Es de lo más útil, y muchos lo
han aconsejado antes que yo, traducir del griego al latín o del
latín al griego. Con este tipo de práctica, se llega a conocer el
verdadero significado de las palabras y toda su belleza, se domina la
riqueza de las figuras del estilo, se alcanza la capacidad de exponer
adecuadamente cualquier asunto, y además, por la imitación de los
mejores modelos, se adquiere una fertilidad creativa tal que puede
producir obras semejantes a las suyas. Asimismo, todas aquellas
cualidades que pasan desapercibidas al lector, al traductor no se le
escapan. Con ello se obtiene sentido crítico y buen gusto.
Plinio,
Cartas.
Ludovicus
Plinio suo salutem plurimam dat. ¡Ah,
mi querido y buen maestro! ¿Por dónde empiezo para comentar estas
bellas palabras tuyas? Se me agolpan tantas ideas en la cabeza que no
sé si no sería mejor, dejar estar el artículo y marcharme a
pasear, cosa que no me apetece mucho: hace demasiado calor, y cada
día soporto menos los rayos del sol. Volvamos, pues, a nuestro
asunto. Creo que tal vez lo mejor para comentar tus palabras sea
comenzar por contar una pequeña anécdota. No sé si fue ayer, o
hace un par de días, a un grupo de ociosos y aburridos turistas se
les ocurrió gastar una broma que, dados los tiempos, puede tomarse
por una broma pesada o una gamberrada en todo el amplio sentido de la
palabra. Reunidos en un punto determinado, esos turistas comenzaron a
correr gritando como si huyeran de un enorme peligro. Con el miedo en
el cuerpo por los recientes atentados de Francia, Bélgica y
Alemania, y, temiendo lo peor, la gente, que estaba en bares y
terrazas, por mimetismo se levantó y comenzó a correr como alma que
lleva el diablo. Muchos aprovecharon el tirón para irse sin pagar de
las terrazas en las que estaban tomando cervezas y refrescos.
En
una carta anterior ya te conté un par de bromas que gastaron en un
pueblo, donde viví, la noche que se celebraba el toro embolado1.
Recuerdo que aquella hazaña, y con diversos tonos de voz, fue muy
comentada en el pueblo a la mañana siguiente. Unos y otros la
definían como una gamberrada, un animalada o una salvajada, dado el
contexto en el que se produjo. Pues bien, ahora tenemos una nueva
palabra, proveniente del inglés, para definir semejante situación.
Comprendo, querido Plinio, que nuestro periodistas tiren mano del
inglés a dos por tres, pues pocos idiomas hay tan pobres de
literatura y de vocablos como el nuestro. Y poca gente tan dada a
leer como aquella que vive de una pretendida escritura. Ya se sabe:
en casa del herrero, cuchillo de palo.
La
palabra utilizada, ahora, para definir la gamberrada de los turistas,
ha sido la de flashmob.
No
cabe más precisión. Aunque a mí me hubiera parecido más gráfico
utilizar expresiones como una
desbandada de descerebrados siembra el pánico... Unos gamberros,
corriendo y gritando, atemorizan... y
así podría continuar poniéndote más y más ejemplos. Y todos,
como puedes ver, en este idioma que deriva directamente del tuyo. Y
no hago esto porque yo sea más inteligente que los periodistas o me
haya educado en un colegio de pago sino todo lo contrario. Es curioso
cómo cambian las cosas.
No voy a traicionar el pacto que
hicimos de no contarnos nuestras respectivas vidas, cosa que, al
parecer, nos molesta a ambos. Pero sí te diré que, por unas cosas y
otras, económicas y sentimentales, bien joven, un niño todavía,
terminé en un seminario de frailes franciscanos. Me sacó mi madre
de allí al cabo de un año porque se percató de que se quedaba sin
hijo. Una vez, que vino a visitarme, tuve la ocurrencia de salir a
verla vestido con el hábito de fraile. Y nada más verla le
comuniqué que me quería ir de misionero al África negra. Creo que
tenía yo diez años. Pero mi madre se tomó aquello tan serio que se
acabaron para mí las misas y los latines.
Creo
que hay por ahí una rima de Bécquer en la que se dice que basta con
una sonrisa o un suspiro para generar una tormenta. Yo tuve algo más.
Yo tuve, en aquel seminario, un año de latín; y, fíjate, un año
en el que empezamos a leer, a los diez años, el Epítome
de la Historia Sagrada,
del padre Lhomond. Y con unas técnicas de estudio, por otra parte,
totalmente modernas: se trataba de leer y comprender, no de traducir.
Por supuesto también estudiamos las declinaciones, verbos y demás.
Arrancado
del seminario no pude continuar los estudios del latín sino muchos
años después. Y no te puedes imaginar la alegría que me llevé el
día que, en una librería, me encontré el Epítome,
me
lo llevé,y
lo volví a leer. Y desde entonces, querido Plinio, no he cesado de
oír la tediosa pregunta que, en tu época, tal vez hubiera hecho
pasar al inquisidor por loco: ¿para qué sirve el latín? Dicen los
budistas que el sabio hasta en el infierno estará a gusto. Imagino
que porque sabrá acoplarse a lo que hay, e incluso sacarle provecho.
