Ten siempre presente esto: si no se
cura el alma, cosa que no se puede hacer sin la filosofía, nuestras
desdichas no tendrán fin.
Cicerón,
Tusculanas
-No le voy a decir a usted que de
joven, porque no fue así. Fue siendo ya bien mayor cuando comencé a
sentir un cierto interés por Cicerón. Me intrigaba este hombre.
Tanto que con el paso del tiempo se acrecentó mi interés por él.
-¿Por alguna razón especial?
Aunque bien pensado no hace falta nada del otro mundo para
interesarse por alguien, y más por un autor clásico, ¿no le
parece?
-Mi interés por él nació de una
futilidad, de algo aparentemente sin ningún interés. Y tal vez no
lo tenga.
-A veces las cosas sin importancia
nos sirven para adentrarnos en terrenos peligrosos o fértiles. Ya
sabe: por un clavo se perdió una herradura, por la herradura...
-En mi caso le diría que la intriga
me sirvió, en un principio, para leer el buen latín de Cicerón.
Leí y releí muchas de sus obras. Ahora bien, lo que es el problema
que me preocupaba, no he conseguido solucionarlo. Tal vez porque no
tenga solución.
-O porque a veces nos empeñamos en
buscar respuestas complicadas a situaciones sencillas.
-Sí,
tal vez tenga usted razón: algo de eso hay. La cuestión es que ya
no recuerdo en qué curso de la carrera, tuve que leer las famosas
Catilinarias.
He
de confesarle que me costó mucho leerlas, y siempre con el
diccionario en la mano. Pero aun así, fueron infinitos los ramalazos
de belleza que me llegaron. No obstante, tuve que dejar al buen
cónsul romano, pues en la carrera había más autores, más trabajos
y más preocupaciones.
-¡Vaya! ¿Y cómo volvió a él?
-Misterios de la vida. Una mañana,
siendo ya mayor, casi al borde de la jubilación, me acordé de
aquella vieja lectura de Cicerón. Y recordé lo que entonces me
había planteado sin darle más importancia.
-La vieja mano de nieve que pulsó
la cuerda.
-Es una forma muy gráfica y bonita
de explicarlo, desde luego. Aquella mañana no tenía ganas de
levantarme, y le aseguro que no soy nada perezoso. Pero, sea por lo
que fuere, me quedé en la cama. Y allí, como me sucede de vez en
cuando, comenzaron a brotarme los recuerdos, las viejas ensoñaciones,
añoranzas, tristezas... son momentos un poco duros, pues siempre
tiendo a ver mi vida, tanto al anochecer como al amanecer, como un
verdadero fracaso.
-¡Vaya, por Dios! ¿Y cómo la ve
al mediodía?
-Al mediodía sencillamente no
pienso en mi vida: siempre tengo cosas que hacer o libros que leer.
Lo terrible viene cuando se me cansa la vista o no tengo ganas de
hacer nada.
-No obstante, de vez en cuando es
bueno estar así, sin hacer nada, reflexionando aunque uno no sea
consciente de ello.
-Sí,
no se lo discuto. Y sin duda fue para quitarme el mal gusto de boca
por el terrible análisis que estaba haciendo de mi vida aquella
mañana, cuando comencé a pensar en el pobre Cicerón, que tuvo una
vida mucho más interesante y desgraciada que la mía. Me acordé
entonces de la lectura que hice de las Catilinarias,
de
lo mucho que me impresionaron pese a que, y lo sigo creyendo, no
entendí casi nada. Recordé que no comprendí entonces que aquel
hombre tan inteligente, que escribía tan bien, fuera, al mismo
tiempo, tan sumamente reaccionario. Terminología de mi juventud.
-¿Creía usted que todas las
personas inteligentes tenían, o tienen que ser progresistas? Es una
idea un tanto peregrina de la que han sido víctimas unos cuantos.
