Nuestros juicios están también
enfermos y siguen la depravación de nuestras costumbres.
Michel
de Montaigne, Ensayos.
La conversación anterior con doña
Paquita sobre su mal sabor de boca por algunas teorías mantenidas en
sus clases, cuando era joven y profesora, me había dejado a mí un
tanto triste. Debo reconocer que también yo, a altas horas de la
noche, me despertaba de vez en cuando rememorando, de forma
involuntaria, clases o charlas que no me hacían muy feliz. En mi
caso, sin embargo, no era por haber dicho tonterías o falsedades en
las aulas, como decía ella, sino por no haber sido más contundente
en alguna que otra respuesta en charlas y exposiciones, y en la tesis
doctoral, sobre todo en la tesis doctoral. A lo largo de mi vida
académica participé en muy pocas ponencias; pero las veces que lo
hice pude percatarme de que hay gente muy buena, investigadores y
ponentes, y otras personas que, sin saber nada ni tener el más
mínimo conocimiento de nada, la ignorancia es muy atrevida, osan
cuestionarlo todo en público, y hablar de todo, sin duda por hacerse
oír o por mostrar al mundo que están ahí y saben tanto como el que
más. En un par de ocasiones, y en la lectura de la tesis, sobre todo
en la lectura de la tesis, me tocó responder a individuos de esta
calaña; y mi comportamiento ante ellos lo veía ahora, al cabo de
muchos años, fue como el de un tímido corderillo ante los dientes
lobo. Infinidad de veces me he arrepentido de haberme mordido la
lengua, de haber sido tímido y educado cuando lo que me apetecía
era ser grosero y maleducado ante tanta impertinencia y necedad
ilustrada.
-Yo creo -me dijo doña Paquita en
cuanto retomamos el asunto- que hizo bien en portarse de forma
educada, y en no soltar exabruptos. Cierto es que la educación, a
veces, puede pasar por timidez. No creo que sea su caso. Por el
contrario la ignorancia siempre recurre al exabrupto, a la salida de
tono, a la pura necedad. No está bien ponerse a su nivel.
-Sí; pero a veces también se cansa
uno de que siempre sean los demás los que pueden decir lo que les
apetece, sin limites ni miramientos, en tanto que los demás debemos
ser sensatos, educados, etc.
-Lo comprendo -me dijo sonriendo-.
Yo tenía un compañero que siempre comparaba a los alumnos, y a los
padres, sobre todo a los padres, con los liliputienses: atacando con
alfileres a Gulliver no lo iban a matar, ni a dañar; pero este
sentía los alfilerazos, le molestaban; y, muy a menudo, le entraban
unas ganas terribles de empezar a patadas con los liliputienses. ¿Y
sabe cuál hubiera sido el resultado? Denuncias, expedientes y
escándalos.
-Sí, tiene razón. Vivimos en una
sociedad totalmente hipócrita donde nadie reconoce sus propios
errores. No hay más que ver a los políticos endilgándose unos a
otros las mismas necedades y tonterías de las que ellos son
culpables. Es patético.
-Nada nuevo, querido amigo. Ya hace
muchos años que un ilustre jesuita dijo aquello de que quien se
burla tal vez se confiesa. Yo soy muy a dada a suprimir el tal vez de
la oración. Pero, y se lo pido por favor, no hablemos de los
políticos ni de política: no hay nada más pobre, empobrecedor y
triste en este país.
-No
es mi intención hacerlo. Es más, antes incluso veía en la
televisión algún que otro programa de debate o las noticias. Ahora
no veo más que películas o documentales. Es mucho más
enriquecedor. Máxime teniendo en cuenta que los pobres políticos ni
saben ni hablar ni tienen nada que decir. ¿Dónde está aquella
retórica de los clásicos? ¿Dónde aquel Quo
usque tandem..?
-Tampoco se haga ilusiones con
respecto al pasado. Imagino que no todos en Roma serían cicerones.
-Seguro que no. Pero el tiempo
siempre actúa como un filtro. Y nos deja, salvo excepciones, lo
mejor de cada época. Seguramente habría mucho abogado trapacero...
Recuerdo que uno tenía que defender a un cliente al que un vecino le
había robado tres cabras. El picapleitos comenzó a hablar en la
sala, y estuvo tres horas disertando sobre la guerra de Troya y sus
héroes. El pobre pastor, desesperado, le preguntó que cuándo
llegaba el turno de sus cabras.
-¿Y ha llegado su discurso? Seguro
que no.
-No lo sé. Pero no creo que se haya
perdido gran cosa.
-Eso depende. Usted sabe que hay
gente muy aficionada a buscar y encontrar viejos textos olvidados,
que vuelven a poner en circulación. Y que muchas veces están mejor
en el cajón de los recuerdos.
