Relato "La maleta verde olivo" de Álex Cardoso Osorio

Te fuiste por la puerta principal sin despedirte, o lo que es peor: sin pedir perdón. Perdón por dejar enredada en tu estela la decepción de miles de personas sin  pasado del que sentirse orgulloso, ni presente armado de ideales bien enraizados con los que asaltar el futuro.  Perdón también por la desesperanza de los que perdieron la fe para empezar otra vez una segunda revolución: la de sus propias vidas al menos, porque esta que nos prometiste comandante, la que iba a ser tan verde como las palmas, se marchitó delante de nuestras ganas sin que pudieses conseguir el milagro de resucitarla.

 

. Perdón por dejar enredada en tu estela la decepción de miles de personas sin  pasado del que sentirse orgulloso, ni presente armado de ideales bien enraizados con los que asaltar el futuro.  Perdón también por la desesperanza de los que perdieron la fe para empezar otra vez una segunda revolución: la de sus propias vidas al menos, porque esta que nos prometiste comandante, la que iba a ser tan verde como las palmas, se marchitó delante de nuestras ganas sin que pudieses conseguir el milagro de resucitarla.
En tu partida dejaste olvidada tu maleta verde olivo en este viejo y moribundo edificio, que fuera allá por los años cincuenta el hotel propiedad de unos gallegos como tú. Es esa maleta que no querías que ninguno de nosotros abriese. La de tus secretos. El equipaje en el que guardabas tus anhelos más proclamados y tus errores inconfesables. La que acoge sin protestar el peso de tu historia. ¿Te absolverá?  Será un juicio interesante.

Quiero y puedo indagar en su interior. No fuiste capaz de llevarla contigo y yo presiento que no me pasará nada malo por abrirla. Ya no estás aquí. No puedes prohibir que lo haga.

Deslizo la cremallera y levanto la tapa. Todo ahí está muy bien ordenado.  Como eras tú.  Como querías que fuéramos tus hijos. Tu pueblo.

Encima de todo, extendido a lo largo del espacio disponible, hallo tu aspiración de convertir esta pequeña isla nuestra en una nación admirada por el resto del mundo. Ese sueño continúa intacto comandante, sin la mínima arruga de frustración.  Cuando lo tengo en mi mano siento que es posible vestir otra vez con él al pobre, ilustrar al analfabeto y curar al enfermo, y convertirles una vez más en el ingrediente principal de aquel proyecto: la creación del hombre nuevo. Lo aparto hacia un lado con cuidado de no romperlo. Parte de mí está ahí dentro y siento que mi alma se crece cuando soy consciente de ello.

A continuación aparecen tus discursos: sonrío. No puedo evitar recordarte erguido y seguro en la Plaza de la Revolución, hablándonos. Para mí eras y serás siempre el mejor en eso. Admiré toda mi vida  que no necesitaras papel alguno que guiara tus pensamientos. Tu hoja de ruta estaba trazada en tu mente privilegiada y podías pasar horas enteras bajo el sol del caribe, con la mirada de Martí refrendando tus ideas, sin fatigarte, contándonos  tu verdad,  nuestra verdad, aunque para ello paralizaras una ciudad entera.

Introduzco mis manos en las entrañas de la maleta otra vez. Toco algo que parece ser un edificio. Intento sacarlo y cuando lo desenvuelvo veo que sí, que lo es. Y hay más: son los viejos edificios de La Habana convertidos hoy en ruinas. Algunos de ellos ya no representan siquiera la sombra de lo que llegaron a ser. Construcciones de otros tiempos, poseedores de estilos arquitectónicos diversos, hechos con buen gusto  y mejor oficio que tú mismo abandonaste a la merced del tiempo y la desidia. Uno en particular llama mi atención comandante: es este en el que estoy, el antiguo hotel Roosevelt de la Calle Amistad esquina a la de San Miguel. Intervenido sin que devolvieras un centavo a sus propietarios. Alguien bajo tu mando dio la orden malintencionada de transformar sus apartamentos en viviendas y a partir de ahí comenzó la cuenta atrás que hoy está a punto de acabar, porque la degradación es tan imparable que el próximo huracán que asole La Habana fijará en él su ojo de cíclope y lo devorará con toda su humanidad dentro, como a tantos otros.

Sigo mirando y descubro entre tus pertenencias algo que conozco bien comandante: las caras serias de los que sufrieron el repudio organizado por sus mismos compatriotas al querer marchar del país. Se llamaron actos de repudio. Estarás de acuerdo conmigo en que aquello no fue justo, ni espontáneo como declaraste.  Gritarle gusano, rata, maricón o tortillera a un cubano que abandonaba el país de forma pacífica por el puerto del Mariel en los ochenta fue reprobable, cuanto menos. ¿Recuerdas cómo les llegamos a tirar huevos? Y les escupíamos, y les apedreábamos las casas, y les paseábamos por las calles con carteles colgando del cuello que decían «Soy maricón» a los que declaraban tal condición para irse a los Estados Unidos. ¿Es que no se podía ser homosexual y revolucionario? ¿Pensaste alguna vez cuantos homosexuales arriesgaron, hasta perderla, su vida, en aras de tu revolución en la lucha clandestina por las calles de La Habana, en la Sierra Maestra, en Playa Girón,  Nicaragua,  Etiopía, o en Angola, por poner solo algunos ejemplos?

