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Menudo festival lingüístico el de Felipe Benítez Reyes. Qué prodigio de pulso narrativo y de juego con las palabras…¡y qué divertido! Y no crean que es para partirse de risa, porque la vida es algo muy serio que congela la sonrisa cuando menos te lo esperas. Esa es la vida de Antonio y puede ser la de cualquiera, si las cosas no vienen bien y la personalidad escasea.
Antonio tiene mil nombres, todos los que se deja poner, por patrones y amigos. Es de Rota y no ha tenido mucha suerte con la familia, porque el padre se le murió demasiado pronto y la madre comenzó también temprano a desvariar. La ausencia de la figura paterna se sustituye por la de un tío, del que mejor no hablar. Semejante panorama no justifica siempre algunos capítulos en la vida de Antonio. Porque aunque es noble, es cierto que se deja llevar por compañías que desde lejos empiezan. Y el chaval tiene poco arrojo para decir basta a lo que no está demasiado claro. “El azar y viceversa” es la vida, que da vueltas, cambia, a veces se duerme, otras se para, en ocasiones te divierte y a ratos te desconcierta. Nada más y nada menos. Pero eso, hay que saber contarlo y Benítez Reyes es un maestro para meter muñequitas rusas dentro de muñequitas rusas. Con cada capítulo de la vida de Antonio –sus amos y amistades– se podría hacer una novela. Aunque hacerlo tan bien como este autor, sólo podría hacerlo de nuevo, el propio Benítez Reyes. Los oficios, beneficios y desastres del protagonista son tan numerosos que dan para entretener de sobra. Para reír y llorar. Es un pícaro empujado por el azar cuando no se porta bien, pero miles de veces no sabe por dónde tirar y tiene poco tino –o mucha cobardía– para escoger el camino adecuado. Esta novela es sin duda, un portento, un derroche de literatura, una auténtica exhibición de barroquismo entendido como la capacidad de retorcer la genialidad a base de palabras, frases y expresiones. No, de las de manual que parecen enrevesadas y no lo son, porque cuando las relees compruebas que hay más humo que fondo. No, Benítez Reyes hace filosofía hermosa con un ingenio brutal apoyado en la gracia gaditana de las buenas, de la que hace abrir los ojos como platos porque eres incapaz de creer que se pueda decir algo tan gracioso sin que le falte inteligencia, y sobre todo arte,como se dice en estos lares del sur. Aunque no todo lo mundo lo tenga, que no crean, hay mucho farsante y graciosillo aficionado. Pero insisto: esta novela no es un ningún chiste aunque algunos tramos y frases sean desternillantes. Pero nada es un pasatiempo. Es la mejor novela que he leído desde hace tiempo. Es intensa, profunda, de una calidad narrativa superior, desbordante…, el auténtico fruto de un trabajo de artesanía lingüística que cuesta mucho encontrar en el mercado literario. Benítez Reyes hace piruetas cuando escribe, como Antonio cuando vive, a veces como quiere, la mayoría de las veces, como puede y le dejan. Antonio es la metáfora de la vida cambiante, de los momentos bipolares que contiene –incluidos sus personas y personajes–, del azar que no deja que le apretemos las riendas, para pegarnos –cuando estamos despistados o demasiado confiados– un zarpazo que nos quite la modorra y la inercia de los días que pasan. Antonio se renueva o muere. Lo hace a ratos. Se levanta, se cae mientras el lector le coge cariño (me enternecen sus recuerdos del padre, de lo poquito bueno y sano que tuvo el chaval), aunque más de una vez me hayan dado ganas de pegarle una buena colleja porque no ve (o no quiere ver, la comodidad muchas veces implica riesgos) dónde se está metiendo. Siempre vuelvo a Antonio, pero en realidad el protagonista de esta novela es la mano y la mente brillante que ha hecho este invento que sólo saben crear los buenos escritores, los que saben dominar y domar la palabra escrita. Es mi primera novela con Benítez Reyes y no sé cuántos dobleces le he hecho a las páginas como marcas del impacto recibido como lectora. Me resisto siempre a manchar los libros con subrayados y al final, he acabado con pocas páginas sin doblar. A cada doblez, pensaba: «cuando haga la reseña destacaré esta frase». Y se me iban amontonando. A mitad del libro, desistí. No puedo escoger, aunque hay párrafos de fábula. Es demasiado difícil (y sobre todo, la reseña acabaría siendo kilométrica). No quiero elegir. Me quedo con sus 508 páginas de deleite. De placer, cuando compruebas a cada paso, que tienes una joya en las manos. No es que se la recomiende. Es que creo que se perderán una maravilla si no la leen.