“No
hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón. Así
que, aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea,
porque el que de razón y seso carece, cuasi otra cosa no ama sino lo
que perdió”.
Fernando
de Rojas, La
Celestina.
Cuando salí del cine todavía era
de día. Me fui caminando lentamente hacia la parada del autobús.
Pero al llegar allí me encontré con dos mujeres, sentadas en un
banquito, habitantes, como yo, de la residencia de ancianos. No
tenía, ni tengo, ningún tipo de confianza con ellas. No me apeteció
verme involucrado en una absurda conversación de mera cortesía.
Pasé de largo y me vine a la residencia caminando. Me sentó bien la
caminata. Todavía faltaba una hora para la cena cuando llegué.
Yendo hacia mi habitación, me llamó doña Paquita. Me senté a su
lado en un rincón de la sala de lectura. Me ofreció un café con
leche, que me sentó de maravilla.
-Me imagino -dijo- que a estas horas
viene usted del cine.
-Así es. De allí vengo, como todos
los viernes.
-¿Y qué tal la película?
-Un tanto extraña aunque bellísima.
No le puedo decir si me ha gustado o no. No obstante, me alegro de
haberla visto.
-¿Y de qué trata esa dichosa
película?
-De
lo que me asalta por doquier últimamente: de la vejez. Y eso que se
titula La
juventud.
-Supongo que también buscará usted
el tema.
-No, yo no busco nada. Me gusta
mucho el cine, como usted sabe. Y según las críticas que he leído
las únicas películas buenas que proyectaban eran las que trataban
el tema de la vejez. A mí me encantan las películas de acción y
del oeste.
-¿No
proyectaban una película española muy buena? ¿Palmeras
en la nieve o
algo así?
-Viendo cine español es cuando me
percato, aunque no toque el tema, de que verdaderamente soy muy
mayor, un anciano. Y no es que me moleste que me lo recuerden. Son
otras cosas las que me incordian.
-¿Cómo es eso?
-No
entiendo a los actores españoles. Y no dudo de que hablan mi idioma;
pero no los entiendo. No saben hablar, no vocalizan. Prefiero las
películas dobladas: los actores de doblaje sí que han trabajado la
voz, la dicción. Y los mejores de todos son los actores catalanes. A
muchos de estos incluso los vi en el teatro romano de Sagunto, y los
entendía perfectamente. A los otros, salvo honrosas excepciones, no
los entiendo ni en el cine con micrófonos, ni, muchísimo menos, en
el teatro. Y resulta molesto.
-¿Entonces la película que ha
visto no es española?
-No, es italiana, dirigida por Paolo
Sorrentino. Y al igual que la que fui a ver el otro día toca el tema
de la vejez.
-¿Algo nuevo bajo el sol?
-Nada.
Pero me gustó más la de Andrew Haigh, la titulada 45
años. Aunque
todo me pareció un tanto absurdo.
-No he visto la película. Ya sé
que me invitó, pero a mí el cine...
-Trata
de un matrimonio mayor -le conté sin prestar atención a sus
apreciaciones cinematográficas, de sobras conocidas por mí-. Llevan
45 años casados. Están preparando la fiesta de su aniversario. Y un
día él recibe una carta: han descubierto el cadáver de su antigua
novia, enterrada por un alud... A partir de ese momento, la mujer, en
tanto prepara la fiesta para su 45 aniversario, comienza a indagar la
relación de su marido con aquella mujer que falleció en la nieve. Y
todo su mundo se va descomponiendo lentamente. Tiene la terrible
sensación de que la han engañado, de que toda su vida se ha montado
sobre una enorme mentira. Ella cree que ha sido el asa, el
agarradero, el segundo plato, no el gran amor de la vida de él, sino
un placebo.
-¿No ha sido feliz durante ese
tiempo?
-Sí. Caso contrario no hubiera
aguantado los 45 años, ¿no cree? Ella era profesora: tenía un buen
pasar, no le hacía falta el marido.
-Supongo. Entonces, ¿qué problema
tiene?