Continúo hurgando: aquí también están las bajezas de los chivatos de los CDR: los Comités de Defensa de la Revolución, que alentaste para que denunciaran a los que pisaban las iglesias con fe, a los que no hacían trabajos voluntarios los domingos en sus empresas o en sus barrios, a los que hablaban mal de ti o de tu régimen en alguna esquina, a los que declinaban la invitación a pertenecer a las juventudes comunistas o al partido, hasta convertirlos oficialmente en individuos peligrosos y poco confiables, lo que significaba la imposibilidad de ascender profesionalmente en cualquier campo del conocimiento dentro del país o de ocupar puestos relevantes en sus trabajos: la muerte profesional, comandante. Pero es que veo a esos mismos chivatos, hoy escapados de tu isla y camuflados en medio de un mar de exiliados políticos, practicando activamente la religión y enorgulleciéndose de ello; vociferando contra ti, festejando que no estás. Hasta parecen indignados de verdad ahora que te has ido para siempre, sin retorno posible. Esto lo aparto. Me enoja tanta doble moral.

Respiro profundo: en el fondo yacen los cuerpos de los balseros ahogados en las traicioneras aguas del Estrecho de la Florida. Nadie les devuelve al presente en nuestra isla, al menos oficialmente sería imposible, porque tu revolución tiene memoria únicamente para sus mártires y castiga con una fuerza ciega e irracional al que se atreva a hablar de ello.  Me da mucha pena comandante; mucha pena que solo se hallen vivos en los recuerdos de sus seres queridos. Me gustaría algún día ver alguna plaza que se llame la Plaza de los Balseros, por ejemplo. ¿Será posible en el futuro incierto que nos aguarda tras tu rastro, que presumo se irá perdiendo con el tiempo?

Mis lágrimas caen sobre las misceláneas que quedan desperdigadas, pero aún guardo ánimos para descubrirlas. Hay de todo un poco: Los veteranos de guerra sin techo,  durmiendo por los portales de la sucia Habana. Los lisiados; prisioneros en sus propias covachas, pasando los días en una silla de ruedas. Las prohibiciones desde los años noventa hasta hace bien poco a los cubanitos de a pie para acceder a los hoteles, restaurantes y complejos turísticos que visitaban exclusivamente turistas extranjeros, alguno de tales turistas, que conocí, llegaban a autodenominarse expertos en temas cubanos, mientras fumaban un cohíba, se hospedaban en los mejores hoteles y alquilaban una novia jovencita que vendía su cuerpo por una necesidad acuciante de dinero y comida.

Y las consignas e himnos patrióticos y grandilocuentes que cantábamos desde niños en los patios del colegio saltan a la vista también. Yo los cantaba convencido. Lo recordaré toda mi vida con cariño, comandante.

A los presos políticos los avisto apiñados en esta parte final de la maleta del viejo. Entre ellos siguen con empecinado valor los plantados, que prefieren cumplir sus condenas en calzoncillos antes que ponerse el uniforme de preso común. Los muertos por huelgas de hambre en las cárceles, las Damas de Blanco,  los mendigos, las jineteras, los pingueros, las ganas de comer, las ansias de cambio, el deseo de viajar, el miedo a Donald Trump, al embargo económico, a la escasez de medicamentos, a que los familiares que viven en el extranjero se olviden un día de los que sobreviven en la isla; y también están, como no, la libreta de racionamiento, que raciona todo y lo cobra, el deseo de poseer una cuenta en Facebook y de tener WhatsApp para saber del resto del mundo, para encontrar a ese amigo de la infancia perdido en alguna parte del planeta, el ansia de percibir auténtico dinero por trabajar, a tener un negocio propio, a prosperar…

La maleta está casi vacía. En ella quedan dispersas algunas cosas más, pero estoy fatigado. Demasiadas emociones mirando todo esto. Me siento ahora tan hueco como tu maleta, comandante, pero tomaré una decisión con todo lo que he encontrado aquí, porque soy consciente de que no tengo derecho a quedármelo. Tus pertenencias son de todos, como decías que la revolución lo era, ¿verdad?

Subiré a la azotea de este comatoso hotel Roosevelt, el de mis abuelos gallegos,  y a la memoria de ellos, desheredados por ti, y en honor a mi hermano, ex preso político, y  por justicia, la que reclaman aquellos que no han vivido parte de todas estas historias mezcladas dada su excesiva juventud y…, por supuesto, ante el deber colectivo de recordar, lanzaré desde lo más alto el pesado equipaje para que se disperse sobre la calle y llegue, como pieza de un puzle, a cada ciudadano, y que sirva, a ser posible, para tejer esa parte de nuestra historia, unas veces desconocida, otras sabida a medias y otras distorsionada por error o manipulada según a que bando le ha convenido transformar para su beneficio.

Cargo con el petate y pongo el pie en el primero de los peldaños rotos. Buena suerte mi Cuba, porque la necesitas.  Hasta nunca, comandante.

UNETE



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