Quiero decirte con esto que, ante determinadas preguntas, sobran
determinadas explicaciones. En el infierno se ha de actuar de una
forma y en el cielo de otra. Así que la explicación, mía, que más
éxito ha tenido, ante tan necia pregunta, ha sido la de “es que no
me gusta ni el fútbol ni la tele, y en algo me tengo que
entretener”. Mi oponente me toma por imbécil, y me deja en paz.
¿Qué va a contestar ante semejante imbecilidad?
Ignoro
si esta gente que cuestiona el estudio del latín, o pregunta por su
utilidad, lee libros o periódicos, y qué clase de libros y
periódicos. Yo sí leo periódicos. Y hay periodistas que más
valdría que se dedicaran a trabajar en la construcción, como
albañiles: para leer sus artículos, y entenderlos, tienes que tener
un conocimiento, muy superficial, por supuesto, del inglés, del
lenguaje de la calle, y del de su barrio, pues para ellos utilizar un
pretendido argot es lo más moderno que se puede hacer. Por supuesto
ninguno de estos pretendidos periodistas ha tenido la suerte de ser
pobre, pasar por un seminario para sacarse el bachillerato, y ser
tocados por la gracia del latín. Al fin y al cabo lo único que les
hace falta para escribir es los dedos.
Cuando tuve tiempo para volver al
latín, fui, durante una temporada, dando tumbos en busca de lo que
yo recordaba. Uno de esos tumbos me llevó a una aula donde un
profesor, un cura para más señas, dijo que en la Roma clásica
durante un tiempo se hablaba más el griego que el latín. Me
sorprendió la afirmación, y me quedé con ganas de hablar con él.
Pero tuvo la ocurrencia de morirse al día siguiente. Una pena.
Dicen
que donde una puerta se cierra otra se abre. Lo he experimentado ya
un par de veces. Así que poco después tuve la suerte de tropezarme
con otros profesores, y entrar en contacto con nuestro querido amigo
Marco Tulio Cicerón. Parece que es cierto lo que dijo aquel buen
cura, pues parece que Cicerón, harto de tanto griego, de tanto
petimetre utilizando flashmob
en
lugar de gamberrada o salvajada en la Roma que empezaba ya a ser
clásica, dio en traducir o adaptar al latín toda la filosofía
griega. No es baladí el trabajo que se impuso: adaptar en aquella
época, sin diccionarios, ni móviles, ni internet, ni siquiera
máquinas de escribir, la filosofía griega no era cualquier cosa. Y
escribir De
natura deorum, la
adaptación,supone
un trabajo tal, tan hercúleo, que a mí, sinceramente, me pone los
pelos de punta. Y en todo el libro apenas si utiliza palabras en
griego. Tú, en tus cartas, tampoco eres muy helenista que digamos. Y
eso que aun se queja la profesora Mary Beard de lo poco que te
alargas en esta lengua. Mejor para mí, que sé algo de latín, pero
nada de griego. Así que cuando leí Noctes
atticae me
volví loco buscando alguien que me tradujera los textos griegos.
Hasta que di con una edición bilingüe.
A
esto hemos llegado con el desprecio al latín y al griego, que se
hace ya extensivo al propio idioma, tan pobre él que necesita del
inglés macarrónico, del alemán, o de la jerga que haya principiado
a hablar el periodista de turno en su barrio. Eso cuando no da origen
a respuestas que nos pueden hacer pasar por el país más permisivo
del mundo. Pues un día a un insidioso que me hizo la típica
pregunta, le contesté que me explicará porque del olivo sale la
oliva, y porqué de la oliva sale el aceite. Me miró con cara de
estúpido, y me dijo que él sabía lo que era una oliva, el aceite y
el olivo, y que lo demás era buscarle los mil pies al gato. Es,
dijo, como empezar a indagar si la mujer con la que estás ha estado
con mil, dos mil o con nadie. ¿Qué más da? ¿No nos entendemos?
Pensé que tenía razón. Al fin y al cabo, dudo que en la Roma que
empezaba a ser clásica, Cicerón fuera un autor tan leído como
comentado. Tal vez sea mejor no leerlo: demasiado esfuerzo. Ahora
bien, si me ponen en la tesitura de escoger entre él, un partido de
fútbol y un artículo de estos nuevos petimetres, la elección está
clara. Algunos de estos chicos, y de otros dedicados a otros
menesteres, todavía a estas alturas van buscando la definición de
corrupto y corrupción. Quizás la etimología les aclarara algo, si
se trata de tener las cosas claras. Si por el contrario lo que se
quiere es meter una manguera de doscientos metros en el estómago de
un enfermo, ya es harina de otro costal. Que el Señor nos coja
contritos y confesados. Seguiré leyendo tus cartas, querido Plinio.
Vale.
1La
broma consistía en que cuatro o cinco jóvenes se escondían tras
una fuente, que estaba situada frente al cine. Cuando salían los
últimos, unos de los jóvenes hacían sonar una esquila, salían
corriendo de su escondite, en tanto otros, subidos a una moto,
haciendo mucho ruido y con las luces encendidas, iban tras ellos. La
broma estuvo a punto de costar un par de infartos.