-Sí, es cierto. He podido
experimentarlo a menudo. Y, además, en carne propia. Ya de mayor he
visto películas, o leído libros, que en su momento, cuando las vi o
leí de joven, me gustaron mucho, me parecieron verdaderas
maravillas; pero que, ahora, al cabo de los años, se me caen de las
manos.
-El tiempo no perdona nada. Es capaz
hasta de destruir los más bellos recuerdos.
-Sí, no en vano hasta devoraba a
sus propios hijos.
-¿Y eso le ha hecho tener una
visión distinta de sí mismo?
-Sí, y me ha hecho reflexionar
sobre otras muchas cosas. El contexto que rodea a la visión de una
obra, por ejemplo. Es cierto que al volver a ver películas que vi de
joven, o releer viejos libros, cuando estos, ahora, se me han caído
de las manos, me he preguntado muy a menudo cómo pudieron gustarme
en su momento. Y muchas veces, a menudo, la explicación venía dada
por el momento de la lectura o de la visión más que por mis
apreciaciones estéticas. Es decir, por todo lo que hubo a su
alrededor, y que nada, salvo en mi cabeza, tenía nada que ver con la
obra.
-Está usted poniendo el dedo en la
llaga. Ha sido la suya una larga disertación para decir cuán
difícil es ser objetivo. Más que difícil a mí me parece
imposible.
-Sí, eso son cosas que también se
aprenden con los años. Al principio uno se fía de todo cuanto lee o
estudia; pero más tarde comienza a percatarse de que los escritos,
las historias, obedecen más a ansias que a realidades.
-De esta forma -me dijo sonriendo-
nunca termina nuestra labor de investigación. Pero eso, querido
amigo, no sólo sucede con los historiadores, por muy objetivos y
honestos que traten de ser. Sucede incluso con nosotros. Esta
conversación me está trayendo a la mente el recuerdo de algunas
lecturas de don Miguel de Unamuno. ¿Lo ha leído usted?
-Sí, algo he leído de él. Fue un
personaje curioso: un catedrático de griego que nada escribió sobre
filología clásica.
-Creo recordar que llegó a ella de
rebote, y que era para él y medio de vida y poco más. De todas
formas no es eso lo que me interesaba destacar de Unamuno. Tiene un
libro, y recuerdo vagamente que hace tiempo hablamos sobre él, y se
lo iba a dejar, en el que sostiene que cada uno de nosotros tenemos
una visión sobre nosotros mismos, que no tiene porqué ser la
certera ni la única, por supuesto.
-Nosce te ipsum.
-Sí, tal vez sea eso, el conocernos
cada uno a nosotros mismos, lo más difícil que hay. Pues de esa
visión que tenemos, seleccionamos lo que creemos que es lo mejor, y
así lo presentamos ante los demás. Y los otros, de lo presentado se
quedan con unas cosas desechando las otras. De modo y manera que,
como don Quijote, todos vivimos de ilusiones, de ver gigantes o
enanos donde sólo hay molinos de viento, o viento, nada.
-Menos los políticos que se dedican
a robar. Estos manejan realidades.
-No era mi intención hablar de
esto, pero ya que insiste usted, lo haré. La semana pasada, se lo
cuento por si no ha leído la prensa ni visto las noticias en la
televisión, se ofreció la primicia de que los hermanos y sobrinos
del rey, Borbones todos, no lo olvide, habían estafado al fisco no
sé cuantísimo dinero.
-Sí, he oído algo.
-No
hace mucho leí una biografía sobre Isabel II, la madre de Alfonso
XII. Se contaba en las primeras páginas, o en el prólogo, que los
reyes actuales, Juan Calos I y su mujer, se habían mantenido
alejados del centenario, celebrado en París, por la difunta y
desgraciada reina, la
de los tristes destinos, la
llamó Galdós. La causa, al parecer, era la vida licenciosa de esta
mujer. La casaron, muy joven, con su primo, que era impotente y tal
vez homosexual. Al menos dice ella que la noche de bodas llevaba un
camisón con más puntillas y lazitos que el de ella misma.
-Pobre mujer. Leyendo vidas de reyes
o cónsules, en la vieja Roma, me he preguntado a menudo si esos
hombres, con ese poder en sus manos, habían sido verdaderamente
felices. Y más en aquella época tan violenta, donde casi todo se
solucionaba con el veneno o el puñal. No podían ni dormir sin tener
un ojo abierto. No les arriendo la ganancia.
-No creo que Isabel II fuera muy
feliz. Su marido, el nefasto Francisco de Asís, fíjese en el
nombre, trató de hacerle chantaje con sus hijos: ambos sabían
perfectamente, como algunos miembros de la corte, que no eran
legítimos. Eso de que los bastardos no podían reinar es una
falacia, olvídese. Bastaba con ocultar la bastardía. Y se lograba
cuando, como es el caso, les interesaba a todos.
-Sí, era difícil saber si el hijo
era legítimo o del centurión de turno.
