. Y terminaba la
misma con el nuevo lema que ya no hace alusión a la parca, sino a un
“vitalismo” de supuestas raíces nietzscheanas descubierto recientemente por
nuestro presidente: “¡Viviremos y venceremos!”.
Hay
una pequeña obra de ese monstruo de la literatura rusa que es Antón Chejov,
quien se dio a la tarea de describir con rasgos rápidos y crueles a aquella
sociedad de vida monótona y desolada que
constituía la Rusia prerrevolucionaria, llamada La sala número seis. Saturnino
Ximénez, quien conoció al mismo Chejov y fuera luego su traductor, se refiere a
esta obra más o menos en los siguientes términos: La sala número 6 es, en una clínica, el departamento destinado a
los que padecen alucinación mental; tugurio infame, poblado de chinches, mal
ventilado y pestilente. El médico (Andrés Efimich Ragin) se obstina en meter en la cabeza de los locos
que vivir allí o al aire libre, tener hambre o
satisfacer el apetito, ser bien tratado o, en cambio, recibir puñetazos
de parte del guardián Nikita, es todo exactamente lo mismo. El verdadero
bienestar y la felicidad, no dependen para el Dr. Ragin de tales pequeñeces. El
guardián Nikita, oyendo la exposición de esas teorías, juzga que el doctor es
digno de compartir la suerte de sus enfermos, y cuando al fin, fatalmente, llega a caer bajo su jurisdicción, aplicándole
el mismo tratamiento que a los otros, le administra una paliza brutal que le
causa la muerte.
Como
se ve, es algo común que en todo tiempo y lugar existan seres que traten de
hacer transitar obligatoriamente a sus semejantes por la senda del estoicismo,
aunque no siempre los casos de la vida real tengan ese final tan aleccionador y
literario ni los que nos inducen a
aceptar nuestras calamidades terminen probando “su propia medicina”. Pero lo
que llama la atención no es sólo que los que nos emplazan a sacrificarnos no
hagan ellos ningún tipo de sacrificio, lo que ya de por sí constituye una
aberración, sino que nos convocan al sacrificio como condición necesaria para
alcanzar una felicidad de la que no podremos gozar, paradójicamente, los sacrificados.
Y
esto me recuerda una disertación de Popper, leída en el Institut des Arts de Bruselas, en 1947, a raíz de la necesaria
reflexión tras la inminente derrota del nazismo y el fascismo y la cantidad de
muertes y estragos que habían causado éstos
movimientos en toda Europa. Esa conferencia llevaba por título Utopía y violencia, y en ella Popper se
afana en demostrar cómo la creencia en cierto ideal utópico cancela la
discusión y lleva irremediablemente a la violencia. Allí nos recuerda no sólo
que es imposible tener una discusión racional con alguien que prefiere dispararnos
antes de ser convencido por nosotros, sino también la cantidad de guerras
religiosas que se libraron en pro de una religión del amor y la bondad, y el
total de cuerpos que fueron quemados vivos con la intención de salvar sus
almas. Nos hace ver que la utopía en política es aquella acción que persigue un
fin poco razonable, y que por eso mismo
es autofrustrante y conducente a la violencia. Por lo que Popper termina
instando a los políticos a que trabajen para la eliminación de bienes determinados
más que para la realización de bienes abstractos; y que tiendan a la eliminación
de las desgracias concretas más que a la de establecer la “felicidad” en la
tierra por medios políticos. Las premisas sobre las que descansa la
argumentación de Popper terminan siendo irrebatibles y dignas de leérselas al
gobernador Isea: ninguna generación debe ser sacrificada en pro de generaciones
futuras; y no está nada bien tratar de compensar la desdicha de alguien con la
felicidad de algún otro. Seguramente la señora del barrio Casanova Godoy,
viendo su situación actual y las promesas revolucionarias, terminaría por dar
también la razón a Popper.