. En este caso de manera especial, porque el momento en el que se inscribe “La casa que amé” (1860) corresponde a una época real del París sometido a una brutal reforma urbanística. Napoleón III encomendó al barón Haussmann el proyecto de remodelación del centro de la ciudad que independientemente del acierto o no sus grandes objetivos –dar el salto a la modernidad que se extiende en otras urbes europeas– supuso la expropiación y derribo de numerosas viviendas que llevaban asentadas allí desde la Edad Media.
Una de ellas, la de la Rose, nuestra protagonista; la casa donde han nacido generaciones de los Bazelet, el apellido de su marido Armand, fallecido hace diez años. Cuando recibe la misiva de la Prefectura de París informándole del próximo derribo de su casa –junto a las de su calle para convertirla en la prolongación de un moderno bulevar– empieza a escribir a su esposo desaparecido aunque ya no la pueda escuchar. Pero es que su pequeño mundo, se derrumba. Literalmente.
Es el único recurso que encuentra para liberarse de la frustración y la angustia. Es consciente de que no podrá luchar contra el poder establecido. El resto de vecinos preparan las maletas resignados para abandonar sus hogares. Aún así anuncia a su marido que pase lo que pase, nunca abandonará el hogar donde fueron felices. Tatiana de Rosnay convierte los lugares donde vivimos en el símbolo de nuestro paso por el mundo. Y es aquí donde hay que insistir en la época donde la mujer es considerada simplemente la acompañante del marido, salvo excepciones, como es el caso de Alexandrine, la florista de la calle que será para Rose uno de sus mayores apoyos. Será a través de las cartas al esposo desaparecido como el lector conocerá no sólo a la protagonista y sus secretos, sino las rutinas de los vecinos y su barrio, junto al consiguiente caos que implica el anuncio hecho por la prefectura. No es sólo la pérdida de lo material. “La casa que amé” es la resistencia a la imposición, la fidelidad a las personas y los principios, el adiós obligado a lo viejo, el debate sobre los avances cuando el fin justifica los medios… Lo que a simple vista puede parecer una historia intimista, excesivamente romanticona y empalagosa, es en realidad una profunda reflexión sobre una época –aunque podría ser perfectamente aplicable a muchos aspectos de la sociedad de cualquier momento– que se acaba quieran o no sus inquilinos. Los sentimientos, las vidas particulares, los dramas personales quedan enterrados bajo los escombros de lo que supuestamente, debe desaparecer. A su manera Rose es una mujer valiente aunque se apoye en la ceguera para anclarse en el pasado del que ya no tiene fuerzas para salir. Aún así, son bellos los pasajes utilizados por la autora para ejemplificar la emancipación de la que a duras penas podía hacer gala la mujer de aquellos tiempos. Me refiero a algo tan normal en nuestros días como la lectura. Con “Madame Bovary” Rose descubre por un lado, que existen otros mundos y de paso –y no es poca cosa– la puerta a los placeres que ofrecen las letras. Es su particular manera de probar nuevas experiencias con algo tan pequeño como un libro. Me parece una preciosa metáfora que se suma al encanto que rodea a esta novela pese a su prosa sobria y recatada como mandan los cánones de las mentes de la época. El final es predecible aunque incluya una sorpresa que ayuda a potenciar su fuerza. Aún así, con todos los tópicos facilones que se le pudieran reprochar, esta novela es un deleite como ya anuncia su bella portada. Sobria también como su narrativa, pero evocadora de una época que no conocimos y a la que sin embargo, nos podemos trasladar con facilidad gracias a las historias de casas amadas. Y gracias siempre, cómo no, a la literatura.