El
asesinato de Javier Valdez y de Miroslava Breach han calado hondo en la opinión
pública y en el quehacer periodístico nacional e internacional. No se trata de
los únicos y merece la pena que se reconozca el trabajo de muchos otros
periodistas quienes sin el mismo reflector y sin estar cobijados por medios de
comunicación de alcance nacional, diariamente se juegan la vida por ejercer una
profesión, que es, sin duda, de las más hermosas y apasionantes del mundo.
No es
gratuito que grandes monstruos de la literatura primero pulieron su prosa,
versos y narrativa al amparo de una máquina de escribir ejerciendo el
periodismo puro.
Considerar
que el único móvil de estos crímenes
son reacciones del “crimen organizado” o la “delincuencia organizada” es muy
reduccionista; como lo es, también, solicitar apoyo gubernamental y garantías
para ejercer la profesión al gobierno. Eso es intentar tapar el sol con un
dedo. Hace tiempo que estamos extraviados.
Para
nadie es una novedad que seis (6) de cada diez (10) ataques contra periodistas
vienen de la clase gobernante, de políticos o de gente poderosa (empresarios) quienes
se ven afectados cuando se destapan asuntos de corrupción o relaciones poco
claras con y en la política. Me resulta poco convincente que a estas alturas el
crimen organizado necesite mostrarnos su fuerza de esta forma.
Desde
mi humilde perspectiva, estos lamentables hechos ponen en tela de juicio tres
grandes tópicos no resueltos y que poco a poco han mermado la credibilidad
institucional al tiempo que aniquilan la moral ciudadana:
i) Es
hora de revisar resultados, narrativa, objetivos, elementos y alcances de la
guerra contra el narcotráfico. Han pasado diez (10) años, lo militares siguen
en las calles, las policías locales sin hacerse responsables al igual que sus
gobiernos y el narcotráfico sigue intacto. Más bien, fragmentado, más violento,
al cobijo de múltiples líderes y posicionados en diversas y distintas plazas
delinquiendo no solo con estupefacientes, sino haciendo gala de diversidad
criminal: extorsiones, secuestro, derecho de piso, trata de blancas, robo de
vehículos, entre otros. Los hechos y los números son contundentes y ese gran
mercado negro mantiene su poder corruptor intacto.
ii) No
está en riesgo la libertad de expresión sino el derecho a informarnos. Paradójicamente,
hoy que tenemos una sobre-exposición a las redes sociales y acceso en tiempo
real a los acontecimientos del mundo --hasta hace poco impensable-, no es la libertad
para expresarnos lo que está en peligro. Lo que verdaderamente está en riesgo
es la posibilidad que tenemos los ciudadanos de acceder a información que antes
era reservada para ciertos ámbitos: político, gubernamental, empresarial,
judicial, entre otros. Ante estos ataques a los comunicadores –que no a los
medios de comunicación-, se busca que el verdadero periodismo termine por
autocensurarse, no decir lo que tiene que decir, por callarse; y los
privilegiados, mantener y multiplicar sus cotos de poder. Seguir intactos.
iii)
La relación del gobierno con los medios de comunicación debe ser democrática,
equitativa, incluyente y tolerante. Necesitamos medios de comunicación
profesionales, con la suficiente libertad y fortaleza institucional para ser un
contrapeso natural del apetito público por los excesos de cualquier índole:
económica, política, social y judicial. Es necesario democratizar y
transparentar los recursos públicos destinados a la comunicación social y a la
propaganda gubernamental para evitar precisamente el uso indebido del poder
político. Esto es una condición necesaria para alentar la democracia, la
equidad y el equilibrio de contenidos. Una prensa libre y fuerte es la mejor
contraloría que puede tener un gobernante; a menos, claro está, que necesite de
adulación, aplausos, halagos y lisonjas.
En
este contexto, me resulta poco creíble que el modus operandi del crimen organizado para mostrar su poder sea
atacar periodistas.