-Sí, así lo creía en aquel
tiempo. Es, me parece, una típica necedad de juventud. O una de
tantas. La otra surgió de pensar que una persona que hubiera tenido
una buena educación, es decir que hubiese pasado por la universidad,
no podía ser una persona deshonesta, mala o perversa.
-¡Dios mío! Pero ¿en qué mundo
vivía usted? ¡Vaya idea!
-En el país de la fantasía, de los
ensueños, del quiero y no puedo... No se ría usted. Sí, reconozco
que es cosa de risa... A mí, por las mañanas, me dan un poco de
pena y lástima aquellas reflexiones... He tenido varios pensamientos
de ese calibre durante muchos años. Eso explica algunas de mis
actuaciones que, como usted se puede imaginar, estaban preñadas de
una falta total de madurez.
-No creo que eso tenga más
importancia. No parece que le haya ido mal en esta vida. Y, además,
tenemos que aprender a ser un poco indulgentes con nosotros mismos.
Por si le sirve de algo, recuerdo que a los pocos días de haber
defendido mi tesis doctoral, releí un capítulo de la misma, y me
horroricé de la cantidad de errores que descubrí en él... Fui
corriendo a buscar al director de la tesis por si cabía la
posibilidad de reescribirla. Este se rió, y me dijo que, en esta
vida, uno tiene que aprender a vivir con sus propios errores:
cualquier persona que se dedique a escribir, a investigar, a indagar,
se equivocará; nunca llegaremos a la perfección. Eso sí, en
sucesivos trabajos, corregí los anteriores errores. Y cometí otros,
por supuesto.
-Eso es lo que tiene de malo la
vida: no se puede corregir nada.
-No estoy de acuerdo con usted. Una
persona que se haya equivocado, y sea consciente de ello, y le haya
dolido su error, podrá equivocarse en otros aspectos de su vida,
pero raramente volverá a caer en el mismo hoyo. Hablamos de
sentimientos profundos, no de futilidades.
-También puede darse el verdadero
sentimiento no en que uno ha cometido un error sino en que los demás
no han sabido apreciar su actuación y por eso la cuestionan.
-No estoy seguro de entenderlo muy
bien.
-Tal vez sea este el caso de
Cicerón: se ha cometido un claro error. Pero de ese error, según la
perspectiva de quien lo cometió, se ha derivado un claro beneficio,
al menos para su forma de pensar. Y toda su vida, este hombre estará
orgulloso de su actuación, máxime cuando son sus enemigos quienes
se lo reprochan.
-Si no lo entiendo mal me está
usted hablando de la condena de Catilina por parte de Cicerón. Una
condena a muerte que, si recuerdo bien, se hace sin juicio previo.
Cosa ilegal en aquella Roma republicana.
-Efectivamente, aunque a quienes
ejecutaron fue a los seguidores, que no a Catilina. Pero no es eso lo
importante ahora, lo importante es que vuelve a plantear el viejo
problema: ¿las leyes están escritas para cumplirlas o para
saltárselas cuando nos conviene? Es una pregunta arriesgada, pues la
respuesta le costó la vida a dos personas importantes, a Sócrates y
a Tomás Moro. Ninguno de los dos quiso obviar las leyes, y lo
pagaron con su vida. Cicerón sí que se las saltó.
-¿Y qué opinión le merece a usted
la actuación de estos personajes?
-Si quiere que le diga la verdad, no
sé qué decirle. Está claro que los dos, Sócrates y Moro, fueron
coherentes con sus ideas; pero hay ideas que, me parece, es imposible
llevarlas a la práctica. Por ejemplo, Tomás Moro no está de
acuerdo con la pena de muerte, ni con la guerra. Dice y sostiene que
en los mandamientos, y él era un ferviente creyente, se dice “No
matarás”. Y si ese mandamiento nos los saltamos cuando nos
interesa, guerras justas, condenas a muerte, etc., igualmente nos
podemos saltar los otros. Ahora bien, ¿qué hacer si nos atacan y
nos quieren matar?
