medidas de toda índole e ideología sin lograr mover un ápice a sus economías.
Países en donde los
partidarios del déficit público han logrado imponer sus políticas sólo han
logrado comprometer su estabilidad financiera sin poder abatir siquiera sus
altas tasas de desempleo, no se diga iniciar la recuperación. En tanto que en
aquellos países partidarios de un manejo ortodoxo y conservador de las finanzas
públicas tampoco han logrado que su estabilidad macroeconómica sea la base de
lanzamiento del crecimiento anhelado por todos.
No obstante de estos
fracasos, los teóricos económicos sacan a relucir el pequeño fundamentalista
que todos tienen dentro e insisten en que la solución consiste en llevar al
limite la puesta en práctica de sus ideas. Así este razonamiento sea igual de
lógico como el pretender salir de un hoyo al hacerlo más profundo.
En el mismo tenor se
encuentra el debate sobre la idoneidad de los sistemas democráticos. Al
cortarse de tajo muchos de los beneficios económicos que los gobiernos
proporcionaban a sus ciudadanos, estos han tenido que enfrentarse a una
realidad desconocida y han comenzado a cuestionar las supuestas ventajas de sus
sistemas de organización política.
Se duda de que la
democracia representativa sea el sistema más efectivo. Se afirma que los supuestos
representantes del electorado en la práctica no lo son y que sólo buscan
obtener beneficios personales o de grupo, generando un sistema inequitativo que
margina a grandes segmentos de la población de los procesos decisorios, y, por
consecuencia, de las oportunidades de desarrollo.
Ante esta crisis
algunos demagogos solo atinan a decir que los problemas de la democracia sólo
se resuelven con más democracia, en tanto que otros, se aventuran a insistir en
la utilización de mecanismos de democracia directa a pesar de haberse probado
sus altos márgenes de falibilidad.
Dichos debates podrán
mantenerse durante años mientras sus ideólogos siguen viendo caer los niveles
de bienestar de los países en donde se aplican sus recomendaciones. Lo cierto
es que la crisis en la que estamos también ha evidenciado la terrible crisis de
ideas que existe para encontrarle salida al impasse económico y político en el
que nos encontramos.
Los modelos
propuestos parecen estar agotados -al menos en su formas actuales- y los planteamientos disruptivos e innovadores han escaseado. Por eso
es indispensable dejar a un lado aquellas formulas que en algún otro tiempo
funcionaron y comenzar a crear las recetas que demandan los males actuales. Por
cierto que en este proceso ayudaría bastante revisar lo que se está haciendo en
algunos países de los considerados como menos desarrollados.