-El problema, creo yo, es que no
tiene ningún problema. Y ella sola se los busca. Aun así hay una
escena, bellísima, que me dejó clavado en la butaca. La mujer,
indagando sobre el pasado de su marido, sube a la buhardilla de la
casa. Allí hay una pantalla y un proyector de diapositivas. El
encuadre es genial: media pantalla la ocupa la cara de la
protagonista, y otra media la pantalla donde se van proyectando
diapositivas. Se ven un tanto deformadas, pero aún así se puede
apreciar a la antigua novia del marido luciendo un incipiente
embarazo... Y la cara de ella, una excelente actriz, cambiando.
-¡Ay! -exclamó doña Paquita- eso
me recuerda un cuento de Jaume Cabré que leí hace tiempo... Si no
recuerdo mal es también de un anciano que tras la muerte de su
mujer, al día siguiente del entierro, va al médico. Está hecho
polvo por su reciente viudedad. Creo recordar que tiene dos o tres
hijos. Y no sé si alguno lo acompaña al hospital. Pues él,
asustado, está esperando que le digan que la fecha de caducidad está
muy próxima, que va a morir pronto, que en los análisis está
escrita ya su sentencia de muerte. Y lo que le dicen, por el
contrario, sin ningún género de duda, es que tiene una enfermedad
desde la juventud, y que dicha enfermedad lo imposibilita para ser
padre. Nada serio.
-¡Eso es una broma cruel! -exclamé
pensando en los hijos.
-Sí, y más tendiendo en cuenta
cuánto quiere este hombre a sus hijos. A veces las cosas, yo diría
que muy a menudo, no son lo que parecen, ¿no cree?
-Pero para eso no hace falta llegar
a la vejez. Ni ver esta como una etapa de sesuda reflexión o de
desengaño porque, sencillamente, no lo es. Aquí -dije alargando la
mano hacia todas las salas- tiene el más claro y patético de los
ejemplos.
-Sí, yo le diría que uno se
comporta de mayor como lo ha hecho de joven. Tal vez se acentúen los
defectos; pero no creo que haya mucha diferencia.
-La
diferencia está en que el cuerpo ya no obedece. Se pierde
flexibilidad. Le cuesta a uno ponerse los calcetines; y, a veces,
levantarse de la cama, y no por pereza. Y las pastillas, y los
análisis. Por lo demás, yo la vejez la veo como una etapa más de
la vida. Más cercana a la meta, pero ¿quién no ha visto morir a
jóvenes amigos o a jóvenes alumnos?
-Sí, pero no es lo mismo. No se
empeñe usted. No es lo mismo.
-No,
yo no me empeño en nada. Ya le he dicho que me cuesta ponerme los
calcetines... Creo -reflexioné en voz alta- que la vida se puede
medir por las noticias que va recibiendo uno: al principio, que
fulanito ha aprobado el curso, luego que menganito ha aprobado las
oposiciones; casi al mismo tiempo que esta se ha casado con aquél o
se ha ido a vivir con aquella; y aquellos han tenido su primer hijo o
ha publicado su primer trabajo, o se han separado pese a lo felices
que parecían. Y, pasado un tiempo, todo son noticias desagradables:
a este lo han operado, le han amputado una pierna y lo están
enterrando a plazos; el otro ha muerto, y alguno ha desaparecido.
-¡Menudo resumen ha hecho usted!
-Exclamó doña Paquita sonriendo, aunque no le falta razón. Pero
también esta es la época en la que no se reciben noticias de nadie.
-Pues dé gracias -le contesté-.
Porque entonces está usted sobreviviendo.
-¿Y es importante?
-¿Y tiene que serlo? Es, y sobra. Y
a disfrutar de cada momento. Al fin y al cabo nada podemos hacer
ahora por aquel pasado. Quiero decir que no podemos cambiar nada, a
no ser que cambiemos nosotros, y ni aun así. Y además, no sé
porqué nos ponen a los ancianos siempre como los sabios de la tribu
o los que reflexionan. Es un tópico como otro cualquiera. En todas
partes he visto ancianos estúpidos y jóvenes que no les iban a la
zaga. Y jóvenes sesudos con abuelos necios. Y al revés.
-Se supone que una persona, de
mayor, tiene una cierta experiencia...
-Mire, hoy en el cine, a mi lado,
había un señor, es un decir, de mi edad. A mitad de película se ha
puesto a hablar por teléfono con el móvil. No creo que los años le
hayan hecho ganar ni en sabiduría, ni, por supuesto, en educación.