-¿Poner la otra mejilla? A Moro no
le falta razón, no podemos saltarnos las leyes; pero ¿acaso no es
eso lo que se ha hecho toda la vida? Analice usted cualquier
situación, y verá como enseguida parece que las leyes se han hecho
para los débiles, para aquellos que no pueden eludirlas ni escapar
de ellas. Los poderosos tienen otras normas. O aunque sean las mismas
a ellos se las aplican de forma más laxa, menos contundente. Aunque
a veces da la impresión de que no es así, de que hasta los
poderosos caen en la tela de araña.
-Tal vez porque esas personas no son
tan poderosas como se creían. Y los verdaderamente poderosos los
aprovechan, de alguna forma, para que sirvan de ejemplo. La norma,
sin embargo, sigue siendo la impunidad. No obstante, hay un viejo
refrán que dice que el abuso trae la cuenta. Y aquí se ha robado
tanto, se ha abusado tanto de la gente, se han hecho tantas
tropelías, que, al final, ha reventado el globo. Pero no creo que
eso vaya a cambiar nada. La historia, demasiado a menudo, da la
impresión de ser los dientes de una sierra: igual estamos arriba del
diente, que en lo más bajo de él. Y entendemos por evolución el
camino que va de la cima a la sima, y de la sima a la cima, pero
nunca abandonamos los dientes de la sierra.
-¿No cree usted que ha cambiado el
hombre desde los tiempos de Cicerón? Resulta un poco desalentador
oírlo. Aunque no crea usted que yo soy un optimista. No lo soy. Me
he acordado ahora de una discusión que tuve con un viejo amigo. Este
era gran admirador de las armas. Y un día me dijo que a través de
estas se podía ver la evolución del hombre. Las guerras -me dijo-
cada vez son más humanas: antes una espada, una lanza, una bala
lanzada por un mosquete, podía dejar al enemigo cojo, manco tuerto,
imposibilitado para ganarse la vida, condenado a la miseria. Ahora lo
mata directamente. Y no se hacen esclavos.
-Algo similar me dijeron a mí
también: que las guerras se habían humanizado con el paso del
tiempo. Antes, cuando el hombre era más bestia, masacraba a las
poblaciones; luego, más humano, las esclavizaba. Y las llevaba a
trabajar a las canteras, o a las minas, o a picar túneles para hacer
acueductos, o a remar en los barcos de guerra... ¿No vale más una
muerte rápida que semejantes situaciones? Yo, al menos, prefiero más
un tajo rápido que una muerte lenta picando piedra.
-No sé qué decirle. Dicen que
mientras hay vida hay esperanza...
-¿Esperanza de qué? ¿De seguir
viviendo? ¿Para qué? Aldeas y pueblos destruidos, parientes y
amigos asesinados o esclavizados vaya usted a saber en qué parte del
mundo, la vida rota...
-Nos hubiera usted privado del
acueducto de Segovia, entre otras cosas.
-Seguramente hubiéramos podido
vivir sin él. Hay millones de personas que viven sin haber oído una
sinfonía de Beethoven. Y este, al fin y al cabo, no masacró a
ninguna población para hacer su música.
-Esta conversación no nos lleva a
ninguna parte. Las cosas, para bien o para mal, son como son, y nada
podemos hacer para cambiarlas. Me refiero, por supuesto a las cosas
del pasado. No por ello renuncio a él, desde luego. Creo que se debe
conocer la historia a fin de evitar caer en los mismos errores. Ya sé
que es una utopía. Intuyo lo que me va a responder: que, al menos,
debería conocer la historia toda la población. O, en su defecto,
quienes la rigen. Y estos no brillan por su inteligencia ni por sus
conocimientos.
