…Y, sin embargo, yo juraría que la postura era la misma, creo que siempre he dormido así, con el brazo derecho debajo de la almohada y el cuerpo levemente apoyado contra ese flanco, las piernas buscando la juntura por donde se remete la sábana. También si cierro los ojos —y acabo cerrándolos como último y rutinario recurso—, me visita una antigua aparición inalterable: un desfile de estrellas con cara de payaso que ascienden a tumbos de globo escapado y se ríen con mueca fija, en zigzag, una detrás de otra, como volutas de humo que se hace progresivamente más espeso; son tantas que dentro de poco no cabrán y tendrán que bajar a buscar desahogo en el cauce de mi sangre, y entonces serán pétalos que se lleva el río; por ahora suben aglomeradamente; veo el rostro minúsculo dibujado en el centro de cada una de ellas como un hueso de guinda rodeado de lentejuelas. Pero lo que jamás cambia es la melodía que armoniza el ascenso, melodía que no suena pero marca el son, un silencio especial que, de serlo tan densamente, cuenta más que si se oyera; eso era entonces también lo más típico, reconocía aquel silencio raro como el preludio de algo que iba a pasar, respiraba despacio, me sentía las vísceras latiendo, los oídos zumbando y la sangre encerrada; de un momento a otro — ¿por dónde?—, aquella muchedumbre ascendente caería a engrosar el invisible caudal interior como una droga intravenosa, capaz de alterar todas las visiones. Y estaba alerta, a la expectativa de la prodigiosa mudanza, tan fulminante que ninguna noche lograba atrapar el instante de su irrupción furtiva, acechándolo inmóvil, con anhelo y temor, igual que ahora.