Ahora, como entonces, nadie se
engañaba acerca del lugar de la enfermedad, pero nadie osaba tampoco
aplicarle el verdadero y serio remedio.
Theodor
Mommsen, Historia
de Roma.
-Yo,
y se lo digo en serio -me dijo mi nuevo vecino de habitación como si
lleváramos toda la vida juntos- preferiría un país en el que no
hubiera elecciones. Estoy harto ya de la campaña electoral, de los
políticos, de la política, de las televisiones y de los
periodistas.
A
estas alturas de mi vida, poco podían sorprenderme ya las opiniones
de mis semejantes, y más sobre los temas que acababa de tocar mi
vecino: las había oído de todos los colores y tamaños. Y todos,
por supuesto, tenían razón. O, al menos, su parte de razón.
-Pero
no me malinterprete -añadió golpeándome el brazo izquierdo con el
reverso de su mano derecha, cosa que me molestó sobremanera-. No
quiere decir eso que yo no sea un demócrata.
-Por supuesto que no -ironicé- es
como ir borracho y dárselas de abstemio. Y espero que no se moleste.
La libertad de expresión por encima de todo.
-No me molesto -dijo enervando la
espalda y volviendo a descargar otro golpe sobre mi sufrido brazo-
pero tengo derecho, creo, a vivir mis propias contradicciones.
-Nadie se las niega -dije replegando
el brazo, resguardándolo en la butaca-. Todos las tenemos, y todos
vivimos con ellas como mejor que podemos.
-¿Usted cree que sería posible una
democracia sin elecciones?
-Hoy en día todo es posible:
regresamos al futuro, nos rigen los locos, los ladrones andan
sueltos, los periodistas son las noticias, y las noticias no sirven
sino producen dividendos y dan pábulo a cortes publicitarios...
-Sí, tiene usted razón: estoy
pidiendo un imposible.
-Bueno, por pedir que no quede. Pero
no pida cosas sensatas porque entonces tiene el fracaso asegurado.
-¿No
le parece a usted que es verdaderamente cansino estar oyendo o
leyendo siempre la misma y repetitiva noticia? Una y otra vez, y otra
y otra.
Imaginé que se refería al puñetazo
recibido por el presidente del gobierno en funciones. Un
descerebrado, menor de edad, se aproximó a él y lo golpeó sin
mediar ni una palabra. Las televisiones repitieron la agresión hasta
más allá de la náusea.
-Por
supuesto -respondí-. Pero tenga en cuenta que ha sucedido un hecho
transcendental, de suma importancia, y que no podemos dejar de
estudiarlo y analizarlo. De ahí que tengamos que verlo una y otra
vez, hasta convertirlo en vomitivo
-¿A qué se refiere?
-¡Hombre! A que un impresentable de
estos a los que siempre se está expulsando de clase, le ha dado un
puñetazo al presidente del gobierno.
-Sí, tiene razón. Como si a
nosotros y a los médicos, en los ambulatorios, no nos estuvieran
agrediendo continuamente.
-Tampoco
exageremos. Más grave es que haya guerras, o gente, niños sobre
todo, muriéndose de hambre. Pero, claro, sobre eso no se puede
montar un debate, ¿O si? Sea como fuere, no creo que tuviera mucho
morbo. ¿Qué importancia tiene que un descerebrado le pegue a un
profesor, o un imbécil mate a un médico porque este no ha creído
oportuno darle la baja?
-Sí
-dijo mi compañero buscando mi sufrido brazo para dejar caer otro
golpe-. Tiene razón: los periodistas han terminado por volverse
noticia. Y hay cosas que no consideran importantes por mucho que lo
sean. Y, lógicamente, no informan de ellas.
-No, no se equivoque: si las
televisiones no les conceden importancia es porque no la tienen.
Estamos viviendo bajo una tiraría completa de los medios de
comunicación. Cosa que, por otra parte, creo que ha existido
siempre.
-Dejando
aparte mi hartazgo por las elecciones, la importancia que se les está
dando a estas y todo lo demás, también echo de menos la presencia
de verdaderos periodistas, objetivos, veraces...
-¿Existe eso? -le interrumpí-.
