. Mikel Santiago nos regala frenesí del absorbente para tragar páginas cada vez a mayor velocidad. Con esta fórmula, cumple la función de entretenimiento que la mayoría de los lectores busca cuando se sumerge en una historia.
La de Mikel Santiago nos lleva a la Provenza francesa, donde el protagonista Bert Amandale reside desde hace un año para escapar del caos londinense, junto a su mujer y su hija. Hasta nos hace escuchar los pajaritos del escenario bucólico que nos entrega con un buen engaño –que pronto intuimos–, rodeado de manzanos y campos vestidos de verde y amarillo. Ideal para despistarnos.
Poco dura el momento zen, porque el amigo de Bert, Chucks Basilvive cerca. Un rockero que intenta salir de sus baches profesionales y personales, hasta que todo se tuerce: ha atropellado a una persona, el pánico le invade y cuando regresa al lugar de los hechos, no encuentra ni cadáver ni rastros de la tragedia. Así abre el apetito Mikel Santiago. Ahí es nada. La música deviolines y pajaritos del comienzo no sólo se tuerce. Se retuerce, porque sin muerto, no hay nada. Eso cree Bert Amandale, que conoce bien el pasado de su amigo. Teme que su fiel amigo haya vuelto a las andadas: consumo de drogas y paranoias varias. Pero Chucks insiste. Ha visto lo que ha visto y ha ocurrido lo que cree que ha ocurrido. El ambiente siniestro empieza a filtrarse por las páginas y la música de fondo cambia. Mikel Santiago lo hace muy bien. Con lenguaje desenfadado, sin grandes artificios literarios trabaja el suspense, insistiendo en el marco idílico que definen también las familias que residen en la zona: gente pudiente, educada, tan divina de la muerte que está encantada de conocerse. La mujer de Bert apuesta por la integración en la comunidad de vecinos. Está dispuesta a no estresarse pero las noticias del atropello-noatropello dislocan su estómago. Por lo que ha pasado o ha podido pasar, pero sobre todo, por el negro currículum de Chucks que tan bien conoce y tanto le desagrada. Tan happy y bonito es todo, que en el entorno no desentonan unas instalaciones destinadas a personas dispuestas a desintoxicarse de excesos de todo tipo. Nadie, salvo sus responsables, conocen la identidad de sus usuarios, por supuesto, tan podridos de dinero como la calidad de los servicios que presta el misterioso centro. Y hasta aquí puedo leer. Las bases del thriller están montadas, listas para generar suspense, hasta picos de terror que invitan a no soltar el libro. El desasosiego es creciente a cada paso de página. El ritmo que imprime Mikel Santiago es ideal para que también nos convirtamos en adictos de lo que está por contar. Es de esos libros –y me encanta esa sensación– que dejas en casa porque las obligaciones mandan fuera, pero que deseas agarrar nada más cruzar por la puerta a tu regreso. Porque sabemos –más que intuir– que “algo pasa” y queremos saberlo ya. Por eso, la lectura es rápida, ágil, a tramos, frenética. Bravo por este mal camino que me ha servido de estreno con el autor, porque he disfrutado muchísimo. Su estrategia no es nueva en literatura, pero hay que saber desarrollarla. No todos los escritores que alardean de sus artes para poner de los nervios al lector, lo consiguen. Mikel Santiago construye de manera efectiva la contraposición de ambientes. Los hace convivir hasta que estallan. Las tensas calmas suelen ser más emocionantes que todas las tempestades juntas. Los prolegómenos, como en otras facetas de la vida, si están bien elaborados, suscitan mayor interés que el caos final. La presentación y despliegue del morbo es sin duda, el mayor mérito de “El mal camino”. Guste o no el final, su fórmula narrativa y demás aspectos que definen una novela, lo cierto es que tienen garantizado el entretenimiento con esta obra.