En la cárcel secreta de la Santa Inquisición, en una celda angosta tomada por las tinieblas, la prisionera, una mujer joven cuya melena se desgreña en ondas sucias, busca el consuelo del sueño tendida sobre un jergón de paja. Le han envuelto las manos en trapos atados con cuerdas miserables para alejar su influencia maligna del mundo. Y para asegurarse de que apenas pueda moverlas, unos grilletes unidos por una cadena le ciñen las muñecas llagándole la carne.