No he dejado ni de tomar baños,
porque me hacen mucho bien, ni de beber vino, porque no me hace daño.
Plinio,
Cartas
Ludovicus
Plinio suo plurimam salutem dat. Lo
mismo he hecho yo, querido Plinio, pese a los temores que me infundió
una enfermera en el ambulatorio al iniciarse mi ya crónica
enfermedad. Asustado por lo que me pronosticaba, no por la muerte, a
la cual imagino que, llegada la hora, si estoy consciente, temeré
como casi todo el mundo, sino por cualquier ataque que me dejara
impedido, le hice caso en todo cuanto me dijo durante el primer año.
Creo, y no quiero dármelas de valiente porque posiblemente no lo
sea, que le temo más a la invalidez que a la muerte. Ese sacrosanto
temor me hizo seguir al pie de la letra todas las instrucciones que
me dio aquella bendita mujer sobre comida, bebidas, ejercicios,
cuidados, y cosas que debía y no debía hacer. Fui el enfermo
perfecto; ella se sintió muy orgullosa de mi comportamiento. Me
convertí, por primera y única vez en mi vida, en el alumno
ejemplar.
Cuando comprobó esta señora, por
las frecuentes visitas mías al ambulatorio, que seguía, al pie de
la letra, todo cuanto me decía, dejó de asustarme con la silla de
ruedas, la ceguera, la parálisis total o parcial, o con cualquier
otro ataque que me dejara más o menos idiota y dependiendo de algún
semejante más o menos benévolo. Y tanto se redoblaron aquellas
visitas a la enfermería que, al final, surgió una determinada
amistad, o compañerismo, entre los dos. Tuve entonces confianza para
rogarle, por favor, que me pusiera las visitas a primera hora de la
mañana, cuando hay poca gente en el ambulatorio, pues acudir a este
a eso de las diez, cuando comienzan a afluir, como una peste, todos
los enfermos del barrio, es arriesgarse a tomarle el pulso a este
país, cosa que, un día sí y otro también, me resulta tan
desagradable como deprimente.
Siempre que he ido al ambulatorio,
bien a la enfermería o bien a pasar una visita con el médico de
cabecera, me he llevado algún libro por si la espera se alargaba en
demasía. Pero intentar leer en un hospital o en un ambulatorio en
este país es algo que solo se le ocurriría a un loco de atar.
En cuanto llegaba, buscaba un
asiento próximo a la puerta del consultorio y me ponía a leer. Poco
me duraba la alegría, si es que esta se iniciaba, pues no tardaba en
presentarse alguna pareja, uno de cuyos miembros, no sé si por
simpatía, se sentaba a mi lado en tanto que el otro lo hacía a
cuatro o cinco metros de distancia. Y así, tan juntos, tal vez para
demostrar que les funcionaban bien los oídos y las cuerdas vocales,
aunque no la sesera, comenzaban un diálogo tan absurdo como necio y
vacío de sentido. Imposible leer ante el continuo intercambio de
necedades a cuatro metros de distancia. Nunca faltaba, además, la
amiga, o el amigo, que llegaba poco después. Y nunca faltaba el
cuarto o quinto en discordia. Entonces se ponían a discutir entre
todos. Aunque uno de ellos siempre llevaba la voz cantante. No hace
falta que te diga, rompiendo tópicos, que no discutían de toros o
de fútbol sino de política. Es el deporte nacional desde que
vivimos en democracia, llevamos dos elecciones seguidas, estamos con
un necio gobierno en funciones, y vamos a la tercera ronda, que dicen
que es la vencida.
La discusión, a grito pelado, que
para eso somos mediterráneos, y sin importar que allí hubiera
enfermos o sanos, siempre terminaba en una especie de mitin por parte
de quien, en aquel u otro grupo, llevaba la voz cantante o gritaba
más y mejor. No te puedes imaginar, querido Plinio, la cantidad de
necedades y sandeces que he oído en el ambulatorio de mi barrio.
