La única garantía efectiva de que
no se convertirán [los guardianes del estado] de guardianes del
estado en dueños y señores de él, de que no degenerarán de perros
guardianes en lobos que devoran el rebaño que deben guardar, reside
según el filósofo en una buena educación.
Werner
Jaeger, Paideia.
Hace unas semanas nos contaba un
viejo profesor, en la cena que le ofrecimos sus ex alumnos en el día
de su jubilación, las pesadillas que tuvo nada más comenzar a
impartir sus primeras clases. Nos dijo entonces, y lo repitió en
varias ocasiones en el aula, que ser profesor era lo último que
deseaba ser en esta vida: recordaba el trato dado por algunos
alumnos, compañeros suyos, a sus maestros y profesores, y la
vergüenza ajena que sintió en más de una desagradable ocasión.
-Yo -decía- quería dedicarme a la
investigación, no relacionarme con nadie, o a la sumo, con cuatro o
cinco personas. Pero nunca ponerme delante de veinte o treinta
alumnos, y tenerlos pendientes de mis labios.
La investigación, sin embargo, no
da para comer. No tuvo más remedio que preparar oposiciones,
presentarse y aprobarlas. Y así fue como se hizo profesor. Y
comenzaron sus pesadillas. Consistían estas en que alguien, en plena
clase, acudía a la puerta del aula, llamaba educadamente, entraba, y
desde la tarima del profesor, desplazándolo a él, mostraba a los
alumnos diversos papeles oficiales convenientemente sellados. En
dichos papeles quedaba demostrado, clara y tajantemente, que el viejo
profesor no había terminado la carrera: tenía asignaturas de
primero de carrera pendientes, algunas de tercero y varias de cuarto
y quinto curso. Un desastre de expediente. Ante aquellos papeles, era
tal la vergüenza que sentía el profesor que no le quedaba sino el
recurso del desmayo.
-Pero
-contaba- cosa curiosa: el desmayo en el sueño coincidía con el
despertar en la realidad. Y el sueño había sido tan intenso, tan
verídico, tan fuerte, que, sin apenas abrir los ojos, con el corazón
latiéndome desaforadamente, me dirigía al mueble donde guardo todos
los papeles, buscaba la carpeta con el rótulo ESTUDIOS, y la abría
en busca del título, de las notas, de todo aquello que avalara que
ocupaba mi plaza de profesor legalmente.
No contento con eso se llevaba la
carpeta a su despacho, se lavaba la cara, de tomaba un café y volvía
a revisar los papeles. Se tranquilizaba después de haberlos leído
un par de veces, de recordar clases y exámenes; pero le resultaba
imposible, entonces, volver a conciliar el sueño. Se dedicaba en
aquellas horas a preparar clases, a estudiar o a leer, así que sus
clases, muchas, fueron magistrales. Doy fe de ello. Así se lo
hicimos saber no sólo el día de su jubilación.
-Eso
se daba por sabido -nos dijo-. Bueno, quiero decir que era mi
obligación, que es lo que debía hacer. Ahora bien, lo que me
inquietaba a mí era porqué se producían aquellas terribles
pesadillas, que estuvieron a punto de matarme. Porque aquello no
sucedió una ni dos veces. Se repitió bastante a menudo. Tantas que
tentado estuve, en más de una ocasión, de ir al psiquiatra. Estaba
seguro de que en alguna parte había una quiebra, un fallo en mí, y
no conseguía dar con él.
No fue al psiquiatra. Y deseando
darse una explicación, como casi todo el mundo, atribuyó sus
pesadillas a un exceso de desconfianza en sí mismo, a la inseguridad
que lo corroía, según él, aunque nosotros nunca se la notamos. Nos
confesó que entraba en clase temblando; pero que una vez estaba ante
su mesa, siempre se repetía lo mismo: “es tu trabajo, y lo tienes
que hacer lo mejor que puedas”. Y comenzaba la clase con verdadero
aplomo.
Fuera cual fuese el tema que
impartía siempre nos insistía en la importancia de la educación en
la vida. Era su tema recurrente; y, tal vez, su tabla de salvación
contra las pesadillas. Un día uno de los alumnos se atrevió a
replicarle. Vino a decirle este que la educación, en el mundo
actual, no servía para nada. Y dudaba incluso de que en alguna época
de la humanidad hubiera tenido algún tipo de utilidad. Pues al fin y
al cabo, concluyó, quienes mejor viven no son, precisamente, los más
educados, cosa que se puede interpretar en el sentido que se quiera.
Aquella
mañana se creó una cierta expectación en la clase: deseábamos
saber cómo iba a defender su posición el profesor sabiendo, todos,
que nuestro compañero tenía mucha razón: nunca jamás, por
ejemplo, un médico, o un abogado, o un profesor, no digamos ya un
labrador o un albañil, van a gozar de la posición, y de los
privilegios, y hasta de la admiración y algo de cariño, de un
político, sea de la laya que sea, y ocupe el sillón que ocupe. De
todos era sabido, por otra parte, que estos personajes, y alguno más,
hasta podían obtener sus títulos y reconocimientos académicos por
favores políticos, e incluso de otra índole. Nada nuevo bajo el
sol, sin embargo.
