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Se separa de su hija, pero, como
venado herido, lleva consigo el amoroso dardo.
Philippe
de Rémi, La
doncella manca.
Me llamó mucho la atención que
este año mi querida amiga doña Paquita, compañera de la residencia
de la tercera y última edad, no me encargara nada, charla,
conferencia o conversación, sobre el día del libro. Se lo comenté
cuando me vi con ella a solas, pasada ya dicha celebración, temiendo
que estuviera un tanto desanimada.
-No todos los tiempos son unos,
querido amigo -me dijo cerrando el libro que estaba leyendo-. Y este
año no tenía ganas de nada. Salvo de estar sola y de leer todo
cuanto pudiera.
-Si es así -le respondí-la dejo, y
no la molesto.
-¡Por Dios! No sea tan
quisquilloso. No lo decía por usted. Quédese, hágame el favor.
Me volví a sentar.
-¿Ha ido usted a la feria del
libro? -me preguntó.
-No. De haberlo hecho la hubiera
invitado a venir conmigo. Ya sabe que no me gustan las
aglomeraciones. Y a la librería sólo voy cuando tengo que dar con
algo en concreto.
-Es decir que pasó usted el día
del libro...
-Leyendo, que es la mejor forma de
pasarlo.
-¿Algo en especial?
-Pues
mire, ya me he hecho muy mayor y es raro que aguante un libro entero.
Y más si es voluminoso. A las pocas palabras me parece que todo se
transforma en palabrería sin más objeto ni sentido que llenar
páginas para justificar el precio del volumen.
-Sí, es cierto. Dios nos libre de
los libros voluminosos. Muchos libros pecan de eso: mucha extensión
y poca profundidad. Y sin embargo, esos libros son los que suelen
triunfar. A veces me da la impresión de que somos el país de los
fuegos artificiales: mucha pólvora para nada. Pero, entonces, ¿qué
ha leído usted?
-Una de las epístolas de Ovidio, de
las heroínas. Creo que le hablé de ellas.
-Sí, hace tiempo.
-Me ha vuelto a poner la piel de
gallina. Me he dedicado, por entero, a la que dicen algunos
especialistas que es la mejor carta de las que nunca escribió
Ovidio, la que le envía Cénace a su hermano y amante Macareo.
-El terrible problema del incesto.
-Es, como casi todo en esta vida,
una cuestión cultural.
-¿Cree usted que la moral es una
cuestión cultural?
-No sé. Eso tal vez se lo tendría
que preguntar a un jurista. Pero sí, creo que hay una moral natural,
y otra que nos viene impuesta por la sociedad donde ha nacido uno.
-¿Serían los Diez Mandamientos una
parte de esa moral natural?
-Algunos de ellos. Como el no robar,
el no matar, y no sé qué más. Otros, como eso de amar a Dios sobre
todas las cosas me parece una patochada de la iglesia.
-¿Cree usted que el no matar, el
que no haya guerras es lo natural?
-Buena pregunta. ¿Es natural no
robar? Cierto es que desde que el mundo es mundo ha estado envuelto
en guerras y más guerras. Pero ¿no le parece que es más natural, o
más deseable, la paz que la guerra?
-Sí,
por supuesto. Yo prefiero con mucho pertenecer a una época aburrida,
a unos años que no den pie a famosos Episodios
nacionales. Espero
que me comprenda.
-Creo
que la entiendo. Yo también lo prefiero. Y me gustaría que hubiera
muchísima menos corrupción de la que hay. Sencillamente por poder
hablar ya de otra cosa, de la importancia del latín, por ejemplo, o
de la amistad, del amor...
-La verdad es que nos estamos
llevando la palma. En lo de la corrupción. Es revulsivo. Más que
repugnante.
-Sí, porque en tiempos antiguos
todavía podía el tal Herakles desviar un par de ríos y terminar
con la porquería de los establos del rey Augías. Pero hoy, ¿qué
van a desviar para limpiar el palacio, el canal de Isabel II? ¿Le
damos un nuevo sentido a eso de que nuestras vidas son los ríos?
-Lavar
sangre con sangre -contestó doña Paquita tras mirarme como si
estuviera loco-. Mire, yo sigo pensando que el mejor análisis de la
corrupción lo hizo don Miguel de Cervantes en el Coloquio
de los perros. Aunque
no se deben olvidar ni la Celestina
ni
El
burlador de Sevilla, ni...
-No hace falta que siga, doña
Paquita: quien más y quien menos ya sabemos que la cosa no es nueva.
Y no solo por lo que unos roban y los otros callan y otorgan sino
también por quienes deben velar por todo, y no lo hacen.
-Ya lo dicen Cipión y Berganza.
-Y
ya lo practicaban los romanos. Los gobernadores de provincias, por
ejemplo, eran elegidos de entre las clases altas. De estas mismas
salían los abogados. Y se sabe que el Roma era importantísima la
red clientelar para hacer carrera. A buen entendedor pocas palabras
bastan. No ha cambiado nada.
-Desde luego. Es un asco y un
aburrimiento. ¿Le importa que dejemos de hablar de estas cosas y de
tamaña gente o gentuza, si me permite el calificativo?
-Se lo permito. Es más, se lo
agradezco.
-Volvamos al principio. ¿Sabe?
Cuando me ha dicho usted que ha leído la carta de Ovidio, esta de
los hermanos incestuosos, me he acordado de una clase, era yo alumna,
muy borrascosa. En la clase de religión, una compañera, un tanto
descarada para la época, le dijo al cura, sorprendiéndonos
entonces, que la moral era relativa, pues está claro que si Dios
creó a Adán y Eva, y sus hijos crecieron y se multiplicaron, los
hermanos se tuvieron que acostar con los hermanos.
-Lógico.
