Y es que, en efecto, incluso en
pleno día, aunque el espectro ya se había retirado, el recuerdo del
mismo permanecía presente en los ojos de todos, y así, el temor
persistía más allá de las causas que lo originaban.
Plinio,
Cartas.
Ludovicus
Plinio suo salutem plurimam dat. Me
encantó esta carta tuya en la que cuentas las apariciones de un
fantasma nocturno, como debe ser, con sus correspondientes y ruidosas
cadenas, en una casa de la culta Atenas. Según he oído decir es
esta la primera narración de terror de la historia, al menos de la
historia occidental. Sea cierto o no, el tema ha tenido un gran
éxito, y se ha repetido en infinidad de ocasiones aunque con alguna
que otra variante: el hotel levantado sobre un viejo cementerio
indio, o la casa cuya base perturba el reposo de ancestrales
guerreros, que protestan mediante apariciones nocturnas y
sanguinarias muertes que llenan de espanto. Tu narración, sin sangre
ni histéricos gritos, siempre está presente en esas novelas o
películas de pretendido terror. La tuya, sin embargo, es una
narración más metafísica, más fina y humana: el fantasma de la
casa ateniense no halla la paz porque sus huesos no reposan en el
lugar adecuado. Este, como los indios y los guerreros, sale todas las
noches de la tumba arrastrando las cadenas y asustando a los
moradores de la casa, que la abandonan llenos de espanto. El pobre
fantasma, no obstante, sólo desea explicarse, no quiere ni vengarse
ni matar a nadie. Pero nadie lo escucha: causa terror.
Un día, un filósofo, Atenodoro,
alquila esa fantasmal casa por un bajo precio, no se puede pedir
mucho cuando hay trasgos en el inmueble, y se prepara para
enfrentarse a la desconsolada alma en pena. En mitad de la noche se
aparece el fantasma con chirriar de cadenas; Atenodoro, enfrascado en
sus estudios, le pide que espere a que termine de leer algo. Cerrado
el libro, oye luego las quejas de aquella visión. Oídas, y
acompañados por el temblor de la llama de la lámpara de aceite, el
fantasma lo lleva a lugar donde yacen sus huesos, un agujero en el
patio de la propia casa. No es el lugar adecuado para un reposo
eterno. Enterrados los huesos y las cadenas donde les corresponde,
desparece el fantasma de la casa aunque perdure el miedo y el encanto
de los ciudadanos.
Me
impresionó esta narración tuya, querido Plinio, dejando la
literatura aparte, porque hasta bien entrado en la madurez fui una
persona muy asustadiza y miedosa. Quizás por eso mismo me llamó
siempre la atención la fuerza que ciertos sucesos, reales o
inventados, ejercen sobre la imaginación. Tanta que esta anula por
completo la capacidad de razonar. Entonces el miedo, cuando no el
pánico, se adueña de toda la persona y juega con ella como un niño
con una pelota de goma. Esa es la enseñanza, creo, del filósofo de
tu narración. A esa conclusión llegué yo también, y por eso
intenté curarme.
Recuerdo
que una vez, un conocido, en el transcurso de una cena, comentó el
enorme poder que, según, él tenía y tiene la novela erótica sobre
las personas. Le resultaba curioso que una serie de palabras, puestas
en un orden determinado, fueran capaces de provocar tales
alteraciones en hombres y mujeres; y que esas alteraciones pasaran a
los actos, y determinaran hasta sus más íntimos movimientos.
Evidentemente él estaba hablando por sí mismo, pues a mí me
producían muchas más alteraciones, y nada agradables, los relatos
de terror o las películas de este género que los eróticos. Antes,
mucho antes de conocer a este amigo, y de asistir a aquella cena en
la que se disertó sobre la literatura erótica, yo, con la única
intención de liberarme de mis miedos, aproveché un género
literario en contra del otro, con resultados desastrosos.
No resulta nada agradable tener
miedo. No resulta agradable que el más mínimo ruido te desvele, o
te obligue a tratar de conciliar el sueño totalmente encogido, como
si tal postura te fuera a salvar de los terribles poderes de algún
ser maligno. No es grato tener la luz encendida toda la noche. Ni es
agradable que las sombras se transformen en seres horribles llenos de
maldad y siempre dispuestos a atacar, con uñas, dientes y garras. A
la mañana siguiente estaba dolido, y empapado en sudor. Y
desalentado, lleno de rabia y de furor contra mí mismo. La oscuridad
y los lugares desconocidos me aterrorizaban.
Bien temprano, y por pura vergüenza,
ante mí y ante mis semejantes, decidí curarme de aquellos miedos,
máxime cuando me percaté, merced a otras lecturas, de que estos se
producían en el momento en el que la imaginación se adueña de la
razón. Cuando la anula por completo y no la deja intervenir, ni
hacer la más mínima objeción ante los seres fantasmagóricos que
van desfilando por la penumbra de la habitación. A fin de acabar con
ellos, me sometí yo solo a pruebas que, de verdad, no sé cómo no
terminaron conmigo. Desde luego no llegué al punto de cierta secta
budista que obliga a los neófitos a pasar una noche, en una cueva,
en compañía de un muerto. Es una forma extrema de dominar la
imaginación, o de morir en el intento. Yo no llegué a tanto, aunque
me aproximé un poco.