-Yo diría que la película no le ha
gustado. Perdóneme -dijo tras unos segundos de reflexión-. Es una
tontería lo que acabo de decir.
-Es
una película extraña -le dije de nuevo- A usted no lo hubiera
gustado: no tiene planteamiento, nudo y desenlace. Y escenas que no
tienen ningún sentido. Creo que trata de ser un homenaje a La
montaña mágica.
Pero, claro, las distancias son enormes.
-No comprendo que vaya usted a ver
películas modernas y se niegue a leer novelas actuales.
-Ya lo hemos discutido muchas veces,
doña Paquita: son cosas distintas. Y a veces igual de malas. Yo creo
que el arte actual es excesivamente explícito, y, por lo tanto,
carente de imaginación, de finura.
-Tal vez le haya gustado la
película; pero ha venido usted muy crítico.
-Es
posible. Mire, yo estoy ahora en una etapa de mi vida en la que no
leo un libro completo, ni oigo una sinfonía respetando el orden de
los movimientos. Y el otro día me dio por releer algunos capítulos
de Las
noches áticas, de
Aulo Gelio. No sé si existe la casualidad. Pero me tropecé con un
capitulillo que también trata sobre la vejez.
-¡Vaya por Dios!
-Sí,
vaya por Dios. Rectifico: en realidad no trata sobre la vejez. Le he
dicho esto llevado por otra lectura. Cuenta Gelio que las vírgenes
milesias, en un momento determinado, comenzaron a suicidarse. Se
colgaban de los árboles, de las vigas de sus casas sin aparentes
motivos... Los gobernantes indagaron y trataron de parar aquella
oleada de suicidios sin lograrlo. Hasta que un día alguien dio la
orden de que las mujeres que se suicidaran fueran despojadas de sus
ropas, y desnudas fueran conducidas al sepulcro. Y ese fue el
remedio: la vergüenza de que vieran su cadáver desnudo frenó los
suicidios1.
-Es
una historia un poco extraña, ¿no? -preguntó un poco escéptica ¿Y
se supo al final por qué se quitaban la vida esas muchachas?
-No.
Muchos años después, lo leí de joven, oí que Erasmo había
criticado a estas doncellas en su libro Elogio
de la locura2.
En realidad no las critica: las justifica por todas las penalidades
que trae la vejez. Ellas la evitan con su muerte voluntaria en plena
juventud.
-Eran otros tiempos. Hoy no es como
entonces.
-Dejando
eso aparte, Gelio no dice nada de la vejez. Es una suposición de
Erasmo el que se quiten la vida por evitarla. Y esa suposición,
siglos después, fue ampliada por otro autor3.
Este último hace ver que se matan porque se ven reflejadas en un
espejo. El espejo las muestra como serán de viejas. Y no quieren
llegar a ese horror.
-Bueno -dijo doña Paquita- pues no
será tan terrible la vejez cuando estas chicas eligieron seguir
viviendo para que nadie las viera desnudas cuando estaban muertas. Y
fíjate lo que eso puede importar entonces.
-Nada, no importa nada. No importa
nada -repetí.
-Ahora, debe reconocerme que la
vejez también es la pérdida de las ilusiones...
-Está
usted muy equivocada. Yo espero con impaciencia el viernes que viene,
pues estrenan una película de vaqueros, de esas que me gustan a mí.
Y me he enterado de que dentro de poco traerán otra. Y, además,
quiero volver a releer algunos capítulos de Gelio, y escribir algo
que tengo en mente, no sé si novela o tratado filosófico... La
verdadera molestia de la vejez es no poder atarme los zapatos, o ese
dolor que, de vez en cuando, me deja tumbado en la cama. Por lo
demás, y como usted sabe, el senado da risa.
-¡Ay, hijo! -exclamó riendo-. El
senado y lo que no es el senado.
-No
me diga usted a mí -le dije alegre y hambriento por la caminata- que
no está usted feliz y contenta aquí y conmigo.
-Mucho, muchísimo. Faltaría más.
-Pues ya está. Vámonos a cenar que
tengo hambre. Y el viernes que viene la invito al cine. Una del oeste
y de muchos tiros. Y que dejen de tocarnos las narices con la vejez y
las vidas que se derrumban. Estamos muy bien y muy contentos como
estamos. Aunque sabemos que somos unos privilegiados. Pero eso no es
achacable a la vejez.