-Sí, pero el cura se puso hecho una
furia.
-Cosas
de la época. No les daba para más. La preparación de los clérigos
en este país siempre ha sido muy deficiente.
-Eso ya lo denunció Pérez Galdós.
Pero dejémoslo. Me sorprendió poco después la madre de esa chica.
Recuerdo que fuimos una tarde a su casa. Y allí volvió a salir la
discusión tenida con el cura. La madre de aquella chica nos vino a
decir que nada más natural que dos hermanos se quieran...
-Pues algo así he pensado yo
también releyendo la carta de Ovidio. En el mundo clásico rara vez,
creo que nunca, se habla sobre la sexualidad femenina. Y se hable o
no, se niegue o no, está claro que esta existía. Las mujeres, en
aquellas épocas, no tenían ningún acceso a los hombres. En ese
tipo de sociedad el incesto no debía ser nada raro ni extraño. Creo
yo. Hay, además, muchas obras que hablan sobre ese asunto.
-¿Y estaba bien visto? ¿Era
aceptable moralmente?
-Yo diría que no. No de otra forma
se entiende la bestial reacción del rey y padre de Cánace y
Macareo.
-La recuerdo vagamente.
-La carta comienza con Cánace
escribiéndola. La dirige a su hermano y amante. Con la mano derecha
sujeta el cálamo y con la izquierda la espada que le ha enviado su
padre para que se suicide. Ha mandado, también, que el niño, recién
parido, sea arrojado al monte como pasto para los lobos y las
alimañas.
-¿Y al hermano, al hijo, no lo
castiga?
-No se dice nada. Se supone, por lo
tanto, que no.
-¿Y qué culpa tiene el recién
nacido? ¿Cómo se puede ser tan bestia como para dejar a un bebé en
un monte?
-Es
también un tema recurrente de la literatura de antaño: Edipo,
El inocente, Pulgarcito...
-Al menos en ese aspecto, y pese a
la corrupción, parece que hemos avanzado algo. Aunque, y antes de
que me lo diga, depende de hacia dónde dirijamos los ojos, ¿no es
así? El Mediterráneo está lleno de ahogados, muchos niños entre
ellos...
-Creo que sí. Pero lo puedo
contestar lo que dijo aquel militar: ahora las guerras son más
civilizadas: te pegan un tiro y te matan, no te dejan inválido,
tuerto o tullido como las guerras del siglo XIX. Y entre ahogarse y
ser pasto de los lobos...
-Siempre es mejor que lo entierren a
uno entero y no a plazos.
-Depende. Volviendo al asunto del
incesto, a mí también me pasó una cosa muy curiosa en un clase. Yo
era el profesor. Estaba hablando del mito de Edipo. Se lo estaba
explicando a alumnos de doce y trece años. Uno de ellos, hablando
del incestuoso matrimonio de Edipo con su madre Yocasta, levantó la
mano y me dijo que eso era imposible. Que la madre, como mínimo,
debería tener el doble de edad que el hijo...
-Una
buena observación. Para que luego digan que la gente joven no se
entera de nada. Siempre he creído que se enteran de muchas cosas. Y
a veces me ha dado la impresión de que así como la vida nos quita
la espontaneidad -un bebé le sonríe a todo el mundo, toca a quien
se le pone por delante, y juega con cualquier niño- también la
educación nos castra parte de esa inteligencia natural... No sé,
tal vez tener sentido crítico sea recuperar esa inocencia de decir
lo que se piensa, sin componendas. Que el rey va desnudo, vamos.
-Tal vez.
-¿Y qué le respondió usted?
-Me quedé mudo. No supe qué
contestar. E hice lo que más odio en esta vida: hablar por hablar,
es decir salir con tonterías: que si en el teatro griego llevaban
máscaras, etc, etc. Y claro estaba diciéndole eso y estaba pensando
que Edipo y Yocasta se quitarían las máscaras para dormir. Y no sé
porqué intuí que el alumno estaba pensando lo mismo que yo.
Rectifiqué y le dije que tal vez habría que interpretar aquello en
sentido metafórico. Al fin y al cabo suponiendo que Yocasta tuvieran
entonces 40 años, ya era un tanto madura como para concebir cuatro
hijos... Pero, claro, aplicar los criterios realistas al teatro
griego supone no dejar títere con cabeza.
-¿Podía ser también una metáfora
lo del incesto?
-Creo que no: se repite demasiado a
menudo. Además, no siempre tenían porqué tener hijos.
-Y no sabemos cuántos niños habrán
sido abandonados o expuestos.
-No, no lo sabemos. Y también
ignoramos el número de corruptos de Roma y la cantidad de dinero y
obras de arte que robaron. Tal vez los discursos de Cicerón contra
Verres sean una pequeña muestra. No lo sé. Una pena no contar con
un catálogo sobre la corrupción. Alguien tendría que llevar la
contabilidad de estas cosas. Podría ser terrorífico y clarificador.
-Y
muy deprimente. Tal vez con ese dinero robado se salvarían muchas
familias de la indigencia. Pero ¿a quién le importa eso? Ya tienen
bastante los políticos con salvar su propio culo, y perdone que hoy
sea tan mal hablada, porque, en el fondo, digan lo que quieran, no
hacen otra cosa. Robar, malversar y justificarse.
-Doña Paquita, ya estamos otra vez
hablando de la dichosa corrupción.
-Resulta
casi imposible librarse de tanto hedor. Lo siento. Estoy muy
indignada con los políticos y con quienes les siguen el juego. La
próxima vez -dijo levantándose- pondremos algo más de empeño en
hablar de otras cosas. De literatura, cine, teatro, del amor o de la
amistad. Cuídese. Me tengo que ir al médico.
-Así lo haré. Cuídese usted
también, querida amiga.