Sostenidas por hombres y mujeres que estaban ya muy lejos de cumplir
los cuarenta y aun los cincuenta años. ¡Cuánto se ha idealizado a
los viejos senadores! Las canas o la calvicie no son signo de
inteligencia sino del tiempo gastado, que no vivido, como los anillos
de algunos árboles.
Cada
uno de aquellos absurdos discursos ambulatorienses
está perfectamente enclavado en un tiempo; y obedece, siempre, a las
consignas del poder de un momento determinado. Fue entonces cuando se
hizo en mí sangre y carne todos los mensajes, burdos y necios,
colocados a través de la televisión o de los mítines de los
líderes políticos. Tengo que decirte que me llamó mucho la
atención que ninguna, ni una, de aquellas personas tuviera el más
mínimo sentido común, o un leve atisbo de opinión personal. Eso
sí, hablaban como si estuvieran llenos de razón; como si nadie les
pudiera rebatir ninguno de los lugares comunes que sostenían, y no
enmendaban, delante de un paciente público, que ni podía echar a
correr ni tenía escapatoria. He de confesarte, querido maestro, que
siempre me faltó coraje para decirles que se callaran y que dejaran
de molestar a quienes allí estábamos. Lo más que hacía era cerrar
el libro con enfado y de forma ostentosa; pero eso al mitinero lo
debió llenar de alegría y contento. En mi pueblo decían que la que
es puta no quiere serlo sola.
Si
has leído la descripción que hace Séneca de un baño romano1,
dicha descripción es lo que más se aproxima a un ambulatorio
hispánico aunque en este no haya ni vendedores de salchichas ni
chicas de la casa llana o lindos efebos. Y si las hay, yo no me he
enterado.
Un día, una mujer mayor me puso tan
nervioso con sus tonterías y sus absurdas afirmaciones, dichas en un
buen tono de voz, que cuando la enfermera, en su habitáculo, me tomó
la tensión, se asustó. Me miró con cara de espanto. Le dije que
estaba alterado, y le expliqué lo que estaba sucediendo al otro lado
de su puerta. Salió como una bala e impuso el silencio. La necia
aquella se calló; pero su silencio duró lo que dura un estornudo.
Fue entonces cuando le pedí a la enfermera, por favor, que me
pusiera la cita a primera hora de la mañana. Me concedió el favor.
Algún alivio he notado. Pero nunca he conseguido librarme del todo
del predicador o predicadora, bien sea a una hora o a otra. En el
fondo me parece que somos un descreído país de misioneros.
No sé ya, querido Plinio, si somos
un pueblo con un enorme complejo de inferioridad, que algunos creen
que se cura repitiendo las necedades que oyen por aquí y por allá,
y que tratan de hacer pasar como el punto álgido del saber; o un
pueblo de solitarios, al que nadie soporta, y que aprovecha la más
mínima ocasión, ambulatorios y lugares cerrados, para hablar,
provocar, y pedir a quien se ponga por delante que, por favor, lo
escuche y lo tenga en consideración. No sé, por tanto, si dicen, en
esas monsergas mañaneras, lo que piensan, o lo que creen que quieren
oír los demás. No lo sé. Sé que cansan a la misma paciencia. Y
que hablan y hablan sin dejar otra cosa, tras sus palabras, que un
amargo regusto a cosa vieja y desgastada.
Casualmente me dijo la enfermera, un
día que me pidió permiso para dejar pasar a una ancianita delante
de mí, que era ese uno de los problemas que tenían en los
ambulatorios: gente que vive sola, que está sola, y que aprovecha el
más mínimo catarro para ir a la enfermería y tener con quien
hablar durante unos minutos. Tal vez en el fondo sea todo bastante
lastimoso. Aunque a mí no me apetece nada hablar con ese tipo de
personas que van dando discursos por el mundo. Es más, las rehuyo.