-Exacto, de ahí la castidad que se
exigía a las mujeres, y que estas se saltaron a la torera en
infinidad de casos. Sólo a un loco se le ocurre defender la pureza
de una raza. Y encerrar a una mujer.
-Evidentemente: las legiones romanas
se extendieron por toda Europa. Y los legionarios romanos no eran de
los que les hacían asco a esto o a aquello, siempre que esto o
aquello tuviera lo que ellos buscaban. Y en aquella tropa había
soldados de las más diversas procedencias. Además ellos no tenían
noción de pecado, ni curas ni obispos que los avasallaran con el
sexto mandamiento, el único que existe para los popes del ruedo
ibérico.
-Tampoco Isabel II, al parecer, fue
muy escrupulosa. De hecho tuvo varios amantes, ya sabe que eso es una
debilidad borbónica. Pero dejemos en paz el sexo, que ya se ocupa la
Iglesia de él. La madre de Isabel II robó todo cuanto pudo y más.
Y en un momento de crisis, tal vez como la actual, la reina Isabel II
tuvo el rasgo de regalar al pueblo parte de sus posesiones. La prensa
del momento, la de su cuerda, alabó aquello hasta límites
insospechados: la reina era la generosidad hecha carne, etc, etc.
Pero, siempre hay un pero, un catedrático de historia, Emilio
Castelar, puso en solfa el susodicho rasgo: la reina, vino a decir,
le estaba regalando al pueblo, ciudadanía hoy en día, lo que era
suyo. El patrimonio nacional no es de la monarquía, es del pueblo
que la sustenta. El catedrático fue suspendido de empleo y sueldo, y
se montó la famosa noche de san Daniel, con sus huelgas y algaradas.
-Me está usted contando la historia
de Roma, o parte de ella, con otros protagonistas.
-Nada nuevo bajo el sol. Pero no es
aquí donde yo quería llegar.
Doña Paquita guardó silencio
durante unos segundos. Quedó cabizbaja y meditabunda. Aproveché
para ir a la máquina a por un par de cafés descafeínados y
endulzados con sacarina. El tiempo no perdona nada. Me sonrió cuando
se lo alargué.
-Nuestras conversaciones, querido
amigo -me dijo- siempre son impredecibles. Siempre terminamos
hablando de algo distinto a lo que tenía en mente.
-Eso es lo bueno de los diálogos. Y
tal vez también lo malo.
-Sí, pero a mí me gustaría
concentrarme un poco más. Mire, el otro día estuvimos hablando
sobre el mal recuerdo que tengo yo sobre algunas de mis clases por
haber dicho cosas en ellas que hoy me parecen falsedades.
-Sí, lo recuerdo.
-Pues bien, recuerde también lo que
he dicho sobre don Miguel de Unamuno. Porque hay veces que no
solamente las personas se nos presentan de formas variadas y
diversas, y hasta contradictorias, sino que también sucede lo mismo
con los propios hechos. El otro día le estuve hablando sobre mi
falsa percepción de las obras de teatro del barroco. Pues bien, si
usted lee la biografía de Felipe II, de la princesa de Éboli y de
Antonio López tendrá la impresión de que estos no existieron: la
visión que dan de ellos los diversos autores es de lo más variada y
variopinta. Cierto es que fue una época de oscurantismo y quema
continua de papeles; pero de ahí a presentar a la princesa de Éboli
como una romántica del barroco hay un trecho... Felipe II, por otra
parte, se movía muy bien en la oscuridad. Aunque tal vez no era tan
terrible como lo pintan. Ahora bien, me he quedado sin saber si
ordenó matar a su hijo Carlos de Austria o no.
-Algo
similar sucede con la historia de Roma: ¿quién se puede creer la
historia de Rómulo y Remo por mucho que se nos diga que la loba era
en realidad una prostituta? ¿quién se puede creer todas aquellas
historias de la mos
maiorum, la
virtud de los mayores, cuando no tenían ningún inconveniente en
masacrar a poblaciones enteras? ¿Y qué me dice de Julio César?
Mucha guerra de las Galias, y lo que usted quiera; pero era un claro
genocida. Masacró a pueblos enteros para amasarse un capitalito.
Entonces no existía Panamá.
-Nada es verdad ni nada es mentira:
todo es del color del cristal con que se mira. Bueno. Me parece que
no es así. Cierto que no podemos saber lo que pensaba la princesa de
Éboli, o quien quiera usted; pero quedan los hechos. Y estos, aunque
se pueden interpretar, son hechos. Y a través de ellos, creo yo,
podemos llegar a algún tipo de conocimiento.
-Lo malo es que los olvidamos.
-Creo que últimamente en los planes
de estudio ni hay filosofía, ni historia ni geografía. Estamos en
una sociedad de eunucos.
-Y ya sabe lo que dijo aquel: con
muchos gallos se pueden hacer muchos capones, pero con capón no se
hace un gallo.
-No hay más que decir. Salvo que
debemos ser muy precavidos en nuestros juicios.