El único modo de evitar esta
injusticia es que los derechos de elegir a los maestros quede en
manos únicamente de los padres, y que estos se vean obligados a
actuar con una escrupulosa conciencia a la hora de juzgar los méritos
de los candidatos por ser ellos mismos los que han de pagarles.
Plinio,
Cartas.
Ludovicus
Plinio suo plurimam salutem dat. Hace
dos o tres días, como sucede cada cierto tiempo, y más a principios
de curso, volvió a aparecer en un periódico una entrevista a un
señor que hablaba del sistema educativo en general, y de los
exámenes de los estudiantes en particular. A fuer de ser sincero
tengo que confesar que hace ya algún tiempo que no leo más que la
negrita de estos artículos. He quedado un poco harto de tanta
opinión, de tanta varita mágica, y de tanta solución, cambio y
recambio, que no funciona y que es presentada, en artículos,
conferencias y libros, como la novedad revolucionaria del sistema,
gracias a la cual todo va a ser distinto y mejor. Y todo sigue igual
cuando no peor, por desgracia. Al final, tras asistir a multitud de
charlas, leer algunos artículos, y hablar con unos y otros, me quedé
con la triste idea de que tantos son los bachilleres, tantos son los
pareceres. Y que hay que cambiar muchas cosas para que una sola
funcione. Un coche averiado no echa a andar porque se le cambie el
volante únicamente. Y no todo el mundo es mecánico por mucho que se
empeñen algunos.
He insistido también, en alguna que
otra reunión, hasta que me percaté de que nadie me hacía caso, en
que es preferible, ante una clase o un alumno conflictivo, para que
funcione, hablar con los compañeros, con los profesores que también
tienen a esos alumnos, y ver las estrategias que usan ellos y
coordinarnos todos para ser mejores. Esto puede ser eficaz, pero ni
vende libros ni promociona nada.
Muy a menudo los teóricos de la
educación, o de la pedagogía, se olvidan de que un profesor trabaja
con alumnos y no con cajas de zapatos o elementos inanimados. Quiero
decir con ello que no todos los componentes de una clase responden
del mismo modo ante ante la explicación de un tema, una metodología,
un profesor o una reflexión. Incluso hablando en conjunto, de un
grupo de estudiantes, aquello que ha funcionado bien, o muy bien, en
una clase resulta que no lo hace en otra. E incluso en la misma aula
no se percibe igual una explicación dada a las ocho de la mañana
que a las dos de la tarde. No creo que esto requiera de ninguna
explicación especial.
Cuando
tú hablas, pues, querido Plinio, de que la responsabilidad de
escoger a los maestros recaiga sobre los padres, imagino que lo dices
porque eres partidario de una educación privada, no de una pública.
E imagino que estás pensando en unos padres ideales que, tal vez, no
existan. Como vuestra conocida mos
maiorum, gracias
a la cual ignoráis, por ejemplo, todas las salvajadas que las
legiones hicieron en Hispania o en la Galia.
Los
padres,
al igual que el resto de la sociedad, no se ponen de acuerdo en casi
nada. Hay diversos pareceres, por ejemplo, sobre si los hijos, los
alumnos, tienen que realizar deberes o no tras su salida del colegio
o del instituto. Y creo que este planteamiento refleja de maravilla
el tipo de sociedad en el que vivimos. Es una sociedad que ha pasado,
en poco tiempo, de considerar a un niño de siete años como a un
adulto, a tener a un adulto de dieciocho años por un niño. Eso
comporta que estas personas, las de dieciocho años, están
excesivamente protegidas, y que se les considera polluelos cuando ya
hace tiempo que debían estar volando por los cielos de su ciudad y
aledaños.
Ahora están en pie de guerra unos
aguerridos padres porque quieren que sus hijos no tengan deberes los
fines de semana. ¿No te parece genial semejante petición? Imagino
que el día de mañana alguno de estos niños, hombres del futuro,
irá al ambulatorio a decirle al médico que medicinas los fines de
semana, no por favor, ni pensarlo. No quieren muchos papás que sus
hijitos hagan deberes, no quieren que memoricen, no quieren que hagan
el más mínimo esfuerzo. Quizás algún día estos niños ganen la
maratón sentados en el sofá y viendo la televisión.
Tal vez sería interesante, por lo
apuntado más arriba, y por las absurdas peticiones paternas, volver
a los estudios clásicos, no ya por el latín y el griego, siendo el
conocimiento de estas lenguas importantísimo por sí mismo, sino por
la filosofía que al respecto se tenía en Grecia y en Roma, tanto
con respecto a la educación como con respecto a algunas otras cosas.
Habría que partir, como entonces, del viejo principio de que los
dioses no regalan nada. Explicado en román paladino, el que algo
quiere, algo le cuesta. Por desgracia nos estamos acostumbrando a
quererlo todo sin que la obtención nos suponga ningún coste o
esfuerzo: no hay deberes, no hay trabajo. Y hay infinidad de
tutorías, de reuniones con padres, con madres, con abuelas, con
abuelos, y casi todos con un único objetivo: que no suspendan a su
niño, o que este ha sido suspendido injustamente, pues como dicen
algunos padres, “anoche le pregunté la lección y se la sabía”.
Estaría bien que fuera ese un criterio para evaluar a los alumnos:
se terminaba, de paso, con la pesadilla de los exámenes.