-Tal vez si que tengan
conocimientos. Y esto me permite volver al principio de nuestra
conversación. Tal vez sí que tengan conocimientos, como sin duda
los tenía Cicerón; pero esos conocimientos no los utilizan para el
bien común sino en provecho propio y en el de una determinada clase
social. Y si esa clase es, como en el caso de Cicerón, una clase a
la que se aspira con ansiedad, a la que se llega, y dentro de la cual
se ocupa el máximo cargo, ya tenemos todos los ingredientes para
hacer de él un conservador. Quiere permanecer en la cima a la que ha
llegado por sus propios méritos, de lo cual siempre estará
orgulloso, y de la cual no quiere ser desplazado. ¿Hay algo más
humano?
-Sí, el fracaso. El fracaso. El
fracaso bien asumido nos humaniza... Pero Cicerón, creo, nunca
reconoció su fracaso. Luchó hasta el final por lo que él creía
que era la forma de gobierno perfecta, por la república, sin
percatarse de que los tiempos habían cambiado, de que Roma ya no
podía ser gobernada como hasta ese momento, por un grupo de
terratenientes en contra de toda una población... Y esa obcecación,
pese a su machacona insistencia en que había salvado al estado, la
traída y llevada conjura de Catilina, le costó la vida.
-Hoy en día ya no suceden esas
cosas.
-No, desde luego. El puñal y el
veneno han quedado relegados, pese a lo cual Cicerón permanece muy
vigente. Hay un fragmento de uno de sus discursos, releídos estos
días, que me ha hecho sonreír; me ha recordado a los políticos de
hoy, aunque a la inversa... Me explico: el problema que yo me
planteaba, ¿cómo una persona inteligente y sabia puede ser
políticamente un reaccionario?, es, si me lo permite, una tontería.
Me vino bien como excusa para releer algunos discursos de este viejo
cónsul romano. Fíjese en lo que fue capaz de soltar delante del
senado a su regreso del exilio, cito de memoria:
Conmigo se fueron las leyes, las
pesquisas, los juramentos de los magistrados, la autoridad del
senado, la libertad y hasta la fertilidad del trigo, todas las
inviolabilidades de los dioses y de los hombres, y todos los cultos.
Como puede observar cuando partió
hacia el exilio se llevó todo lo mejor de la sociedad romana.
-Es indudable que el hombre estaba
orgulloso de sí mismo. Creo que hoy ningún político se atrevería
a decir algo semejante. O a la mejor lo decían, pero desde luego sin
ninguna justificación. ¿La tenía Cicerón?
-No
creo. Tales palabras, sobre todo por eso de la fertilidad del trigo,
a veces me han sonado a pura ironía. Lo sea o no, imagino que en su
época semejante discurso sonaría como una enorme baladronada, o
como cosas de Cicerón. Y no solamente sonaría así para sus
enemigos. No lo sé. Creo que si actualmente algún político se
atreviera a decir, públicamente, conmigo
llegó la injusticia, la falta de ley, la ley del más poderoso, el
consentimiento para los corruptos cuando estos sean de los míos...
nadie
se extrañaría de oír semejantes palabras, aunque sería
recriminado por los suyos.
-Tal vez nadie se extrañara del
discurso, pero si del hecho de pronunciarlo: no estamos acostumbrados
a la honestidad.
-Tal vez porque no la hay. Estoy
convencido de que parte de la honestidad de algunos políticos surge
a través de las denuncias de los periódicos. Imagínese lo que
sucedía cuando no había periodismo.
-La vida sería más aburrida. O tal
vez no: se murmuraría, se especularía... Pero no habría
dimisiones. Entre otras cosas porque no existían en aquellos
tiempos.
-Quedaba el recurso del puñal y del
veneno.
-Es cierto. De verdad, ¿usted,
visto lo visto, cree que hemos progresado?
-Me pone usted entre la espada y la
pared. No sabría decirle... Aunque Cicerón era partidario de la
filosofía.