-Evidentemente -le respondió el
profesor-. Tienes razón. Y has hecho bien en plantearlo. Decía
Séneca que la escuela enseña para la escuela, no para la vida. Y
creo que no le faltaba razón. Máxime en estos tiempos que corren,
que todo se quiere pragmático y con una utilidad inmediata. Ahora
bien, cabría preguntarse qué se entiende por utilidad o enseñar
para la vida. ¿Es útil la belleza, el arte, la historia, la
filosofía? Depende de cómo consideremos al hombre; y depende de qué
cosas queremos alcanzar o lograr.
-Creo -replicó el alumno- que todos
aspiramos a la felicidad. Y me parece que esta es inalcanzable cuando
a mí se me exige un comportamiento ético, muchas horas de estudio y
de trabajo, y otros obtienen lo mismo que yo por un simple regalo,
por corrupción, por manejos inconfesables. Y con respecto a la
cortesía, lo mismo da ser educado que no. Saludas, y nadie, o muy
pocas personas, contestan.
-Te
equivocas: no obtienen lo mismo que tú comprando su título.
Obtienen un mismo certificado, que es papel mojado…
-Sí, papel mojado; pero les da
acceso a puestos de trabajo a los que yo no puedo acceder porque no
tengo un expediente tan brillante como el de ellos. Eso si es cierto
lo que dicen los periódicos.
-Por ahí deberíamos comenzar
-replicó el profesor- por enseñar a leer a los alumnos, y a moverse
por todo ese entramado llamado redes sociales, que, la mayoría de
las veces, no son sino pura intoxicación.
-¿Quieres decir que todo cuanto se
cuenta en ellas, y en los periódicos o las televisiones, es pura
mentira? ¿Propaganda?
-No, no he dicho eso. Digo que todas
estas noticias, y este falso pragmatismo, hay que cogerlo con
guantes, o, si quieres, con espíritu crítico. De todos es sabido
que los políticos han utilizado las redes para darse prestigio, para
hacernos creer que miles y miles de personas apoyan y alababan su
gestión. E igualmente se puede hacer lo contrario. Y tal vez se ha
hecho.
-¿Y a quién creemos? ¿Dónde está
la verdad?
-No
lo sé. Y como no lo sé, insisto, una y otra vez, en la necesidad de
la educación. Y de la cortesía. Tú dices que obtiene lo mismo el
que compra un título que el que se lo gana honradamente, con
trabajo, esfuerzo y dedicación. Y yo te digo que no: uno miente, es
un tramposo; y el otro no. Y sin una buena educación, el político
acaba en la corrupción; se vuelve un lobo, si no lo era ya antes.
Por otra parte, quien entra en un lugar y saluda, es una persona
amable y solidaria; y quien no contesta es, en el mejor de los casos,
un maleducado.
-Pero
eso son convenciones, puras convenciones.
-¿Y qué es la cultura? ¿Y qué es
el hombre? ¿Recuerdas aquella frase, no recuerdo ahora de quién, de
“se empieza por matar a su madre, y se termina por no ir a misa?”
Yo me acordé de una historia que me
leían de pequeño en la escuela: por la caída de un clavo, el
caballo perdió una herradura; por la pérdida de esa herradura, el
caballero se cayó del caballo; por la caída de ese caballero se
perdió la batalla…
-¿Quieres decir con esto que hay
que estar siempre atento y vigilante? ¿Que no podemos bajar la
guardia en ningún momento?
-No hay que ser tan exigentes; pero,
al menos, en los momentos importantes hay que estarlo. Y no se está
si uno no se prepara. Como decía también Séneca, releyendo a
Epicuro, el soldado, en tiempos de paz, se entrena; y aun cuando no
hay ningún enemigo a la vista, levanta la empalizada. De esta forma,
cuando llegue el momento de la batalla estará listo y preparado.
-Y perderá la batalla y la guerra.
-Y habrá caído con honor. Y
sabiendo que ha cumplido con su deber.
-¿Y eso sirve para algo? ¡Qué más
da todo!
-Sirve
para darte cuenta de que no eres un tramposo y un embustero. Que eres
honesto, y que eres una persona. Eso es la educación… Sí -se
anticipó- ya sé lo que me vas a objetar: la gente seguirá votando
a los corruptos y a los tramposos. Pero no todos. No todos. Y, tal
vez, algún día, minemos su poder… Lo dudo. Pero me queda algo de
esperanza... Yo sabía, cuando comencé a estudiar, que no iba a ser
ni Platón, ni Séneca, ni Aristóteles; pero he estudiado, lo he
intentado. Y ahí ha estado mi crimen y mi castigo. Y no da lo mismo.
No: yo al menos no me cambio por ninguno de esos personajes que
presionan para obtener un título, ni de los sabios necios que lo
firman y dan su visto bueno a cambio de cuatro prebendas que,
entiéndeme, no son necesarias para la vida. Y, además, conducen a
un espejismo de felicidad.
Nos
contó la noche de la cena de su jubilación que ese día, el de la
discusión, no tuvo la pesadilla que lo perseguía una y otra vez.
Pero que salió de clase con mal sabor de boca, deseando no haber
sido nunca profesor a fin de no tener conversaciones como aquella. O
ser como aquellos que se ceñían al libro, al texto, y a nada más.
-Cuando me muera -nos dijo al
despedirnos a altas horas de la noche- ponéis sobre mi lápida la
siguiente inscripción: “vivió con la sensación de no haber hecho
nunca nada bien. Sit tibi terra levis”.