Para que los padres escogieran a los
profesores, querido Plinio, tendrían que ser esos padres
competentes, educados y tener plena conciencia de lo que se llevan
entre manos, que pensaran un poco más en sus hijos, aunque esto te
suene paradójico ¿Y tú crees que es así, que los tienen en
cuenta? A mí muchas veces, demasiado a menudo, me da la impresión
de que el mundo funciona por inercia: mucha gente se casa porque ya
está en edad de merecer, y tienen hijos no sé muy bien porqué ni
para qué. Tal vez, como diría Schopenhauer por la llamada de la
naturaleza, porque esta, como sea, a trancas y barrancas si es
necesario, desea continuar sobre la tierra.
A menudo he tenido la impresión,
ante protestas por notas en los exámenes, o por comportamientos de
los alumnos, que los padres, en reuniones y tutorías, lo único que
estaban haciendo eran encubrir su desafección descargándola sobre
el profesor de turno. Es más fácil culpar a un tercero que asumir
las propias responsabilidades o la propia dejadez. Y una de ellas,
quizás la más importante, es atender y cuidar de los hijos, no
dejarlos frente al televisor, el aparto de moda, o el móvil.
Bien es verdad que vivimos en una
sociedad compleja; que el padre y la madre trabajan, que pasan la
mayor parte del día fuera de casa, y que no se pueden hacer cargo de
sus hijos como quisieran. No obstante, más de uno quiere y puede.
Pero no así muchos de ellos. ¿Por qué entonces no confiarse al
maestro? ¿Qué han hecho estos para gozar de tanto desprestigio? ¿Es
la consecuencia de los ataques de los políticos al sistema
educativo? ¿De tantos cambios en el mismo a fin de conseguir
ciudadanos dóciles y con encefalogramas planos? Es posible ¿Y por
qué, querido Plinio, esto que has dicho sobre la elección del
maestro no lo has dicho sobre la elección del médico? No es tarea
baladí ni una ni otra cosa. Pero también debemos reconocer que la
sociedad se basa en una mutua confianza. No he visto todavía a nadie
que vaya al médico y le exija su titulación, o se enfrente con él
porque le tenía que haber recetado esta medicina en lugar de la
otra, o le diga que se tome la medicina todos los días, incluidos
sábados y domingos. La respuesta que van a dar a este símil es muy
sencilla: yo no soy médico. Y, sin embargo, al parecer todos somos
pedagogos; todos sabemos cómo evaluar, cómo dar una clase, cómo
manejar a veinte a treinta alumnos donde siempre hay algún gracioso,
alguien que cree que acaba de inventar los chistes y las muestras de
mala educación.
Yo, por mi parte, te puedo decir que
el trabajo de maestro es para gente joven, que estoy muy cansado y
que no tengo ganas de continuar. Hace años que arrastro este dichoso
cansancio. Es una pena que una persona no pueda cambiar de trabajo,
pasar de un sitio a otro sin perder lo ya logrado. Una pena.
No, querido maestro, yo no soy
partidario de los exámenes. Nunca lo he sido. Entre otras cosas
porque lo pasaba muy mal durante esos ejercicios. Clamaba entonces en
contra de ellos. Tanto que era un verdadero alivio cuando algún que
otro profesor cambiaba el ejercicio por un trabajo, o varios. No
obstante, comprendo, porque también lo he sufrido, las quejas de los
profesores: no es lo mismo corregir 120 ó 150 exámenes que 150
trabajos; estos suelen ser mucho más extensos. Por lo tanto para
poder funcionar mediante los trabajos, se tendrían que reducir los
alumnos por clase. Y ahora viene el grave problema: hacer esto supone
invertir dinero en educación. ¿Y estamos dispuestos a hacerlo? Sin
olvidar que también tendrían que cambiar las otras instancias,
oposiciones, reválidas, etc., donde el alumno sigue examinándose.
¿Es el examen objetivo? ¿Lo puede
ser un trabajo? Siempre existe la posibilidad del error, como en
todos los órdenes de la vida. Pero sin confianza de los unos en los
otros, nada podemos hacer.
Sí, tal vez los exámenes sean una
crueldad. Creo que se exagera un poco; pero quisiera saber qué
alternativas hay a los mismos. Y si esas alternativas van a funcionar
para el resto de los casos: oposiciones, etc. Sí, el examen, o
ciertos exámenes, siguen siendo terribles.
Recuerdo, querido Plinio, que cierta
madre no quería que su hijo estudiara. Para convencerlo le contó,
un par de veces, dos anécdotas sobre los exámenes. Quería
aterrorizarlo con ellos. Le dijo una vez que un profesor, en un
examen, le preguntó a un alumno cómo son los ojos de la Virgen
María. Azules -contestó el alumno, tal vez llevado por el manto que
esta siempre lleva encima. No -le respondió el necio del profesor-:
son misericordiosos. Al alumno, según la astuta madre, lo
suspendieron. Pero no contenta con eso le contó a su hijo que, un
día, un estudiante entró en un cementerio. Paseando por entre la
tumbas, imaginamos que sería un estudiante del siglo XIX, romántico
por lo tanto, vio un lápida en la cual el gracioso del muerto había
hecho que grabaran esta sentencia: “Aquí yace un hombre que nunca
a nada temió”. El estudiante, entonces, sacó un lápiz, se
inclinó sobre la lápida, y remató el pareado: “Porque nunca se
examinó”.
Aquel
chico se rebeló contra su madre, contra el muerto y contra las
estúpidas preguntas; y estudió, hasta los fines de semana estudió.
Y descubrió, según me contó años después, cuánto es el placer
que hay en leer, estudiar y tratar de comprender, y más en sábado y
domingo, cuando mayor es la concentración. Pero eso, querido Plinio,
ya es otra historia. Su madre, por otra parte, y lo contaba con
satisfacción, jamás fue a ninguna tutoría ni reunión de padres y
demás. No lo necesitó, como la inmensa mayoría de los alumnos.
Vale.