Vivimos en un mundo consumista. Ciertamente, hemos pasado de
mercantilizarlo todo a una sociedad en donde el poder de consumo dice mucho de
quiénes somos y en qué tipo de ambiente nos desenvolvemos. Nos hemos vuelto tan
consumistas, que hasta para algunos intelectuales se debe modificar la noción
que teníamos de pobreza: Zygmunt Bauman (1925), uno de los sociólogos y
pensadores más lúcidos de la actualidad, dice que nos regimos por una “estética
del consumo”, en donde todos buscamos demostrar lo que somos a partir de lo que
consumimos. Y, como resultado de esta necesidad de mantener una imagen mediante
el consumo, los pobres son aquellos que no tienen capacidad de consumir y que
no cuentan con los recursos para adaptarse a la nueva estética.
Sin
embargo, en un ambiente consumista no deja de ser curioso que haya consumidores
que no hayan desarrollado una capacidad de exigencia acorde con el ritmo de
consumo. Como una paradoja recurrente, en América Latina tenemos niveles
escandalosos de pobreza y hay mucha gente necesitada, pero los niveles de
exigencia como consumidores hacen pensar que en realidad no necesitamos mucho,
por eso nos conformamos con productos y servicios deficientes o de mala
calidad. Lo podemos ver en algún tianguis (mercado ambulante) de México o en
las calles de Asunción: la oferta y la demanda están marcadas por la
informalidad, de manera que muchos consumidores son poco exigentes y parecen
resignados a que en el mercado de la informalidad, algunas veces se gana y
otras se pierde, como en un juego de azar.
Si
analizamos el comportamiento del consumidor paraguayo podríamos entender muchos
de los problemas de los que nos quejamos siempre. Hay poca capacidad de reclamo
y poco conocimiento preciso para hacerlo. Si bien la ley 1334, de Defensa del
Consumidor y el Usuario, garantiza protección para los ciudadanos en cuanto a
consumo de bienes y servicios, pareciera que esto no es suficiente para lograr desarrollar
un sentido más crítico, más exigente y menos conformista. Basta una mirada a
los servicios en muchos campos, como el transporte público o las
comunicaciones, para comprender que al paraguayo le falta ser mucho más
exigente.
Un
consumidor o usuario crítico es fundamental para el desempeño eficiente de
cualquier economía. No solo actúa como un filtro de calidad de la producción,
sino que obliga a las empresas a mejorar sus estándares de competitividad para
poder satisfacer sus exigencias. Países como Suecia o Noruega han sabido hacer
de la exigencia y la transparencia herramientas para el progreso: los
ciudadanos son tan educados y críticos, que todos los comerciantes, productores
y prestadores de servicios cuidan la calidad de lo que ofrecen, porque saben
que serán estigmatizados y excluidos del mercado si es que ofertan algo que no
es de calidad. Pero no hay que ir tan lejos: en Buenos Aires basta con que
sirvan un plato de comida tibia para generar una fuerte protesta por parte del
consumidor, así como la exigencia de un mejor servicio en forma inmediata.
A
los paraguayos nos falta desarrollar un sentido más crítico como consumidores,
para exigir más y sentar el precedente de que queremos algo mejor a lo que hoy
nos ofrecen. Un usuario exigente no permite que le vendan productos en mal
estado o de dudosa procedencia, aunque lo tienten con el precio, pues sabe que
cuando uno se presta a la informalidad no tiene la más mínima garantía de que
el producto reúna las condiciones de calidad que requiere. Un usuario exigente
no toleraría que los colectivos circulen con las puertas abiertas, poniendo en
riesgo la vida de los pasajeros, ni vería como normal que los choferes no
respeten las señales de tránsito, manejen en forma inadecuada o simplemente no
sean amables y respetuosos con sus clientes.
Las
sociedades más avanzadas son las que tienen consumidores más exigentes. Los
ciudadanos contamos con el poder de obligar a las empresas a prestar mejores
servicios, desde el transporte público, las telecomunicaciones y todos los
ámbitos relacionados a un proceso de consumo. Pero, para ello necesitamos
desarrollar una fuerte conciencia como consumidores, instruirnos en el
conocimiento de nuestros derechos, así como dejar de lado el tinte resignado,
informal, pícaro o conformista que ha permitido que vivamos rodeados de malos
servicios, mala atención y a merced de injusticias en el mercado.