. Y como siempre, “secretitos” de familia supuestamente enterrados que al final, se remueven más que los fantasmas en un castillo.
Desde la primera página ya encontramos alusiones a la tierra donde tratan de ocultarse cosas. En la campiña inglesa, en 1933, una joven se esconde en la noche para “enterrar pruebas”, en un bosque de Cornualles junto a la casona donde todo ocurre, aunque no sepamos muy bien qué es.
Con este planteamiento imaginamos ya la sonrisa pícara de Kate Morton, porque acaba de enganchar al lector con ese juego del misterio que tan bien practica con sus letras. Nos dará poco a poco las pinceladas en forma de picoteo para que comencemos a salivar. Pronto nos presentará a la investigadora de Scotland Yard Sadie Sparrow, de vacaciones forzosas en casa de su abuelo Bertie. Ha metido la pata en su trabajo y lo más indicado es alejarse del mundanal ruido de Londres por unos días. Después conoceremos los motivos, porque la autora prefiere meternos en el barro de la trama principal. Durante sus paseos, la policía descubre una casa abandonada donde hace setenta años sus moradores se marcharon para intentar olvidar la tragedia de la desaparición de un niño que no tuvo respuestas. Sparrow acaba de encontrar la horma de su zapato: un caso donde investigar aunque nadie se lo pida. Pero está demasiado ociosa y con tanto aburrimiento, no puede acallar sus propios demonios laborales y personales. La investigadora se mete de lleno en esa historia del pasado y con ella, nosotros. Los lectores. Kate Morton abre la puerta a la familia de Anthony y Eleonor y sus tres hijas junto al hijo desaparecido. Una familia bien, donde el pilar parece ser la madre. Una mujer que se presentará como la protagonista fría y distante para terminar convirtiéndose en un ser sufriente y atormentado pese al amor que envuelve su vida. Para que sigamos conociendo el universo particular creado por la autora, saldrá al escenario Alice, una de las hijas de la familia. Pero cuando ya sea anciana y la escritora de novelas que siempre quiso ser. Con todas estas patas recorreremos un camino de saltos cronológicos con esos setenta años de distancia. Kate Morton nos lleva dando tumbos de un lado al otro. Para introducirnos en el contexto y de paso, darnos pistas y datos que nos harán llegar a conclusiones que después tendremos que reformular cada dos por tres. Este es el juego con el que cautiva Kate Morton y que por supuesto adereza con una buena ambientación de la época de esplendor de la casa donde todo sucedió y nada quedó aclarado. La maraña de bosques que la rodean son ideales para liarnos entre sus ramas y las capas que cubren y recubren la historia como una cebolla narrativa, llena de versiones e hipótesis. Nos lía y nos vuelve a liar una y otra vez. Para cuando el lector ha llegado a una conclusión que parece definitiva, se nos caen los argumentos. Ese es el ritmo que atrapa. El que mantiene al lector pegado a las páginas. Para contribuir al engorde de este desconcierto Kate Morton entra en las cabezas de sus personajes, mientras van evolucionando, amando y sufriendo. Todo es muy intenso. Nada es blanco o negro. Con los pensamientos de cada personaje, alternaremos nuestros sentimientos hacia ellos. Comprenderemos que todo es relativo. Que cada uno tiene sus razones particulares y por tanto, sus caretas para defenderse de las agresiones y en general, de la vida que les va tocando. Mientras ocurren y les ocurren cosas, el amor está por todas partes. Para bien y para mal. Qué extraña y hermosa a la vez la relación entre Eleonor y su marido. Me gusta especialmente la profundidad con la que aborda la autora el análisis de la enfermedad que sufre Anthony: la neurosis de guerra. Las secuelas están tan presentes como ocultas. Se cuentan pero no deben saberse. La discreción y mantener las formas hasta el extremo, también matan a su manera en esta novela. Aunque sea el espíritu. La cronificación de este sufrimiento será vital en la historia de Kate Morton. Ya lo verán. Me gusta “El último adiós”. Mucho. Y no por ello, quiero dejar de lado algunos matices y apartados que ensombrecen la nota alta que debe recibir esta novela. Por ejemplo. Está claro que la trama principal es la de esta familia rota por distintas partes. Pero Kate Morton introduce otras dos a partir de la investigadora: la relacionada con el caso que la aparta temporalmente de la policía y la suya personal. La segunda es suficientemente dura como para que quede en un plano tan secundario. No puedo decirles en qué consiste. Pero personalmente, creo que no le ha dado el sitio que le correspondería. Otro ejemplo y muy importante. Nada más y nada menos que el final. Después del gigantesco rompecabezas familiar y emocional montado por Kate Morton, la resolución de la novela es demasiado rápida. Demasiado escueta. He echado de menos –después de todo lo sufrido, con tanta contención y secretos enterrados– que la escritora nos regalara el regodeo final. No sé si a ustedes les pasa. Pero cuando el camino ha sido tan intrincado, cuando la luz entre los árboles se entrecortaba una y otra vez con tanta confusión, cuando el lector ha acusado de todo hasta al apuntador y resulta que el pobre nada tenía que ver, siento la necesidad de que los finales no sean una guinda pequeña y tajante. Y por cierto. Vuelvo a alucinar con las traducciones de los títulos. De “The lake house” (La casa del lago) que rezaba en la versión original pasamos a “El último adiós”. Me encantaría que me lo explicaran. Seguro que hay una razón, pero la cara que se te queda con esta interpretación “libre” aún no se me ha quitado. No obstante, incluso con estas pegas, nada quita la tremenda satisfacción de que esta lectura haya caído en mis manos.