Mi enfermera, por desgracia para mí,
lleva cuatro meses de baja. Las que han venido a sustituirla, sin
ninguna compasión, me ponen la visita a la hora que a ellas les
conviene. Y una vez más, me ha tocado ser el paciente oyente del
visionario que arregla el país en un decir Jesús. El otro día sin
ir más lejos entró este fulano con pantalón corto y manga corta:
quería enseñar todos los horribles tatuajes que llevaba por piernas
y brazos. Era un cuadro ambulante del peor gusto que te puedas
imaginar. Vestía, además, un chaleco con una calavera en la
espalda, cuyos dientes eran abalorios brillantes, que no diamantes.
Le colgaba del brazo, como antigua cesta con huevos, un casco de
motorista al que no le faltaban ni llamas, ni alas de fuertes
colores. Un ángel del infierno más desfasado que el punzón y las
tablillas que utilizabas tú en la escuela.
Por si todo esto fuera poco, el
chico estaba dotado de un vozarrón que más de un predicador
quisiera para sí. Y como no podía dejar de suceder, se hizo muy
amigo de quien ocupaba la silla de al lado. Allí fue Troya: empezó
la prédica dedicada al público en general. Se ocupó del tema de
moda: del Partido Socialista Obrero Español, y de su impedimento,
según él, a que los otros, que ganaron las elecciones, formaran
gobierno. Él, vino a decir con su enorme vozarrón que todo lo
alcanzaba, solucionaba aquel problema enseguida: prohibía los
partidos políticos, y sólo dejaba uno para que gobernase, y si este
no funcionaba, se quitaba y se ponía otro. Y se acababan todos los
problemas, hasta el del paro, pues ponía a todos los parados a
limpiar el monte para que no se incendiara, y a hacer carreteras...
Nada nuevo bajo el sol.
Como siempre no pude alejarme de la
puerta, pues estaba pendiente de que me llamaran de un momento a
otro. Una mujer, me pareció que era la sustituta de mi enfermera,
había entrado en aquel cubículo no hacía mucho. Fue ella quien
abrió la puerta y me llamó. Iba vestida con un chándal de cuando
yo era joven y tenía una abundante cabellera. Se estaba tomando un
café con leche en un frágil vaso de plástico. Y así intentó
tomarme la tensión, pero la maquinita no tenía pilas, tampoco las
tenían los de mantenimiento. Quiso darme cita para otro día, y el
ordenador estaba estropeado, y... dejémoslo aquí.
Cuando salí no pude por menos de
sentir compasión, lástima y asco por aquel desfasado ángel del
infierno: hay senadores y políticos que roban, que gastan el dinero
público a manos llenas, que no se privan de nada, que ganan unos
sueldos que nunca los ganará un médico o un profesor, y nosotros no
tenemos ni unas pobres pilas para la máquina de tomar la tensión,
ni un ordenador para dar citas. Afortunadamente sí que le funcionaba
la maquinita de medir el azúcar en sangre, y un bolígrafo medio
roto que había por allí. Apuntó la fecha de la próxima visita en
mi agenda. Y sí, estaba superando los límites, y seguramente
tendría la tensión alta. ¿Cómo quería que la tuviera? Empezó la
nueva enfermera a darme instrucciones y a decirme esto y aquello y lo
demás allá. No le hice ni caso.
Salí
del ambulatorio, y me metí en una tasca que tenía muy buena pinta.
Me pedí un bocadillo de calamares, una copa de vino y un plato de
aceitunas. Luego me tomé un café y me lancé a la calle más
contento que unas pascuas. Ni el bocadillo ni el vino me sentaron
mal. Lo que me sienta fatal, siempre, son las visitas al ambulatorio,
así que el día que la enfermera me diga que no hace falta que
vuelva, y nunca me lo dirá, será el día más feliz de mi vida.
Mientras, capearemos el temporal con buenos alimentos, algo de
ejercicio, sin pasarse, y buen vino. Hasta que el cuerpo aguante,
querido Plinio. Los dioses te libren de mítines y de aprendices de
brujo. Vale.
1Séneca,
Epístolas morales a Lucio, libro
VI, epístola LVI