Tenga en cuenta que un periódico, o una televisión, o todo al mismo
tiempo, es un negocio. Y como tal tiene que generar ganancias.
-Sí, pero para todo hay una ética,
unos principios.
-Y ellos los tienen: una misma
empresa puede, como los grandes almacenes, tener de todo: una
televisión de izquierdas, vamos a suponer, un periódico de
derechas, y una revista de centro. Así que te pongas como te pongas,
por aquí has de pasar. ¿Cabe mayor objetividad?
-No,
eso no es objetividad. Yo más bien lo definiría como cinismo.
-Es
posible. Mire, cuando yo era joven tuve que oírme infinidad de veces
aquello de que tenía que ser coherente. Es decir, si decía que era
de izquierdas, es un decir, no podían gustarme las películas de
guerra o de policías o las armas de fuego...
-¿Y qué tiene que ver una cosa con
la otra?
-No
lo sé. Supongo que pretendían que fuéramos planos como una tabla
de planchar. Y yo, y no lo siento lo más mínimo, era un enamorado
de las películas de acción. Y lo sigo siendo.
-¿Y sigue siendo de izquierdas?
-Más que la madre que me parió.
-No conocí a su madre.
-No todos tuvimos esa suerte.
-¿Cómo puede hablar así a estas
alturas de su vida? Cuando apenas si nos quedan unos años...
-¿Y por qué no? ¿Acaso el haber
consumido más de media vida presupone que tengo que ser
políticamente correcto? Usted está harto de las elecciones, y yo de
la hipocresía de la gente.
-Con huir de ella, se resuelve el
problema.
-Lo mismo le digo, joven: apague la
televisión, y problema resuelto.
-Pero es que entonces no me entero
de lo que sucede a mi alrededor.
-Pues
léase usted la historia de España: siempre estamos en el mismo
punto. Le recomiendo la época de la regencia de María Cristina,
madre que fue de Isabel II.
-Por supuesto. Ahora tenemos agua
corriente en las casas. Y televisiones.
-Y escuelas.
-Mejor
no toquemos el tema de las escuelas, ni del sistema educativo, ni de
cómo percibe la gente la educación y las escuelas. Que no todo es
culpa del gobierno ni de los maestros.
-De todas formas -dijo mi vecino
mirando al infinito- un país es muy difícil de gobernar.
-Evidentemente. Y hay que tener las
ideas muy claras y saber a quién se puede o debe beneficiar y a
quien hay que exigirle más. Y ahí, señor mío, hemos dado con el
meollo de la cuestión.
-Sí, pero ¿cómo se sabe eso? Oyes
hablar a todos los representantes de los partidos, y todos quieren lo
mejor para su patria...
-Tal vez, pero a lo mejor su patria
no es la mía, ni la mía la de ellos.
-Entonces -dijo escandalizado- usted
estaría a favor de la independencia de Cataluña.
-No he dicho nada al respecto...
-Hombre, por lo que está diciendo
usted que es la patria...
-Mire -dije soñador- me acabo de
acordar de un verso... ¿de quién es? No lo recuerdo... dice algo
así como que mi infancia es mi patria, o mi patria es mi infancia. Y
eso nadie me lo puede quitar: ni separatistas ni secesionistas.
-Eso es una tontería, una solemne
tontería por no utilizar expresiones más fuertes.
-Puede hacerlo: ni me voy a
escandalizar ni a molestar. Pero que le quede bien claro que tampoco
usted me va a ofrecer el verdadero y serio remedio al problema. ¿O
si?
-¿De qué problema me habla?
¿Remedio para qué?
-Para nada. Déjelo. Me voy, que hoy
tengo médico. Es decir, me van a contar que estoy un poquito más
degradado que la vez anterior. El tiempo, para algunas cosas al
menos, no pasa en vano.
-Es bueno que así sea -me respondió
con una sonrisa malévola.
-Eso está bien -le dije-. Ha dado
usted con parte de la solución: el humor, pero un humor más humano,
hombre, más cervantino, más elegante.
Ya
no me contestó. Me alejé de él trotando. Ni tenía que ir al
médico ni me encontraba mal. Solamente quería estar solo. Nada más.
Había nubarrones en el cielo, y tenía la esperanza de que lloviera
mucho. Me encanta la lluvia.