Otra cosa que me llamó la atención
de tu carta, querido Plinio, fue contrastar la ideas que tenía yo
sobre el mundo de ultratumba, y lo que narras tú. O sobre la
relación de este con el mundo de los vivos. Yo creía que las
narraciones de terror sólo eran posibles en civilizaciones donde el
contacto entre los vivos y los muertos fuera un tabú, algo prohibido
por peligroso. Y creo que en las civilizaciones antiguas, bien sea la
de Grecia o Roma, el contacto con la muerte estaba a la orden del
día. La mortandad infantil era terrible; y dada la composición de
la sociedad, la falta de hospitales y establecimientos similares, en
cualquier casa siempre habría alguien o moribundo o en trance de
morir. Además, he leído, no recuerdo dónde, que aquellos que no
tenían casas ni lugares donde caerse muertos, dormían, por
paradójico que resulte, en las tumbas. Parece extraño que este tipo
de sociedad albergara algún tipo de temor hacia los muertos. ¿Se
había producido en tu época una cierta inversión de esta relación
con los muertos y los moribundos? ¿O tu carta trata simplemente de
hacer ver la importancia de la razón? No en vano Atenodoro, su
protagonista, es un filósofo.
Casi todos los relatos de terror,
por no decir todos, se basan en la relación, poco amistosa, entre
los vivos y los muertos. Percatado de esto, y de que el miedo se
produce por una imaginación desbocada, decidí curarme. Para
lograrlo di en ir al cine del pueblo los domingos por la noche,
cuando menos público había. Hablo de una época en la que solo los
bares del pueblo tenían televisiones. Vivía, por aquella época, en
un pueblo de la provincia de Valencia, en un barrio de las afueras,
en un pequeño grupo de casas, en medio de una solitaria huerta. Para
ir a ese barrio había que pasar, indefectiblemente, por la puerta
del bien surtido cementerio.
Con suma alegría vi que un fin de
semana, en el cine del pueblo, anunciaban una horrible película de
terror. Fui a verla. Sesión de noche. En el cine no éramos ni diez
personas. En mi butaca comencé a palidecer, a pasarlo francamente
mal, y a sudar tanto como si estuviera segando. Pude contenerme, no
obstante. Pero cuando, terminada la sesión, abandoné mi butaca y
las últimas calles del pueblo, con sus raquíticas bombillas
encendidas, solo por aquellos oscuros caminos, el pánico hizo presa
en mí. Más lo hizo, mucho más, cuando tuve que pasar por delante
de la puerta del silencioso cementerio. No hallé más solución, en
aquellos momentos, que en echar a correr como un loco. Creo que nunca
en mi vida ha sido tan rápido y veloz.
La segunda parte de aquella
curación, y la más creativa, fue cuando ya no era posible correr,
cuando tuve que detenerme para introducir la llave en la cerradura de
la puerta de la casa paterna, y acceder a su sombría pasillo.
Temblaba como un flan en un banquete nupcial.
Otro
día, querido Plinio, y por la tarde, fui al cine, al que siempre he
sido un gran aficionado, a ver una película de mucho predicamento en
aquella lejana época. En realidad el predicamento, un buen
predicamento por cierto, era su protagonista, una escultural mujer
que aparecía vestida con un bikini del Pleistoceno, o época
similar, año arriba, año abajo. Escribí un cuento sobre ello,
titulado R. W., que ya sé que, como tantos otros, jamás se
publicará. Por supuesto, y como habrás adivinado, la película se
titulaba Hace
un millón de años, y
la escultural protagonista era Raquel Welch. Una delicia de mujer
para aquellos tiempos que no volverán.
Pues bien, siguiendo con mis
carreras nocturnas entre el cine, el cementerio y mi casa, un día,
en tanto, temblando, intentaba abrir la puerta de mi casa, también a
oscuras, se me ocurrió pensar que tantas posibilidades tenía de
presentarse ante mí Drácula con sus colmillos como Raquel Welch con
sus cosas. E intenté concentrarme en esta, en su bikini, en sus
labios, en sus carnes... pero la cosa no funcionó. Y una vez más,
ahora en busca de la llave de la luz, eché a correr como alma que
lleva el diablo. Tampoco funcionaba el recuerdo de aquella
pleistocénica mujer cuando, con el corazón desbocado por tanta
carrera y tanto fantasma, voces y gritos, conseguía meterme en la
cama: la imagen de cualquier ser fantasmagórico siempre, como una
censura rígida y puritana, terminaba por tapar los encantos de
aquella buena señora tan poco primitiva.
En
mi caso, pues, querido Plinio, tenía más fuerza el cine de terror
que la poca erótica que veía en aquellos desgraciados años. Por
otra parte, en aquella lejana reunión sobre la novela erótica, ni
nombré a la literatura de terror, ni conté nada sobre mis miedos y
el poder de la imaginación. Dije sencillamente, atrayendo sobre mí
la furia de varias personas, que la literatura erótica, salvo muy
contadas excepciones, me parecía muy floja por no decir mala.
Algunos me acusaron de carecer de fantasía, de ser un tanto puritano
y excesivamente racional. Me sonrojé y callé y no dije nada.
Me
reí para mis adentros y nunca hablé de mis miedos con nadie, pues
temía que todos terminaran burlándose de mí. Estaba solo. No
obstante, con eso de ir al cine por la noche a ver películas de
terror, y otros remedios de andar por casa, poco a poco, y tras un
largo proceso, pude hacer lo mismo que el filósofo Atenodoro de tu
carta: seguir leyendo o estudiando sin que me asustaran los ruidos de
las cadenas de ningún muerto o condenado en busca de venganza o de
paz. En esta vida, querido maestro, con constancia y perseverancia
todo se consigue. Si no se muere uno en el intento. Y ese, por
fortuna, no fue mi caso. Quizás porque en realidad jamás se
apareció ningún fantasma con o sin cadena. Tampoco lo hizo aquella
actriz con aquel prehistórico bikini que tan bien le quedaba, y a la
que tan buena acogida le hubiera brindado. Vaya lo uno por lo otro.
Vale.